La naturaleza es un libro sagrado que contiene la ley de la vida

Fíjate en ella y sabrás cómo debes orientar tu vida

Te han llamado para conquistar el mundo de lo posible

Es hora de que te lo creas y avances

La verdad que resplandece en el cielo

Es la misma que debe ser plantada en la tierra

La sed de conocimientos, el hambre de Verdad, de Belleza y de Sabiduría

Deben presidir tu vida y lanzarte hacia adelante

Enciende tu hoguera de la voluntad

Porque a través de ella podrás conseguir lo que te propongas

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La Maleta (1) (novela iniciática)

Vamos a presentar a continuación una obra inédita de Kabaleb, se trata de una novela llamada La Maleta.

Kabaleb escribió esta historia surrealista, que muestra las peripecias de un personaje, José, por recuperar su maleta, en la que se guardan sus valores.

Kabaleb escribió esta novela hace muchos años y la presentó al premia Nadal. Al ser rechazada por el jurado, él decidió que no se publicaría mientras él estuviera vivo y la dejó como legado para sus hijos...

Ahora, creemos que es el momento propicio para que vea la luz. La publicaremos en este blog por capítulos.

CAPÍTULO I (1ª parte)

Era ya de madrugada cuando José regresó al Hotel de Extranjeros

La Maleta (2) "La escalera de bomberos"

La maleta (Capítulo I, 2ª parte)

José se rascó la barbilla.
- Mi habitación está en el tercer piso - reflexionó.- Imposible entrar de nuevo por la escalera... Además, la puerta esta cerrada con candado...

- Y por la ventana? - sugirió el camarero.
- ¿Cómo escalar tres pisos?
- Me permito una nueva sugerencia. Vaya al parque de bomberos de este barrio a que le presten una escalera...

Ante la mirada atónita de José, el camarero desarrolló su argumentación:

- Lo que le estoy diciendo no es absurdo, aunque lo parezca. La Sociedad que explota el Hotel y este café, posee numerosos establecimientos en este distrito, de forma que raro es el incendio que se declara y que no consume un pedazo de propiedad de esa gran corporación. Al Consejo de Administración le interesa pues que el cuerpo de bomberos esté bien equipado. Así la mayor parte del material, escalas, mangas de riego, coches, cascos... es donación de la Sociedad. Lo único que les pide el Consejo de Administración a cambio, es que la brigada de bomberos permita a los clientes de sus establecimientos utilizar el material en caso de necesidad.

José reflexionó un instante acerca de la complejidad de aquel organismo, cuyos reglamentos y disposiciones tan contrarios parecían a veces poseer sentido común.

- ¿Pero acaso se me puede considerar, en tales circunstancias, cliente del Hotel?
- No lo dude - replicó el camarero.- Su relación con la Sociedad que explota el Hotel no ha hecho mas que estrecharse al surgir el conflicto. Ahora Usted es lo que ellos llaman "un cliente sensible", para distinguirlo de aquellos que cumplen estrictamente con el reglamento y para los que no hay ninguna necesidad de abrir un expediente, ya que no generan problema alguno. Es como si estuvieran muertos para la Administración.

- Me ha prestado Usted un gran servicio informándome de todos estos detalles - agradeció José.- Aunque siendo el organismo con el cual debo enfrentarme tan poderoso, me pregunto si no sería más juicioso luchar dentro de los límites del reglamento en lugar de hacerlo con armas propias.

Oyendo tales propósitos, el camarero miró a José con cierto desprecio, pero una oleada de compasión le hizo proseguir su labor informativa. Debía tener en cuenta la condición de extranjero de José, siendo la primera vez que se enfrentaba con una empresa de jurisdicción tan complicada como aquella.

- Usted no ha comprendido sin duda los objetivos de la Sociedad - argumentó el camarero con voz autoritaria.- La lucha no es posible dentro del reglamento del Hotel o de cualquiera de sus filiales, entre otras razones porque los que viven acatando las leyes, lo desconocen. El reglamento sólo es revelado al cliente cuando éste, por un motivo u otro, quebranta una de sus normas. Únicamente en ese momento se le notifica que un reglamento existe.

- Si usted hubiese continuado pagando regularmente el hotel, nunca hubiera tenido noticia de que existe un reglamento que no tolera que un cliente permanezca en el hotel más de dos meses sin pagar. Cuando se vive dentro del sistema, a uno sólo se le presenta la posibilidad de obedecer, acatar ciegamente normas cuyo objetivo se desconocen. Una tal vida es incompatible con la sustentación de títulos de nobleza y de perseverar en ella, es seguro que nunca recuperaría su dignidad. Además, en el caso de que aspire a tener un puesto en la Sociedad, debe empezar por obligarles a que establezcan un expediente a su nombre, que es como una fe de vida para la Administración. Tener un expediente en los archivos de la compañía es la gran ambición de millones de individuos, pero pocos alcanzan ese privilegio, más por ignorar los medios requeridos para conseguirlo, que por entrañar dificultad.

La verdadera complicación es saber de su existencia, cuando se ignora incluso la existencia de la Sociedad. La mayor parte de los hoy funcionarios de la empresa, entraron en el escalafón como usted, de manera casual. En una palabra, el reglamento ha sido concebido para los débiles, los incapaces, los que no tienen la fuerza requerida para andar solos por la vida y crear su propia ley.- El camarero hizo una pausa para mirar, con ojo vigilante, a los clientes dormidos, mientras José se rascaba la cabeza, un gesto que repetía a menudo cuando se encontraba confundido, y prosiguió:

- Ver el reglamento vencido con métodos originales es, casi podríamos asegurar, el fin que persigue la Sociedad.
José miraba cada vez más perplejo, lo cual llevó al camarero a añadir:

- Es paradójico ¿verdad?, pero ya le he dicho que la Sociedad abarca numerosos negocios, tal vez más de los que podamos imaginar. Es posible que tenga también en sus manos las riendas de la alta política. No es extraño pues que precise constantemente la colaboración de hombres capacitados en toda clase de cuestiones.
Y, ¿qué mejor garantía para ellos que la ofrecida por el individuo que sale triunfador después de haber pasado por la tela de araña de todos sus reglamentos? Puede usted tener la completa seguridad de que al apoderarse de su maleta, al tiempo que se asegura la animadversión eterna de la patrona del Hotel, conquista la estima de las instancias elevadas de la administración, siendo ellos mismos quienes le buscarían para ofrecerle un puesto de responsabilidad.

José, con una cierta mirada de complacencia y ligeramente seducido por el discurso de su interlocutor, se detuvo a acariciarse la barbilla con el índice y el pulgar de su mano derecha, le gustaba encontrarse con la barba incipiente de dos días y rozarse a contrapelo.

- Nada desearía tanto como colaborar en esa gran empresa que me esta desvelando, pero ¿qué ocurrirá si a pesar de todos mis esfuerzos no logro apoderarme de la maleta?

- Será siempre un cliente deudor, en conflicto con el reglamento. Si desea trabajar para ellos, sin duda alguna lo aceptarán como medio de cobrarse la deuda, pero el empleo que le ofrecerán quedará reducido a un lugar insignificante de la Sociedad, naturalmente con posibilidades de ascensión por méritos propios.

Llegado a este punto, José se levantó rebosante de energía, y puso amistosamente la mano en el hombro del camarero.
- Estoy dispuesto a seguir el camino sugerido. ¿Dónde se encuentra el parque de bomberos?

- La segunda esquina a la izquierda - informó el camarero mirándolo con esa cara que uno se calza cuando se siente satisfecho por el deber cumplido.- No tiene más que decirles que es cliente del Hotel de Extranjeros y que ha olvidado la llave por ejemplo, y no quiere molestar al conserje a estas horas.
- ¿No puedo contar la verdad?
- ¿La verdad a un bombero? gracioso. Ya le he comentado que la única relación que existe entre el cuerpo de bomberos y la Sociedad, es que ésta les regala el material. No tienen pues por que estar enterados de las particularidades del reglamento interior de sus empresas. Ellos cumplen el acuerdo y se acabó. No tienen derecho a formular preguntas y nos las harán. Pero comprenda que si insinúa que solicita la escalera para robar, no se la van a prestar, aun refiriéndoles los antecedentes de la maleta.

- Me doy cuenta de mi ingenuidad - reconoció José y con tono súbitamente solemne, añadió: - Joven, me ha prestado usted un servicio impagable y le prometo que si llego a recuperar mis títulos, vendré para hacerle copartícipe de mi nobleza.
Una emoción desbordante se apoderó del camarero, que quiso arrodillarse para agradecerle su generosidad, y lo hubiese logrado si el propio José no lo hubiera firmemente impedido.

- No os pido tanto, señor - dijo el joven en tono devocional.- Pero si un día lográis elevaros hacia las altas esferas de la Administración, acordaos de este modesto camarero que un día os sirvió en el ejercicio de la profesión que había escogido.
José salió a la calle y casi se hubiera reído de la devoción del camarero, a no ser por la extraña singularidad de cuanto le estaba ocurriendo. A partir del instante en que entró en conflicto con la Administración del Hotel de Extranjeros, le parecía vivir en un mundo nuevo. La lógica de antaño se mostraba inservible, hasta el más ínfimo detalle, adquiría relieves sorprendentes. Un mundo, para el que permaneció ciego hasta entonces, se le revelaba a cada paso. Su determinación iba a llevarlo a vivir la más vertiginosa aventura de su vida.

El parque de bomberos podía apercibirse desde lejos por sus enormes puertas pintadas de rojo. Se trataba de un inmenso garaje lleno, en ese momento, con más de diez vehículos situados de cara a la puerta y dispuestos para salir en cualquier momento. Estaba abierto y en el fondo del local a la derecha, en un pequeño despacho, se encontraba el viejo Jerónimo absorbido por la lectura de un periódico ilustrado para niños.

Cuando José apareció ante el mostrador, Jerónimo le miró un instante y con voz atiplada lanzó:
- ¿Viene usted a denunciar un incendio?
- No, yo quería pedirle...
- Entonces tenga la bondad de esperar un momento - rogó el bombero, interrumpiéndole para hundirse de nuevo en la lectura.
José veía reflejado en el rostro de Jerónimo todas las heroicidades del protagonista de la aventura del cómic que leía, los peligros por los que pasaba, las traiciones de que era objeto. Al cabo de unos minutos, ante la proximidad de un final feliz, la expresión del bombero empezó a dilatarse.

Al terminar la lectura, Jerónimo se puso en pie.
- Soy cliente del Hotel de Extranjeros - explicó José - y me han dicho que ustedes podrían prestarme una escalera para alcanzar la ventana del tercer piso.
El bombero abrió uno de los cajones de su mesa, sin mostrar ni asombro ni curiosidad.
- Tendrá que llenar una ficha - y alargándole el talonario, añadió: - Puro formulismo, sabe usted, el Consejo de Administración nos exige esas fichas tan solo para comprobar que realmente prestamos servicios de vez en cuando a sus clientes.

En el impreso se pedía nombre y dirección, fecha de nacimiento y objeto de la demanda de servicio. Una vez rellenada, el bombero guardó de nuevo el talonario dentro del cajón, sin leer siquiera lo escrito.

"Se nota - pensó José - que este hombre no trabaja en ninguna de las empresas que controla la Sociedad". Y en el bombero reconoció a esa categoría de gentes sencillas, a las que había acordado siempre trato preferente. De pronto, José sintió una emoción semejante a la vergüenza, por haber pertenecido a aquella clase de humanidad que saciaba su apetito espiritual con revistas ilustradas, sin preguntarse la razón por la cual la gente actuaba de una forma determinada, limitándose a cumplir unas consignas al pié de la letra. Jerónimo era la imagen reflejada de lo que hubiera sido el propio José de no haber entrado un día por casualidad en el Hotel de Extranjeros, desencadenando así toda la serie de acontecimientos que estaba viviendo.

Los dos se pusieron a examinar en el garaje las escalas para encontrar la apropiada a las necesidades del momento.
- Algunos de mis compañeros se encuentran en un incendio y otros de guardia, así que no podemos utilizar ningún coche. Tendremos que ir arrastrando de la escala con ruedas.
- No importa, el trayecto no es largo.
José empezaba ya a impacientarse.

Ayudó al bombero a sacar la escala a la calle y ambos iniciaron la marcha empujando.
- Puede usted sentarse en un escalón, con uno que empuje, basta - ofreció Jerónimo.
José se negó a ello, le parecía demasiado humillante para el bombero.
- Entonces, me permitirá que sea yo quien monte., con uno que empuje basta.

El bombero se abrió paso entre los barrotes de la escalera y una vez instalado dio orden a José de iniciar la marcha. El hombre se hallaba visiblemente colmado, como si aquel fuera el más grande homenaje que pudiera rendírsele y una vez en marcha, desplegó el cuaderno infantil y se puso a leer con avidez. Cuando algún noctámbulo retrasado se cruzaba con ellos, Jerónimo agitaba la revista a guisa de saludo, acompañando el gesto de gritos y onomatopeyas que traducían su júbilo interior.

José soportaba la prueba con la esperanza de que al final podría entrar en posesión de los títulos depositados en su maleta y con ellos en mano nunca volvería a vivir momentos tan humillantes como los que aquel inconsciente bombero le hacía sufrir.
Llegaron por fin ante la fachada trasera del Hotel de Extranjeros, donde se hallaba la ventana de la habitación de José.
- Aquí es - le dijo al bombero, señalándo la ventana.

Jerónimo empezó a accionar la escalera. Sin duda alguna el material llevaba tiempo fuera de servicio porque parecía que estuvieran estirando de la cola de un gato.
- ¿No podría Usted hacerlo con menos ruido - gritó José.
- ¿Que dice usted? - inquirió el bombero, llevándose la mano a la oreja a guisa de trompetilla.
- Vamos a despertar a todo el mundo - clamó José con todas sus fuerzas.
- Bueno - contestó el estoico Jerónimo.- Somos un servicio público y no pueden pedirnos responsabilidad. Ya volverán a dormirse.

Tal como había previsto, las ventanas del Hotel empezaron a abrirse y los clientes, con los codos apoyados en el alféizar, contemplaban divertidos la maniobra. José fue reconocido por sus antiguos compañeros de Hotel, quienes le señalaban con el dedo y le mandaban saludos amistosos para alentarle en su empresa.
“Menos mal que no tengo a nadie en contra” pensó José.
Otro de los motivos de satisfacción era que nadie se había asomado por la ventana de su habitación, prueba de que no estaba ocupaba, y la patrona no parecía haberse despertado con el ruido. A pesar del escándalo, el camino de su habitación estaba libre y una vez tuviese la maleta en sus manos, ya cuidaría él de que nadie se la arrebatase.

- Puede Usted subir - anunció el bombero.
Un silencio escandaloso presidió la ascensión, bajo las miradas curiosas de los clientes del hotel. José nunca hubiera imaginado que para defender sus títulos de nobleza se vería obligado a obrar de forma tan singular, más propia de un artista de circo que de un individuo de su alcurnia, pero ninguna consideración de orden estético iba a lograr detener su impulso. Con la vista fija en la altura y sin preocuparse del balanceo, cada vez mayor, de la escalera, alcanzó la ventana de su habitación, mientras los clientes del hotel, entusiasmados por la hazaña, aplaudían calurosamente.

La ventana estaba abierta y José no tuvo dificultad en penetrar en el interior. Buscó a tientas el conmutador de la luz. Todavía a oscuras se sobresaltó al oír un ruido que provenía de la zona donde estaba la cama. Al acercarse aumentó su ansiedad viendo la figura de un hombre en su cama. A pesar del susto inicial, pudo sobreponerse gracias a que los ronquidos le garantizaban que estaba dormido.

Pero la sorpresa no le hizo olvidar su objetivo. Pasó revista al cuarto, abrió el armario y buceó debajo de la cama, en vano. La maleta no estaba en la habitación.
Fue después de haberla inspeccionado totalmente cuando el durmiente inició el despertar. Miró a José parpadeando y frotándose los ojos, para quedarse sentado en la cama.

Hubo un momento de silencio, durante el cual ambos desconocidos se observaron. El ocupante de la habitación era un hombre de mediana edad, dotado de una barriga prominente y mal afeitado, aunque en sus ojos, un reflejo penetrante desvanecía su aparente vulgaridad.
- Usted debe de ser sin duda José - dijo con una voz tranquila, la cual no delataba ningún rencor por haberle interrumpido el sueño.
- Exacto. El ocupante de esta habitación - respondió con una mal reprimida agresividad, como invitándole a explicar la circunstancia que lo había llevado allí.

- Le sorprende encontrarme ocupando su antiguo aposento, ¿verdad?
- Si se tratara de mi antiguo aposento, no tendría por qué sorprenderme - devolvió José con sequedad.- Pero de acuerdo con el reglamento de este Hotel, esta habitación me pertenece hasta el mediodía de hoy, de modo que no le niego mi extrañeza ante el hecho de que las normas hayan sido quebrantadas por la patrona de forma tan manifiesta. Pero esto es lo de menos - encadenó José.- Lo que me interesa ahora es recuperar mi maleta. ¿Sabe donde se encuentran los objetos de mi pertenencia depositados en esta habitación?

En lugar de responder a la pregunta, el intruso se acomodó en la cama y iniciando un análisis de la cuestión, como si su profesión fuera la de abogado.
- Estoy al corriente de su problema y crea que todas mis simpatías están de su parte. Pero ante todo quiero que sepa que no ha habido violación del reglamento por parte de nadie, ya que no soy un cliente fortuito del hotel, sino un empleado del Sr. Barón, presidente de la compañía que explota el Hotel de Extranjeros.
El rostro de José cambió de súbito su expresión al saber que se encontraba frente a un funcionario y se sentó en la silla que había junto a la cama, la que utilizaba para colgar la ropa cada noche al desvestirse.

- Inicialmente - prosiguió el hombre - este edificio no fue destinado a Hotel, sino que estaba habilitado como residencia al servicio de los numerosos empleados de la Administración y de las dependencias particulares de Presidentes y Secretarios, que vivían en la periferia o en provincias. Cada vez que uno de esos trabajadores debía ir a la ciudad, pernoctaba aquí. Pero como esas visitas no eran frecuentes, la Residencia permanecía desocupada la mayor parte del año. Es por ello que el Consejo de Administración decidió convertirla en Hotel. Sin embargo, no estaba en el ánimo de los dirigentes perjudicar con esa medida a sus propios empleados, de forma que en el reglamento figuró una cláusula según la cual cuando el Hotel estuviera ocupado, si uno de los funcionarios pedía alojamiento, la gerente estaba en la obligación de albergarle, en detrimento, si era preciso, de uno de los clientes del Hotel.

El forastero hizo una pausa y comprobó que José se hallaba totalmente absorbido por el relato. La imagen que su mente hacía de la Sociedad iba aumentando en grandiosidad y esplendor a medida que iba enterándose de nuevos detalles sobre su imponente organización.
- Esta noche - prosiguió el forastero - me he visto obligado a hacer uso de esa prerrogativa. El Hotel está completo y la gerente me ha dado esta habitación porque, debido a sus circunstancias particulares, a usted es a quien menos injustamente perjudicaba con esa medida. Espero que esa explicación le será suficiente para comprenderlo todo - terminó el forastero.

- Si, comprendo que he sido víctima de las circunstancias - reflexionó José.- Si usted no hubiese ocupado mi habitación, seguramente hubiera encontrado mi maleta aquí y ahora sería poseedor de todos mis títulos. En cambio ahora debe hallarse ya en el sótano, en el cementerio de maletas perdidas - repuso, acordándose de la expresión del camarero.

El forastero le dirigió una mirada y una sonrisa casi fraternal al ver la desesperación escrita en su sembante.
- Yo no quiero en ningún modo perjudicarle, sino al contrario. El hecho de que haya ido a parar a esa habitación me hace partícipe de su destino y quiero entrar en él defendiendo sus intereses y no perturbándolos. Así pues, mire lo que le propongo: Usted se queda aquí y comparte la cama conmigo. Mañana tengo que cobrar la prima de un seguro por la muerte de mi padre, a cuyo objeto me he desplazado a la ciudad. Usted me acompaña y yo le doy el dinero que le hace falta para pagar el Hotel. Ya me lo devolverá cuando haya hecho valer sus títulos. Viene a liquidar antes del mediodía y recupera así la maleta.

Al escuchar esas palabras, un mar de emociones invadieron el corazón de José, sin que acertase a expresar su reconocimiento.
- Lo que acaba de decir, significa tanto para mi... - titubeó.- Yo le prometo que le haré compartir mi nobleza en cuanto triunfe definitivamente.
El forastero sonrió sin responder a este ofrecimiento concreto.
- Ahora tratemos de dormir un poco. Ah, mi nombre es Tuliferio - añadió.

Se estrecharon la mano y José entró en las sábanas. Nunca había experimentado una mayor sensación de felicidad.
En el exterior, había cesado el ruido infernal de la escalera y Jerónimo ya se la estaba llevando. La quietud, el silencio y la paz se apoderaron de nuevo de la noche.
Kabaleb

La Maleta 12 ¿y la casa?

CAPÍTULO VII

Pasaron unos días sin que José tomara una determinación. Hubiera deseado un consejo, una ayuda, pero si bien todo el mundo estaba dispuesto a aconsejarle de cocinas para adentro, en lo tocante al Sr. Barón, la prudencia era de rigor.
Por otra parte, las circunstancias parecían confabularse para decidirlo a quedarse. Sus ayudantes daban un rendimiento inesperado, de tal modo que al cocinero le era dificilísimo encontrar pretextos para maltratar a José. En un mundo donde todos andaban a porrazo limpio, José era una excepción. En su mostrador, el ejemplo había cundido y ya casi nadie se pegaba. José era venerado y querido tanto por sus ayudantes como por sus superiores y al azar de los mostradores, su nombre era a menudo citado en ejemplo...
Este éxito, que a otros hubiera halagado, era para él motivo de temor. Temía crearse lazos, afecciones, que inevitablemente harían interferencia en su deseo de buscar la maleta.
Desde el día en que fuera desposeído de sus títulos, José solo había querido a las gentes que podían ayudarle en el camino de la recuperación. Con ellos había realizado una parte de la marcha, para abandonarlos después en las encrucijadas, siempre con proa firme hacia su meta. Si ahora empezaba a amar a gentes que no marchaban al ritmo de él, ya podía ir cambiando de ideales, porque no llegaría jamás.
Sin embargo, José se había humanizado enormemente en el transcurso de su cruzada y pensaba que no dejaba de ser hermoso sacrificar un tiempo a sus camaradas de empresa. Pero, ¿qué decirles, qué aportarles que no tuvieran ya? ¿Acaso no sería mas bello que siguiera adelante, para regresar después pidiéndoles informar de lo que había visto y aprendido mas allá de las dependencias, en los terrenos inexplorados que se extendían hacia el oeste?
Una madrugada, al despertar, se encontró madurada su decisión. Se levantó con sigilo para no despertar a sus ayudantes que dormían en el suelo y abandono la habitación de puntillas.
A pesar de la discreción, el más joven de sus asistentes apercibió la fuga y lanzose en persecución de su jefe.
José se hallaba ya en pleno campo cuando su subordinado lo alcanzó.
- Te he visto salir y vengo a pedirte que no nos abandones - le dijo agarrándose a su brazo con decisión.
- No es mi propósito abandonaros, muchacho - aseguró José con ternura.- Pretendo tan solo llegar a aquella cumbre - añadió señalándola.- Probablemente antes del mediodía estaré de regreso en la dependencia.
- No - negó el ayudante con resolución.- Si alcanzas la cumbre, sabemos que ya no volverás.
El joven servidor continuaba expresándose en nombre de los demás ayudantes.
- ¿Por qué dices eso, muchacho? inquirió José con cierta intranquilidad.
- Un compañero nos lo ha dicho - explicó sin dejar de sujetarlo.- Un día su jefe partió hacia la cumbre y no han vuelto a verle mas. Algo muy malo debe ocurrir en esa cumbre.
José no pudo menos que sonreír al darse cuenta de que el muchacho pretendía protegerle de una desgracia.
- Óyeme, chico... ¿Cómo te llamas?
- Silfo, señor
- Escúchame Silfo... - José se interrumpió al reflexionar sobre el hecho de que había sido por unos días el jefe de aquel muchacho sin conocer siquiera su nombre, y una oleada de gratitud le invadió al pensar que debía a Silfo y a sus tres compañeros el haber obtenido el puesto de jefe de compras, que le daba mando y honor en las dependencias.
- Escúchame - repitió José acariciando los cabellos de su servidor.- Si el jefe de tu amigo no se le ha vuelto a ver, no es porque le haya sucedido nada malo, sino algo muy bueno...
El muchacho pareció desconcertado.
- Este es el camino que conduce a la mansión del señor que servimos - prosiguió el noble.- Nada malo puede ocurrir siguiendo esta ruta.
- ¿Por qué no ha vuelto pues el jefe de nuestro amigo? - interrogó Silfo.- ¿Acaso el Sr. Barón no permite que los servidores que van a visitarle regresen a su punto de partida?
- Es seguro que el Sr. Barón desea aproximarse de sus servidores tanto como nosotros deseamos acercarnos a él. Tener las dependencias tan alejadas no debe ser nada cómodo. Pero los reglamentos, que en otro tiempo han tenido sin duda su utilidad, nos paralizan ahora y nos impiden llevar a cabo la acción necesaria para ese acercamiento.
Silfo continuaba agarrándole del brazo, sin comprender muy bien los móviles de su jefe.
- Mira, Silfo - prosiguió José.- Asuntos personales me empujan hacia la Residencia del Sr. Barón, pero puedes estar seguro que el ayudaros es también una preocupación personal. Cuanto mas cerca esté de nuestro señor, mas eficaz ayuda podré prestaros. Regresa a las dependencias y diles a tus amigos esto que te he dicho. Si no regreso, es que habré encontrado la casa del Sr. Barón y allí estaré laborando para el bien de todos.
Silfo pareció comprender.
- Rogaremos a ti todas las noches para que no nos olvides - dijo.
- Lo creado, creado está. Aquella noche en la muralla exterior contraje con vosotros una deuda y no me iré de este mundo sin pagarla.
Silfo lo dejó partir. José le acarició el cabello y el muchacho lo miró rígidamente para contener el llanto.
Pronto la exuberancia de las cosechas cortó todo contacto visual entre el noble y su ayudante.
José tenía conciencia de haber emprendido un camino largo y difícil. La principal dificultad consistía en la exasperación, la irritabilidad, que acababan por dominar el ánimo al venir obligado a seguir caminos tortuosos, avanzando en líneas quebradizas, que hacían dificultosa la progresión.
El hombre tuvo ciertamente la idea de avanzar a campo a través sin preocuparse de estropear los sembrados. Sin duda esa idea volvería a él en el curso del camino, cuando las dificultades arreciaran. José sabía que debía combatirla con todas sus fuerzas. Bastantes contratiempos había sufrido a causa de su habilidad en resolver las situaciones para que continuara haciendo uso de las facilidades. Aquel camino, por momentos inusualmente estrecho, adquiría en su espíritu proporciones de ley y los campos sembrados eran el hacho terreno de las infracciones. Bien pudiera ser que nada le ocurriera si marchase por los cultivos, pero si surgía de improviso el servidor-responsable y elevaba un proceso verbal, ¿cómo presentarse luego ante le Sr. Barón con peticiones si era acusado de andar sin miramientos sobre sus sembrados, con menosprecio del camino? No, por grande que fuera la tentación, por inmensas que fueran las posibilidades de impunidad, José se mantendría en el camino. Además, si pisaba los sembrados, sus huellas serían registradas, sin lugar a dudas, por los radares de la Agencia.
Al cabo de varias horas de marcha, José se echó al borde del sendero para descansar. Se encontraba ahora en un desnivel, entre dos campos elevados que cubrían por completo la línea del horizonte. Imposible saber si estaba cerca o lejos de la cumbre.
El hombre apercibiose de su excelente estado de ánimo. Tumbado en la cuneta, oyendo el transcurrir de un riachuelo que daba frescura al paisaje, experimentaba una agradable sensación de libertad y sentía trepar a su garganta canciones de su infancia, que le recordaban los campos fecundos de su país. No tenía prisa y durante un momento entretuvo su pensamiento proyectado en su antigua vida familiar y le pareció que un nuevo ser había nacido en él con la madurez y el advenimiento en el mundo de los problemas sociales.
Saciado de recuerdos silvestres, José prosiguió la marcha. Había cambiado tan frecuentemente de dirección, los caminos emprendidos eran de tal modo sinuosos, que le resultaba ya muy difícil determinar si la dirección seguida era buena o mala. De vez en cuando aparecía ante sus ojos la línea de la cumbre, pero la distancia que lo separaba de ella no le permitía apreciar con precisión se aproximaba o no.
Sin embargo, su sorpresa fue total cuando se encontró, tras horas de marcha, a pocos metros del lugar donde tuviera la conversación con su servidor Silfo. Imperceptiblemente había girado en redondo, hasta alcanzar el punto de partida. ¿Qué hacer? El sol se hallaba casi en el cenit. El mediodía debía estar próximo. El calor y el apetito le aconsejaban fuertemente regresar a las dependencias y dejar la empresa para otro día.
- Otro día es el fracaso - se dijo José.- Y no solamente el mío personal, sino el que pueda procrear mi ejemplo. Si regreso a las dependencias, mi fallo servirá para reforzar la teoría de los inmovilistas y para cortar las alas a los que, como Nico, desean volar. Es preciso que recomience de nuevo. Primero andaré a través de los campos antes que volver hacia atrás.
Sostenido por la fuerza de ese razonamiento, José emprendió un nuevo camino. Lo que debía hacer era estar atento a las orientaciones del camino, en lugar de dejarse conducir con la mente ocupada en la evocación el pasado.
La peregrinación a través de los campos recomenzó, agravada por el calor, la fatiga y el hambre, que surgía del fondo del estómago, amenazador. Afortunadamente, no era la primera vez que José tenía tratos con el hambre y sabía que desaparecería pasada la hora habitual de la comida. Por largo que fuera el camino, por la noche habría dado ya con la Residencia o bien su inexistencia quedaría demostrada. Se trataba tan solo de resistir media jornada de esfuerzo intenso y descansar después.
Este era el pensamiento de José, pero una vez mas sus previsiones pecaron de optimistas. Un primer fracaso no debía significar automáticamente que le segundo intento triunfara y así, a lo largo de la tarde, el noble anduvo bordeando los campos sin que lograra aproximarse de forma sensible de la cumbre de la prominencia.
Desesperaba ya de alcanzarla, cuando hacia la puesta del sol dio con un camino que apuntaba directo hacia la cima. Con energía hecha de esperanza, el peregrino emprendió el sendero. Esta vez no debía salir defraudado. Cuando el crepúsculo apareció en el horizonte este, José llegaba a la altura que dominaba los campos.
Una explanada inmensa se extendía ante sus ojos. La reverberación solar le indicaba la dirección oeste, donde debía encontrarse emplazada la Residencia. José proyectó su mirada hacia aquel horizonte. No se distinguía otra cosa que campos de diferentes colores, decorados con un sentido exquisito del arte.
Pero, confundida con la luz gris del horizonte, se alzaba una arboleda. Árboles gigantes, de generosa exuberancia, cambiaban radicalmente el tono del paisaje. Lo primero que se le ocurrió a José fue que aquellos árboles no habían crecido espontáneamente. Su disposición en cuadro no permitía equivocarse. Habían sido plantados con algún fin. Eran demasiado altos por ser árboles frutales. No. Los árboles estaban allí para hacer sombra, no había duda, y, en aquel lugar, ¿a qué otra cosa podía hacer sombra que no fuera la Residencia?
Aquella constatación, llevada a cabo con una lógica implacable, decepcionó a José. Era preciso confesarlo, se había forjado la idea de que la Residencia no existía y le decepcionaba tener que admitir de nuevo su realidad.
Entonces las observaciones de Nico resultaban falsas. Los cocineros, lavaplatos y equipos de compras, realizaban un trabajo útil... Las comisiones eran auténticas... ¿Qué hacer? ¿Cómo presentarse al Sr. Barón diciéndole que lo único que le había atraído a su servicio era el deseo de recuperar la maleta y no de servir?
Entre esas dudas, José hizo nuevas constataciones que le confirmaron la existencia de la Residencia. En efecto, a lo lejos, en dirección sur, se encontraba el campo de aviación, de donde despegaban constantemente los aviones dedicados a las compras. Aquel debía ser el puerto de llegada a la Residencia. Allí debían desembarcar las comisiones.
José se sentó en aquella cima para reflexionar. Si regresaba a las dependencias, ¿qué podría decirles a sus compañeros? ¿Qué había visto unos árboles y el campo de aviación? Imaginaba la cara de decepción que pondrían todos al escucharle. No. Era preciso seguir y aportarles en todo caso datos concretos sobre la existencia de la Residencia, su organización, sus reglamentos interiores, lo que piensan y dicen los servidores del interior.
Tomada la decisión de seguir adelante, José hizo un descubrimiento que lo llenó de júbilo. Ocupado en explorar el horizonte, le había pasado desapercibida la existencia de un camino, casi una carretera, que avanzaba en línea recta hacia el lugar en que se encontraban los árboles, cruzando la campiña de este a oeste. Su meta se veía lejana, pero aquel camino le permitía no perderse. Comería cualquier hortaliza y caminaría de noche, eliminando así la fatiga del calor. ¡Un camino! ¡Era para volverse loco de júbilo! ¡Un camino!
Así la noche fue cayendo sobre el dominio del Sr. Barón. Toda actividad ceso en el campo de aviación próximo y solo José continuaba despierto, en el camino, lanzado hacia su objetivo grandioso. Pronto la noche cubrió todo con sus sombras y sus sonoridades y empezó su vida un mundo que el noble José había hasta entonces ignorado.
Lechuzas y búhos iniciaron su cósmica serenata, instrumentada con el pioteo de los pájaros nocturnos, las ranas, los grillos y las cucarachas. Hubo un momento en que los alaridos en dos tiempos de los búhos, le parecía al peregrino que clamaban tétricamente Jo - sé, Jo - sé y que todo un universo de búhos diseminado por el espacio respondía Jo - sé, Jo - sé. Luego las ranas y los grillos y los tábanos repetían en distintas voces Jo-sé, Jo - sé, Jo - sé, Jo - sé, Jo - sé, Jo - sé.
José andaba imperturbable por la carretera desierta, sin conciencia del tiempo ni de la fatiga. Sin darse cuenta, imitaba los distintos cantos de las aves nocturnas y, sincronizado con el ritmo de sus pasos iba repitiendo Jo - sé, Jo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé. Obsesionado por aquel ritmo monótono, por su nombre extrañamente repetido, por la noche, por la soledad, el noble sintió que su personalidad se transmutaba en la de un búho y allí en el campo, con los demás búhos, ejecutaba una danza ritual al compás de una música, cuyas palabras repetían hasta lo inverosímil Joo - sé, Joo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé... Desde su altura de búho, José vio dos piernas que avanzaban resueltas por la carretera. Dos piernas que andaban a un paso militar, imperturbables, fatales, sin que nada ni nadie pudiera detenerlas. Y todo el paisaje a coro: los árboles, las piedras, los cepos, el trigo en rama, atronaban el espacio clamando: Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé... y sus ecos se perdían en los confines del mundo, en el limite del universo, en las puertas del caos.
Cuando la conciencia volvió a centrarse en el cuerpo en marcha de José, le habría sido imposible al noble calcular el tiempo transcurrido. La capa de oscuridad que cubría el cielo parecía tenue, síntoma de un no lejano amanecer.
De pronto, un peso enorme se había cernido sobre su cuerpo. Sus músculos parecían de plomo y sus piernas eran incapaces de soportar la densidad del cuerpo. José salió de la carretera y se dejó caer sobre un campo de trigo espigado. Nunca cama le pareciera más mullida que la ofrecida por aquellas espigas. Nunca sueño le pareciera más maravilloso, más excelso y reparador.
Si largo y sostenido fue su esfuerzo de la víspera, extenso y profundo fue también su sueño. Se le despertó el hambre, que surgía ahora avasallador. Antes de formular pensamiento alguno, todo su cuerpo lanzose en busca de alimento. Las espigas de trigo que le sirvieron de cuna saciaron esta nueva necesidad. Los granos el trigo descubrieron a su paladar un sabor exquisito y pocas espigas bastaron para darle la sensación precisa de plenitud interior.
Solo entonces José pudo volver a pensar. En su espíritu había conservado la impresión de haber andado mucho la víspera, tanto que temió por un momento haber sobrepasado la Residencia sin darse cuenta de ello. Lo primero que cabía hacer era orientarse.
José se levantó para reconocer el terreno. El núcleo de árboles había desaparecido de su alcance visual. Sin embargo, esa constatación no era alarmante, puesto que los árboles habían sido observados desde una prominencia. Nada extraño que al descender en terreno llano el campo visual se viera sensiblemente reducido. Pero José hizo otra constatación mucho más desconcertante. Por la altura del sol, debían ser las cuatro o las cinco de la tarde y el astro se encontraba mucho más al sur del puesto teórico en que debía hallarse si José hubiese seguido el camino Este-Oeste. Después de unos minutos de reflexión, José concluyó que, o bien el sol se había desviado de su ruta habitual, lo cual era poco probable, o él había seguido un camino orientado hacia el norte.
- Entonces la carretera seguida no era recta - se dijo.- Y no obstante lo parecía... Y si no conduce a la Residencia, ¿dónde demonios puede conducir?
La solución de este problema era lo de menos. Lo cierto era que si la Residencia se encontraba al Oeste de las dependencias en que había laborado, era preciso buscarla al sur de aquel lugar.
- ¡Como he podido ser tan imbécil! - Se increpó José.- La experiencia adquirida en esta empresa debía haberme hecho comprender que la Residencia no podía encontrarse jamás al final de un camino recto. como pude cometer la ingenuidad de creer que un camino fácil y recto me llevaría a un lugar que valiera la pena? Imbécil! Imbécil!.
José sentía deseos de abofetearse.
Emprendió de nuevo el camino que bordeaba dos campos de cultivos distintos y trató de orientarse ligeramente hacia el sur. La empresa era difícil, ignorando donde se encontraba la meta, pero no tenia mas alternativa que intentarlo.
La noche le sorprendió de nuevo entre aquellos corredores de circunstancias. Imposible seguir adelante sin llevar una dirección definida. De obstinarse en ello corría el riesgo de pasar la noche dando vueltas en torno al mismo punto.
José se tumbo en el campo e intentó dormir. Pero su anterior sueño había sido demasiado reparador para que una nueva dormida fuera materialmente posible. Quiso distraerse pensando en su pasado, en su futuro, cuando hubiera recuperado sus títulos de nobleza, pero la noche se revelaba desesperadamente larga en relación con lo veloces que transcurrian sus pensamientos. Además, todo su cuerpo se llenaba de un hormigueo extraño, que le obligaba a cambiar de posición constantemente. Los mosquitos le picaban y sus huesos le dolían. Aquella noche fue la peor de su vida, dándole ocasión de apreciar los horrores de la inactividad, de la desocupación, de la carencia de objetivos vitales.
Lo peor fue que al amanecer, cuando era tiempo de levantarse y obrar, sintió que el sueño se apoderaba de su cuerpo, imposibilitandole de luchar contra esa sensación invasora.
Pero al filo del mediodía despertó. El calor era insoportable y José se veía obligado a detenerse con frecuencia para refrescarse la cabeza en el agua de la acequia que circundaba el campo.
No llevaría media hora de marcha, cuando llegó a un punto en que el terreno iniciaba un ligero declive. La visión que se le ofreció llenó su espíritu de paz. En efecto, no lejos de aquel lugar se encontraba la arboleda que vislumbrara unos días antes.
El ramaje de los árboles no permitía discernir lo que se ocultaba detrás, pero la sola frondosidad de aquel lugar, en medio de un campo abrasado por el sol, era una promesa de las mas bellas realizaciones.
- Gracias a Dios mi esfuerzo no ha sido vano - clamó José.- Un empujón mas y estaré en la Residencia del Sr. Barón.
El arbolado se hallaba a una media hora de marcha en línea recta, calculó José, pero siguiendo el camino sinuoso de los campos, tardaría mas en alcanzarlo. Sea lo que fuere, aquellos árboles, por su altura y su proximidad, era ya imposible perderlos de vista y constituirian para él una guía segura.
No obstante, el noble exilado no había llegado aún al final de todas sus calamidades y tras el calor intenso sufrido, la naturaleza quiso obsequiarle con el polo contrario. El cielo se cubrió rápidamente de nubarrones, que no tardaron en dejar caer una espesa cortina de agua. Pocos minutos bastaron para transformar los campos y el propio José en un inmenso charco.
Imposible protegerse de aquel diluvio. El telón de agua era tan espeso, que nada se veía a dos metros de distancia, e modo que la arboleda había desaparecido enteramente de su campo visual.
José, en mitad del torrente, no podía menos que maldecir su suerte. Precisamente ahora que se hallaba en el umbral de la Residencia, debía verse envuelto en semejante percance. Como presentarse ante el Sr. Barón en aquellas condiciones físicas? Su ropa olía el mojado y la suciedad, y se estaba calando de tal modo que tardaría varios días en secarse.
Esos elementos no tenían la virtud de hacer disminuir el aguacero. Ya no era agua sino piedras lo que caía, con tal fuerza, que José llegó a temer por su vida. En vano intentaba protegerse con el chaleco por encima de su cabeza; las piedras no cesaban de aumentar de tamaño y parecían hallar en el cuerpo de José su campo de atracción natural.
La tempestad se desencadenó por fin con todo su esplendor. Los relámpagos cortaban magistralmente el telón de agua y los truenos aportaban su nota de caos y renovación. fue allí donde José se descubrió talentos de pararrayos. Pasados los primeros instantes de indecisión, los rayos mostraron su preferencia por la figura del peregrino, yendo a describir sus curvas de fuego a pocos centímetros de su piel. El noble se echaba al suelo, tal como aprendiera a hacerlo en el campo de batalla, librando él solo contra el cosmos el mas terrible y desigual de los combates.
Pronto el barro formó en él una segunda piel, modelandolo. Cuando, pasada la angustia del combate, José pudo contemplarse en aquel estado, se dijo que solo faltaba el Dios que le diera el soplo para que la historia de Adán se repitiera.
La tormenta cedió poco a poco y el cielo acabó por mostrar una mas limpia transparencia. Los elementos reencontraron su equilibrio cuando el sol había descendido ya de la línea del horizonte. Poco tiempo le quedaba a José para proseguir su peregrinación, pero poco tiempo le era preciso para dar cima a su propósito.
En efecto, ante él, mas exuberantes y lujuriosos que nunca, después de la lluvia, se hallaban los árboles que ejercían sombra en la Residencia. José olvidó su mojadura y sus penas, extasiado en la visión serena de los árboles, majestuosos, insensibles a todas las contingencias humanas.
- Por fin he llegado! - clamó José conteniendo su júbilo.- Ya nunca mas tendré que sufrir las calamidades pasadas. La hora de entrar en posesión de mis títulos esta próxima.
Luego, reflexionando sobre sus pasados excesos de optimismo, corrigió.
- Bueno, está mas cerca que no estaba cuando servía en las dependencias.
Avanzó por el fango con grandes dificultades. Sus zapatos se hundían en el barro y cada paso exigía un esfuerzo. Con las primeras sombras de la noche, José alcanzó la arboleda. Su peregrinación había durado tres días. Parecía inimaginable que tres días de marcha a pié separarán la Residencia del Sr. Barón de las cocinas donde se elaboraban los menús.
El noble se adentró en el follaje. Pronto se dio cuenta de que, mas que una arboleda, aquello era una verdadera selva inexplorada. Debía darse prisa en encontrar el camino del edificio antes de que la noche lo sorprendiera, ya que le sería imposible dormir con la doble humedad de la tierra y de su propia piel.
Atravesó los primeros arbustos con energía de explorador, pero cuando mas avanzaba mas inextrincable y tupida parecía la selva. La luz del día disminuía progresivamente y una oleada de sudor frío invadió a José, al tiempo que una terrible duda: Y si los árboles hubiesen sido plantados para atraer la lluvia y no para dar sombra a la Residencia? Sabido era de todos los familiarizados con los problemas agrícolas, que los árboles atraían la lluvia, indispensable para la fecundidad de las cosechas. En la campiña del Sr Barón los árboles escaseaban y bien pudiera ser que se hubiese establecido un cuadro de selva en el centro de aquella inmensa planicie, en vistas al regadío.
Si se había equivocado, una cosa era cierta: que aquel sería el último error de su vida. José no se sentía con fuerzas para avanzar un paso mas y si allí no estaba la Residencia, sus huesos servirían de abono a los campos solitarios del intangible señor Barón.
Apenas formulado ese juicio pesimista, la naturaleza, como si pretendiera dar alientos a José, disminuyó su follaje y ofreciole una suerte de camino silvestre que lo condujo a un claro del bosque, un cuadrado suficientemente grande para contener una casa.
El noble comprendió que aquel era el centro de la arboleda. Si allí no estaba la Residencia, era inútil buscarla por otro lado y , ciertamente, allí no estaba.
Sin embargo, aproximándose mas hacia el centro, José apercibiose que en el suelo surgían los cimientos de una casa en edificación. El musgo y la hierba recubrían casi por completo las paredes salientes, prueba de que la obra había sido abandonada hacía mucho tiempo.
Entregado a esas constataciones, no se dio cuenta de que un hombre, portador de una linterna, ascendía por una escalera provinente del sótano.
- Quién va por aquí? Ah del peregrino! - exclamó.
José volvióse hacia el lugar en que había sonado la voz. Era un vagabundo el que se hallaba frente a él, iluminando su rostro con la linterna. Sus andrajos y su barba mal pulida lo clasificaban como tipo social.
- Qué buscas por aquí a estas horas? - inquirió el extraño.
- Iba buscando la Residencia del Sr. Barón - respondió José.
El vagabundo lo enfocó de pies a cabeza con su linterna y dijo:
- Entonces has llegado a tu destino. Aquí es la Residencia.
Y como viera que José escrutara los alrededores con incredulidad, añadió:
- O mas bien aquí será - y con un gesto señaló el lugar en que se encontraban.
Al ver que el recién llegado no salía de su perplejidad, el vagabundo inquirió:
- Te has mojado, eh?
- Si - asintió el noble en plena confusión.
- Tu debes ser José, no?
Esta pregunta acabo de desconcertar al peregrino.
- Como sabes mi nombre? - inquirió a su vez.
- Está en la lista que me trajo hace ya tiempo e correo de la Agencia - respondió el vagabundo con naturalidad.
- Entonces en la Agencia ya sabían que emprendería el camino - quiso hacerse precisar José.
- Claro. La Agencia se ocupa precisamente de ese género de cuestiones - aclaró el extraño.
José se indignó al sentirse de nuevo juguete de las gentes de aquella empresa que obraban de modo tan singular; con tanto menosprecio de la personalidad.
- Y tu quién eres? - demandó al extraño, casi agresivamente.
- Me llaman el conserje Tiba - informó el vagabundo.- Pero en realidad no soy conserje de nada y estoy aquí porque me place. Tengo carnet de la Agencia autorizandome.
Se interrumpió de pronto, sin duda al darse cuenta de que lo que iba a contar era demasiado largo, y con cierta amabilidad en el tono ofreció:
- Por qué no entramos para hablar mas cómodamente? En el sótano podré responderte cuantas preguntas quieras hacerme.
José déjose convencer. Comprendía que aquel hombre no tenía la culpa de sus desgracias y se arrepintió de haberse dirigido a él duramente, tomándolo como instrumento de su mal humor.
El sótano estaba compuesto de varias habitaciones, algunas enteramente terminadas y otras sin asfaltar. En una de ellas Tiba había edificado su morada, precisamente en el departamento en que se hallaba la caldera de calefacción.
- Siéntate aquí - ofreció Tiba, señalando su camastro.- Encenderé fuego para secar tus ropas. Quitatelas entretanto y ponte lo que encuentres por ahí.
José obedeció sin replicar.
- Bueno, espero a que me preguntes algo - prosiguió el vagabundo al cabo de un rato de silencio, mientras partía leña para la estufa.- A fuerza de responder a las mismas preguntas, me sé la lección como un cicerone.
- Estoy desconcertado - confesó José, reposando en su cama.- No sé por donde empezar, ni si vale la pena buscar la respuesta. He llegado hasta aquí porque estaba persuadido de la inexistencia de la mansión del Sr. Barón. Ese convencimiento me llegó por vías de la razón y de la lógica mas objetiva. En consecuencia, me puse en camino y de lo alto de la explanada divisé la arboleda y el campo de aviación próximo. Por deducción lógica reconocí que los árboles no habían crecido espontaneamente, sino que habían sido plantados. Inmediatamente me pregunté que con qué objeto? No cabía otra respuesta: dar sombra a la Residencia del Sr. Barón. Llego aquí, tras infinitas penalidades, para encontrarme solo con los cimientos.
El tono con que fueron pronunciadas las últimas palabras traducían el desaliento de José.
- Poco mas o menos las mismas palabras he oído de boca de todos los peregrinos - replicó Tiba con filosofía.- El error consiste en juzgar la existencia de las cosas en función de nuestra propia existencia, o simplemente de la labor que ocupa nuestras horas. Cuando empezais a servir en las dependencias, os decís: Puesto que elaboramos diariamente los mas exquisitos manjares, puesto que se consume una fortuna en prepararlos, es lógico que paladares muy delicados los gusten. La existencia del Sr. Barón, su existencia aquí, en lo inmediato quiero decir, no se pone en duda porque él es la fuerza que centraliza todas esas comisiones que diariamente se anuncian por los micrófonos.
Tiba hizo una pausa para encender la caldera y prosiguió:
- Luego, al constatar que la cita tan esperada con el Sr. Barón no viene nunca, al ver que la gente se muere y desaparece sin ser llamada, se empieza a dudar de la proximidad del Sr. Barón y de la existencia de la Residencia. La lógica se desplaza de lo general a lo particular; ya no se tiene en cuenta el hecho de que miles de individuos trabajen para un patrón; lo importante es que no se nos manifiesta. La razón trabaja para crear una lógica y todos los detalles le sirven para forjarse esa creencia. Viene así el momento de la partida. Se abandonan las dependencias con la seguridad de que la Residencia no existe, y sin embargo, cuantas cosas arreglaría su existencia! El deseo sobconsciente de que la Residencia esté ahí, hace que la simple visión de unos árboles rodeados de tierra de cultivo, sirva para convencernos de nuevo de que todo ha sido un mal entendido, un momento de duda y de que la meta está próxima.
José escuchaba sin despegar los labios.
- Ah! Si pudiéramos romper esa lógica materialista que quiere que un acto sea necesariamente el complemento de otro acto, que si yo hago comida es, fatalmente, para que tú te la comas... Si pudiéramos romper esa lógica, cuantos errores se evitarían! - exclamose Tiba.
Al observar que José iniciaba un gesto de protesta, el vagabundo se precipitó a decir:
- Ya sé, ya sé que en un cierto mundo esa es moneda corriente y normal y que la costumbre ha dado a ese estado de cosas categoría de ley. Pero en la Sociedad que preside el Sr. Barón la mecánica de los actos es otra. Algunos han comprendido hasta cierto punto esta nueva orientación y se dicen: Si estamos en las cocinas es para perfeccionarnos y hacernos aptos para servir realmente al Sr. Barón. Los que así piensan no ponen en duda la existencia de la Residencia. Creen solamente que aún no sirven, pero que un día lo harán realmente como cocineros, lavaplatos o encargados de compras, por supuesto. LO que escapa a su comprensión es que esa perfección es menos física que caractereológica. Se trata, sobretodo, de adquirir un dominio sobre si mismo. A los individuos así preparados la Sociedad puede emplearlos después como motoristas, agentes de difusión, secretarios generales, inspectores o vete a saber. La experiencia de una profesión se adquiere rápidamente; lo importante, lo difícil, es adquirir un dominio sobre si mismo y para conquistarlo, que se emplee una cocina o un taller de mecánica, es puro detalle de sistema y no tiene nada que ver con el fin perseguido.
José escuchó sin decir palabra la exposición teórica de Tiba. Era un punto de vista interesante, pero situado en aquel terreno movedizo, tenia la misma consistencia que cien mil otros puntos de vista.
- Comprendo que debe ser así - asintió el noble.- Pero la realidad no desmiente totalmente la lógica de mis deducciones. La arboleda me ha llevado a concluir que la Residencia existía y ello es falso solo en parte, ya que aquí se encuentran sus sótanos y sus cimientos. Si la obra ha sido empezada, es forzoso creer que un día se terminará, o es que todo este trabajo ha sido hecho exclusivamente para atraer a los peregrinos?
- Otra vez caes en el error de creer que el mundo entero ha sido hecho para tí - sonrió Tiba.- Llevas poco tiempo al servicio de esta gran empresa para darte cuenta de sus características esenciales. A medida que la vayas conociendo, te apercibiras de que todo está por terminar. Unas obras están mas adelantadas que otras, pero pocas o ninguna se encuentran definitivamente rematadas. Es natural que sea así, si tenemos en cuenta que la Sociedad se halla en período de expansión. Todo sigue pues un ritmo general desprovisto de intenciones particulares. Un día, las distintas empresas controladas por la Sociedad alcanzarán su perfección, formando en conjunto un todo coherente, que se justificará a los ojos de la lógica y de la razón y al propio tiempo servirá a un fin superior, para un mas lato desarrollo de la empresa. En la actual etapa, es comprensible que ese estado de imperfección parezca a veces caótico, sobre todo teniendo en cuenta que en el lenguaje administrativo se habla siempre de la obra refiriéndola a los planos, es decir, como si ya estuviera terminada, cuando en la práctica no hace, por así decirlo, mas que empezar.
Mientras José reflexionaba, Tiba, que ya había extendido junto a la caldera la ropa mojada, empezaba a preparar la cena.
- He aquí un ejemplo de la organización de los servicios en la futura casa del Sr. Barón - observó el vagabundo.- En este sótano figura una dependencia destinada a almacén de provisiones. Pues bien, la sección de aprovisionamiento deposita regularmente la mercancía como si la Residencia estuviera terminada ya y como si se consumieran las cantidades previstas. El resultado es que como no consume nadie mas que yo, me veo obligado a echar fuera todos los días la mercancía podrida.
- Pero, y el responsable del aprovisionamiento, no se da cuenta de la incongruencia? - exclamó José.
- Para él es de una lógica aplastante. Muchas veces se lo he reprochado y siempre me contesta sibilinamente que primero fue el órgano que la función y no, como se cree comunmente, la función precede el órgano.
- Y qué quiere decir? - preguntó José.
- Vete a saber. Seguramente piensa que a fuerza de pudrirse mercancía, el equipo de albañiles acabará por decidir la edificación de la Residencia. Y no va desencaminado, ya que a menudo son esos detalles oscuros los promotores de las grandes realizaciones, son como un complemento material indispensable a toda idea para que fecunde y fructifique.
- Así, puede que la Residencia se edifique, no con el fin de que viva en ella el Sr. Barón, sino para evitar que las patatas sigan pudriendose! - arguyó José.
- Esto es. O, dicho de otro modo, las patatas podridas serán las que decidan al Sr. Barón a instalarse en su Residencia.
La comida, rociada de buen vino, transcurrió en un clima casi familiar.
- Y tú, vives aquí siempre, Tiba? - acabó por preguntar José.
En efecto, ocupado en filosofar sobre el trabajo, el vagabundo no había referido nada de su vida.
- Yo fui en otro tiempo cocinero en las dependencias este - dijo el viejo con melancolía.- Un día también partí a campo a través como has hecho tú, en busca de la Residencia,. Llegué agotado y hambriento a estos sótanos y el depósito de mercancías me salvó, entonces la vida. Tras unos días de descanso proseguí el camino y alcancé, como tú alcanzarás ahora, las dependencias del ala oeste.
José redobló su atención al oir que Tiba se refería al camino que le faltaba recorrer.
- Claro, debía encontrarme esas dependencias - reflexionó, - no había caído en ello...
- Allí me dieron un traje nuevo - prosiguió el vagabundo - y tras unos días de auténtico descanso, días inolvidables de felicidad, fuí enviado a trabajar a la Agencia.
Al llegar a este punto, Tiba vaciló, como si le diera de improviso un ataque de vértigo.
- Sería inútil que te dijera lo que allí ocurre - siguió con voz cansada.- Trabajar en la Agencia es una experiencia que nos se olvida. Hay que ver para creer...
Tiba se calló, inmovilizando su vista sobre el plato, prosiguiendo la evocación en silencio.
- De qué se ocupa esta Agencia? - incitole José.
Tiba se encogió de hombros, como si no acertara a responder.
- De todo - dijo finalmente.- Ya te dirán... Inútil explicártelo si no lo ves...
Los dos hombres comieron durante unos minutos en silencio, el uno sumido en sus recuerdos del pasado; el otro pensando en lo que le reservaría el porvenir.
- Lo cierto es que no me adapté a la clase de vida que exigía mi trabajo en la Agencia - reanudó Tiba.- Los días pasados en la oficina fueron días de dolor. No estaba preparado para aquello. Los hay que tienen vocación de médico pero no pueden soportar la visión de la sangre. A mi me ocurrió algo parecido. El trabajo de la Agencia no era para mi y pedí la baja unas semanas mas tarde, renunciando a los derechos a una herencia que le Sr Barón debía tramitarme...
- Yo intento recuperar unos títulos de nobleza - interrumpió José.- Crees que me será fácil llegar al Sr. Barón?
- Depende - respondió Tiba.- En el inmueble de la Agencia tiene su despacho y en él se encuentran todos sus asuntos personales de trámite. Depende del servicio en que te afecten el que te se fácil o difícil entrevistarte con el Sr. Barón. Ahí donde yo fracasé puedes tú triunfar.
Hizo una pausa y prosiguió:
Salí de la Agencia, pero pronto me convencí de que me sería imposible vivir lejos del contacto de las gentes que laboran en la Sociedad. Las normas por las que se rige esta empresa parecen absurdas al tropezar por primera vez con ellas, pero cuando se han integrado en tu propia vida hasta formar parte inseparable de tu yo, entonces es todo lo demás lo que te parece falto de sentido. No habían en mi fuerzas para seguir adelante, pero tampoco las tenia para volver hacia atrás. Me encontraba en una situación muy particular y pedí a la Agencia autorización para vivir en este sótano, que se encuentra, por así decirlo, en mitad del camino que conduce a las oficinas centrales.
- Yo no concibo que se pueda hacer marcha atrás, cuando han tenido que vencerse tantas dificultades para llegar hasta aquí - polemizó José.
- Es que las dificultades aumentan en la medida que se ocupan cargos de responsabilidad. Las dificultades no cesan jamás. No son solo contratiempos materiales, sino que toda la estructura del ser se quebranta. En un principio no se nota nada de particular, pero a medida que los reglamentos penetran en tu sangre y en tus músculos, convirtiéndose en gestos y acciones, te apercibes que las cosas que antes te producían placer, ya no te lo producen. Todo sería perfecto si tales cosas te fueran indiferentes, pero no lo son. Te sientes extrañamente atraído hacia ellas, como promotoras de momentos de felicidad antiguos que se desearía renovar. Vives como ciudadano en un mundo, pero experimentas la nostalgia de tu anterior patria. Esa nostalgia te lleva a violar los reglamentos y a buscar los antiguos placeres, pero, a la decepción del placer no experimentado, se une la tristeza de haber quebrantado unas normas aceptadas como justas al entrar a formar parte de los servidores del Sr. Barón. Luego, la nostalgia también desaparece y queda solo la amargura de ser ya insensible a unos placeres a los que no se ha encontrado substitución.
- Sin embargo, esos placeres deben también existir dentro de la Sociedad que preside el Sr. Barón - objetó José.
- Si, seguro que existen - convino Tiba.- Pero por lo inhabitual de las normas y de los mismos negocios en que el Sr. Barón se ocupa, entrar a formar parte de la sociedad equivale a un segundo nacimiento. Y si tardamos veinte años en abrir plenamente los ojos sobre los placeres del mundo que es ajeno a la empresa, bastante mas tardaremos en abrirlos en ese universo de las oficinas y las dependencias, ya que en el mundo común a todos, tenemos padres y amigos que nos inician a esos placeres. En cambio en la empresa del Sr. Barón, es uno mismo el que tiene que ir descubriendo el complicado engranaje y extraer el placer. Mi experiencia me autoriza a decirte que, por lo menos en los primeros tiempos de servir en la Agencia, uno se encuentra solo, radicalmente solo.
José siguió con extrema atención las explicaciones de Tiba, pero no le convencieron. Tiba era sin duda un sensitivo; su aspecto y su gusto por el vagabundaje lo acreditaban.
Por el contrario José era de temperamento racional. En la empresa en que estaba empeñado, era el fin perseguido quien le dictaba la conducta a seguir en las distintas etapas. Con frecuencia sus sentidos y sus emociones eran los causantes de errores en su conducta, en virtud de los cuales se veía proyectado lejos del camino que conducía a la meta; pero una vez reconocido el error, su intelecto dominaba la situación y apartaba de su corazón los sentimientos culpables de haberle llevado a una falsa pista.
- Si, debe ser difícil - comentó para Tiba.- Pero entrenado a vivir en la dificultad, siendo las complicaciones mi medio ambiente natural, lo superaré todo con tal de recuperar mis papeles de nobleza.
- Si tal es tu estado de espíritu al llegar a este refugio; tras los tres días de peregrinación por el campo, no dudo que lograrás la entrevista con el Sr. Barón y que los papeles de nobleza serán tuyos.
Con estas palabras de Tiba se cerró la conversación. José, relajando todos sus músculos después de tres días de lucha, se entregó al sueño.
Tiba inspeccionó el estado de la ropa y preparóse también para dormir. Contemplando a su compañero con los ojos cerrados antes de apagar las velas, susurró:
- Este es de los que llega. Ahora ya nada le detendrá.

Kabaleb

La Maleta 11 ¿dónde está el sr Barón?

Seguimos con la novela de Kabaleb

CAPITULO VI

Al día siguiente, José salió temprano de su habitación, dejando a sus cuatro ayudantes aún durmiendo.
Antes de presentarse en el despacho del subsecretario, el noble dio una vuelta completa alrededor del inmueble en que se había albergado a fin de descubrir que era lo que se ocultaba detrás de las dependencias este.

Una explanada sin fin de campos cultivados se ofrecía a su vista. De cara al oeste, clavó sus ojos en la lejanía, con la esperanza de descubrir un indicio que delatara la existencia real y efectiva de la Residencia del Sr. Barón. Pero todos sus esfuerzos resultaron nulos. El campo formaba una pequeña pendiente, para hundirse luego en un declive brusco que no permitía ver más allá. Sin duda la Residencia se encontraba centrada en el valle. La línea del horizonte no parecía lejana y José se dijo que antes de visitar al subsecretario, bien valía la pena de familiarizarse con el lugar, averiguando el emplazamiento exacto del domicilio de su jefe...

Emprendió pues un camino trazado entre dos campos con la esperanza de poder dar una ojeada en el valle. La tierra era fecunda, propicia a toda clase de cosechas, que surgían a los ojos de José formando cuadros de diversos colores.

Al poco tiempo de iniciada la excursión por el campo, el noble se dio cuenta de que le sería más difícil de lo imaginado alcanzar la línea del declive, ante la imposibilidad de avanzar por un camino recto. Para evitar los campos cultivados, José debía transcurrir por los caminos trazados en cortes verticales y horizontales, siguiendo las exigencias del terreno, de manera que un camino, aparentemente orientado hacia el oeste, se desviaba de improviso hacia el sur para dar una media vuelta completa en dirección al este.

Media hora después de iniciada la marcha, José no se había aproximado de un solo paso del horizonte-oeste.
- Si prosigo en mi empeño, llegaré tarde a la cita - se dijo - y por otra parte, tiempo tendré de recorrer los alrededores. Lo que preciso es que alguien me indique el camino.
José regresó a las dependencias este y sin perder mas tiempo acudió a la oficina del subsecretario.
- Le esperaba, José - le dijo al acogerle.- Vamos a las dependencias de trabajo. Dentro de poco comenzará la actividad de la jornada.

Los dos salieron del edificio y, atravesando la plaza, se metieron en uno de los hangares. Al entrar, llegó hasta ellos el vaho complejo de olores culinarios y de vajilla sucia, acompañado de un monstruoso ruido de cacerolas y cubiertos y el griterío sordo de centenares de hombres.
Penetraron en una nave inmensa, con un pasillo central y mostradores en ambos lados, distribuidos paralelamente unos con otros, dejando entre ellos el espacio justo para la labor de los hombres de servicio. Encima de los mostradores se amontonaban los más dispares utensilios de cocina. Los hombres ordenaban sin que su trabajo pareciese excesivo.

- Venga por aquí - indicó el subsecretario, señalando una escalerilla adosada a la pared.
Un pasillo elevado se extendía a lo largo de las paredes del pabellón-cocina. Desde allí, José pudo contemplar en panorámica toda la extensión de la dependencia. Desde su punto de observación podía contar más de un centenar de dobles mostradores en ambos lados del pasillo. Una humanidad abigarrada pululaba constantemente de un lado para otro, arrastrando vagones de mercancías o pilas enormes de platos, que ocultaban la mitad del cuerpo del hombre que los transportaba. Gentes de todas razas y de todos los pueblos coincidían en aquella poli-cocina. Algunos de ellos vestían el traje típico de su país y así José pudo distinguir a hombres de raza amarilla con su exótica túnica; indios con turbante blanco; aztecas con sombrero de ala ancha y poncho; nórdicos con gorro y cazadora de pieles; árabes envueltos en sus chilabas. La visión de conjunto, desde el pasillo elevado, constituía en si un espectáculo.

- Observe bien todo cuanto ocurre - advirtió el subsecretario.- Este es el pabellón en que trabajará Vd. y sus cuatro ayudantes. No dude en formular preguntas si algo le choca.
- uno de los servidores de la Residencia, un tal Tuliferio, ya me había hablado del número imponente de cocineros que trabajan para el Sr. Barón, pero nunca hubiese creído que fueran tantos - dijo José.
- Y aún precisaríamos un personal tres veces mas numeroso para que todo marchara como es debido - comentó el subsecretario.- Observe la distribución del personal en los mostradores. En el fondo, junto a las paredes laterales, se hallan emplazados los cocineros - uno en cada mostrador - con sus hornos, cocinas eléctricas y de gas. Al lado del cocinero y frente a él se encuentran los ayudantes de cocina; a continuación se colocan los lavaplatos y sus ayudantes y en último termino, junto al pasillo, tiene su puesto el responsable de las compras y sus ayudantes.

José seguía con la vista a los sujetos designados, que limpiaban con parsimonia los mostradores.
- Vd. se ocupará precisamente de las compras - prosiguió el oficinista.- Vd. asumirá la responsabilidad de ellas y sus cuatro ayudantes se encargarán del trabajo material de ir a buscar las mercancías.
Al saber la clase de trabajo que le estaba reservado, José fijó su atención en las maniobras de los encargados de las compras, que en su mayor parte se hallaban sentados sobre los mostradores. De pronto, una voz potentísima se dejo oír en la red de amplificadores y los empleados, de un brinco, estuvieron dispuestos para la labor.
- Ahora se les señala el trabajo de la jornada - explicó el subsecretario.- Observe...

- ¡Atención! ¡Silencio y atención! - ordenaba la voz.- A las diez de la mañana el Sr. Barón recibe una delegación toscana. El equipo correspondiente debe preparar un lunch. A las diez y media, una delegación inglesa; a las once, una delegación austríaca; a las once y media, una delegación sueca. Lunch completo para todas esas delegaciones.
Los equipos a quienes correspondía esa labor dejaron de prestar atención, moviéndose nerviosamente alrededor de sus mostradores.
- ¡Atención y silencio! - prosiguió la voz.- A las doce, almuerzo para una comisión francesa; a las doce y media, almuerzo para una delegación alemana; a las trece horas, almuerzo comisión china; a la una y media, almuerzo comisión Siria; a las dos almuerzo comisión española...

Al ir nombrando las nacionalidades de las comisiones, los equipos implícitamente designados se ponían automáticamente en movimiento. El altavoz seguía anunciando recepciones a representantes de los más remotos países: coreanos del norte y del sur, australianos, papúes, africanos de todos los países, senegaleses, pigmeos, rusos, esquimales...
Pero lo que mas extrañó a José fue el apercibirse que después de haber anunciado el último almuerzo para las cuatro de la tarde, el altavoz repitió por tres veces consecutivas los horarios, anunciando las recepciones de delegaciones distintas. Si lo proclamado era cierto, como podía suponerse, el Sr. Barón tendría que recibir aquel día cuatro delegaciones distintas a cada media hora, desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, asistiendo además a cuatro lunchs por media hora y a cuatro almuerzos después, lo cual sumaban diez y seis lunchs y treinta y seis almuerzos en media jornada.

José estaba ya acostumbrado a las nuevas medidas que regían en aquel extraño mundo, pero le pareció imposible, por prodigiosa que fuese a sus ojos la figura del Sr. Barón, que lograra coronar semejante hazaña gastronómica. Decidió pues participar sus dudas al subsecretario que lo acompañaba.
- Parece imposible que el Sr. Barón pueda recibir en persona a toda esta gente - dijo.
- Comprendo su perplejidad - explicó el oficinista.- Pero el hecho de encargar un almuerzo, no significa que el Sr. Barón tenga que recibir forzosamente a la comisión; no es ni siquiera una garantía de que esa comisión se presente a la Residencia.

- ¿Quiere decir que la mayor parte de esos hombres están haciendo un trabajo inútil? - inquirió José alarmado.
- Yo no he dicho semejante cosa - replicó el subsecretario con gravedad.- Nada de lo que se hace aquí es inútil, por lo menos observado de nuestro punto de vista - aclaró.- Supongamos que el Sr. Barón no recibe ni una sola de las comisiones y delegaciones anunciadas y que sus servicios preparan unos manjares que nadie ha de comer. ¿Podemos decir que han realizado un trabajo inútil? En absoluto. La labor de preparación, el cuidado que cada uno pone en su obra es ya útil en si. Cada esfuerzo conduce a un mayor perfeccionamiento y eso es lo que el Sr. Barón aprecia en sus servidores por encima de todo; la perfección. Si los frutos de su trabajo no los gusta hoy nadie, otro día serán gustados y celebrados, con tanto mas placer cuanto más grande sea la experiencia acumulada. Pero todo ello no es mas que una suposición - finalizó.- Ignoro si el Sr. Barón recibe o no a esas comisiones, pero en uno u otro caso, el personal debe estar entrenado para cuando llegue realmente el momento de servir y no hay mejor sistema que la repetición.

Esa explicación dejó a José completamente aturdido. El había imaginado llegar a la Residencia, pedir una audiencia al Sr. Barón y recuperar sus títulos casi al instante. Y ahora veía el anonimato existente en ese mundo de servidores. Su puesto de jefe de compras, perdido entre centenares de jefes de compras, no podía ser más oscuro. ¿Cómo lograría manifestarse si sus servicios, por modestos que fueran, no habían de llegar al Sr. Barón? El, que se sintió llamado a la Residencia por su deseo de recuperar sus títulos a fuerza de trabajo, de darse a los demás para que viniera a él la suprema recompensa, he aquí que se le decía: No, por el momento trabaje Vd., perfecciónese; cuando su fruto valga algo, ya se encontrará quien se lo coma. De momento, sea útil a Vd. mismo.
Cierto que esa declaración brutal se envolvía en la niebla de las suposiciones, pero bien clara estaba la cosa en el espíritu de José.

- Observe cuanto ocurre - le aconsejó el subsecretario.- Entro un instante en el despacho y vuelvo enseguida a por Vd.
- El oficinista se alejó a lo largo del pasillo elevado, penetrando en una cabina de cristal que se encontraba en mitad de la pasarela.
José apoyose en la barandilla y contemplo el espectáculo que ofrecían centenares de cocineros, lavaplatos y compradores, con sus legiones de ayudantes, evolucionando en la inmensa nave. Una cosa le desconcertó: la torpeza generalizada de los ayudantes. Apenas llevaban un cuarto de hora moviéndose en torno a los mostradores, y ya el suelo se hallaba literalmente sembrado de platos rotos. Los resbalones eran la causa principal de semejante destrozo. Pero lo más curioso era que solo resbalaban los ayudantes cargados de docenas de platos, sin que nadie, con las manos libres, se le ocurriera resbalar jamás. Hubiérase dicho que lo hacían adrede y por otra parte, José no se explicaba la necesidad que tenían de mover tantos platos de un mostrador a otro. Los jefes lavaplatos se indignaban terriblemente contra sus ayudantes, vapuleándoles mientras les increpaban de un modo feroz. A menudo, un tercer hombre tenía que separarlos para evitar que arremetieran uno contra otro. Los ayudantes cocineros no eran más hábiles que sus colegas lavaplatos. José pudo seguir con detalle una escena reveladora de su calidad de trabajo.

Uno de los cocineros, de rasgos orientales, acababa de dar cima a un pastel, que el hombre contemplaba con embeleso, juzgándolo sin duda como una obra maestra. El pastel representaba una pagoda china y no faltaba en él un solo detalle. La comisión china recibiría una sorpresa de efecto y el Sr. Barón tendría en cuenta la habilidad y la ocurrencia de su servidor. Una vez todo en su punto, el cocinero confió el pastel a uno de sus ayudantes, quien al cogerlo perdió el equilibrio, con tal mala fortuna que el pastel cayó sobre la cabeza de su constructor, llenando su rostro de crema y chocolate.
El pobre cocinero tiraba de sus cabellos desesperado y colérico, lanzando gotas de crema a los que se encontraban al alcance de su furor. El ayudante le pedía perdón arrodillado a sus pies, pero aquel no era momento de perdones y el cocinero, agarrándolo por el cuello de la camisa, lo arrojó al fregadero, mientras sus compañeros de servicio reían a carcajadas la fatalidad.

- Están todos locos - se dijo José.- ¡Tantas exigencias para admitir al personal de servicio y aquel era el resultado alcanzado...!
El subsecretario apareció en ese preciso momento y tomó plaza al lado de José, dándose cuenta del incidente del cocinero chino.
- Pobre Mao, le han estropeado el pastel - exclamó.- Llevaba meses imaginando su realización. Todo el mundo en la dependencia estaba al corriente de su proyecto.
- ¿Qué le harán al ayudante? - inquirió José.- ¿Lo despedirán...?
- El reglamento no nos permite despedir a nadie. Si difícil es entrar al servicio del Sr. Barón, mucho más difícil es salir. Además, el cocinero es el responsable de cuanto hagan sus ayudantes y a efectos del reglamento, es como si el pastel lo hubiera estropeado él.
Mientras escuchaba al subsecretario, José contemplaba los destrozos que los ayudantes no cesaban de cometer. Su acción era demasiado sistemática, demasiado generalizada para no pensar que los ayudantes, al obrar de tal suerte, estaban desempeñando un rol. Un rol bien estúpido, por cierto, o que tenía un sentido que su intelecto no podía alcanzar.

De pronto, penetraron en la nave unos hombres vestidos de aviadores, con los cascos calados, al parecer preparados para volar. Al verlos entrar, varios cocineros, especialmente pertenecientes a las razas de color, se precipitaron a acogerles. José interrogó a su guía con los ojos, quien explicó:
- son los pilotos de los aviones a reacción del Sr. Barón. Se trata del equipo encargado de las compras a larga distancia.
Ante la perplejidad de José, el oficinista añadió:
- Es evidente que el mundo occidental carece de ciertos productos básicos para la elaboración de una especialidad culinaria oriental, por ejemplo. Un cocinero privado de tales productos típicos de su país, vería sus facultades de realización disminuidas y no podría exigirse de él un trabajo satisfactorio. El Sr. Barón, que lo tiene todo previsto, ha afectado una escuadrilla de sus aviones a reacción al servicio de los cocineros, a fin de que se encarguen diariamente de ir a comprar los productos exóticos necesarios en los más apartados rincones de la tierra.

Viendo a José anonadado por la desorbitación, el subsecretario observó, dándole una palmada en la espalda.
- si se quiere hacer negocio en nuestra época, hay que pagarlo a ese precio. No en vano el Sr. Barón preside la más importante sociedad del planeta.
Hizo una pausa y cogiendo a José por le brazo, añadió:
- Vamos allá. Le voy a presentar al jefe de su equipo. Ya ha visto en que consiste el trabajo. El cocinero-jefe le dará todos los informes que necesite.
Ambos descendieron del pasillo elevado y avanzaron por la galería central, entre los montones de vajilla rota que los ayudantes lavaplatos iban depositando en los vagones-basura.
El subsecretario se detuvo ante un mostrador y con un gesto de la mano llamó al cocinero. Se trataba de un tipo meridional, exuberante de carnes y de ademanes.
- Aquí tiene Vd. al jefe de compras que debe completar su equipo - dijo el oficinista a guisa de presentación.
El cocinero le contempló detalladamente, retorciéndose los bigotes. Le hizo doblar los brazos como para apercibirse de la flexibilidad de las articulaciones y cogiéndolo por los hombros le obligó a dar media vuelta.

Cuando lo tuvo de espaldas, le pegó un terrible empujón con la planta del pié en pleno posterior. El noble, al no esperar semejante trato, cayó aparatosamente en mitad del pasillo central, derribando a su vez a un ayudante cargado de platos. El cocinero y los testigos reían a mandíbula batiente y el mismo subsecretario participaba discretamente del jolgorio.
José se levantó con aire de pedir explicaciones.
- No se enfade Vd. - le advirtió el oficinista.- Es una broma corriente que se da a los neófitos. Como el suelo es resbaladizo, se pretende con ello preparar las nalgas a los golpes que inevitablemente recibirán mas tarde. Una especie de bautismo sin malevolencia.
El noble se dio por satisfecho con esa explicación. Ya conocía el humor primario de las gentes de la Residencia y estaba dispuesto a realizar todo esfuerzo para adaptarse. Por otra parte, el cocinero le estrechó la mano con efusión, mientras le decía:
- ¡Ha sido una broma, amigo! ¡Chóquela, chóquela! Ya verás como nos entendemos muy bien.

El subsecretario se alejó y al poco rato los cuatro ayudantes de José se presentaron ante su jefe. Para el grupo, el primer día de labor iba a comenzar.
El cocinero no tardó en llamar a su presencia al noble, quien se apresuró a acudir junto al exuberante personaje.
- Siéntate - le ordenó éste, ofreciéndole la superficie de su cocina eléctrica.
- No es necesario - objetó José dándose cuenta de lo incomoda que resultaría su postura.
- Si es necesario - le afirmó el cocinero sin dejar de señalar su cocina eléctrica.- Cuando hablo con mis subordinados, éstos deben escucharme sentados.

José, que conocía los caprichos que engendra el poder, no discutió la orden y se sentó sobre le fogón eléctrico, pero a penas sus carnes entraron en contacto con el hierro, el noble dio un salto espectacular, acompañado de un grito mal reprimido. La cocina estaba alumbrada.
- ¡Qué te ocurre ahora! - exclamó el cocinero con sequedad.
- No puedo sentarme - disculpose José.- La cocina está alumbrada.

- ¡Claro que está alumbrada! asintió el déspota.- Pero la he dejado en el uno para que pudieras sentarte.- Y añadió: - Mi anterior jefe de compras resistía sentado con la cocina en el dos. Sospecho que no vas a servirme lamentose el cocinero.
José deseaba por encima de todo adaptarse a su medio ambiente y realizando un esfuerzo heroico se sentó de nuevo en el fogón de la cocina. El calor, insoportable en el primer instante, se hizo más llevadero en los minutos que siguieron, sintiéndose capaz de escuchar las órdenes de su cocinero-jefe.
Muy bien - dijo éste.- Sé apreciar la buena voluntad, pero te advierto que mi costumbre es la de tener la cocina en el dos y tendrás que familiarizarte con el calor.
Lanzada la advertencia, el hombre se dispuso a dictar el pedido de la jornada.

- Toma un bloc y anota.
José obedeció.
- Tu labor será fácil si estás preparado para ella; todo consiste en que tomes bien nota de lo que te pido para que tus ayudantes lo compren en el mercado.
- Su pedido será servido con toda exactitud - creyó poder asegurar José.
- Así lo espero. Sin embargo, puede existir para ti una dificultad.- El cocinero hizo una pausa como para apercibirse de que su subordinado prestaba atención y prosiguió:- En el momento de pasarte el pedido, he compuesto en la mente el menú que me parece insuperable. Luego, tus ayudantes parten con los camiones y se llevan la lista. Pero he aquí que durante su ausencia suelen ocurrírseme nuevas ideas para mejorar el menú primeramente imaginado y nuevos ingredientes me son necesarios, que tu debes facilitarme.

- Mis ayudantes pueden salir tantas veces como sea preciso - observó el jefe de compras.
- Solo la falta de experiencia te hace hablar así - lamentose el cocinero-jefe.- Tus ayudantes solo pueden salir una vez porque los camiones solo efectúan un servicio por la mañana y otro por la tarde.
José encogiose de hombros sin comprender.
- ¿Entonces, como facilitarle los nuevos ingredientes? - dijo.
- He aquí la dificultad que tendrás que resolver - subrayó el cocinero.- El anterior jefe de compras que tenía, solucionaba este asunto mediante la telepatía. Los cerebros de sus ayudantes estaban de tal modo sincronizados con el suyo que le bastaba pensar en una hortaliza para que ellos la adquirieran inmediatamente en el mercado. ¿Es que tus ayudantes son buenos receptores?
José contempló a sus cuatro ayudantes que aguardaban órdenes con los brazos cruzados y le pareció arriesgado pronunciarse.
- Tal vez... - titubeó.- Tal vez pueda arreglarse por teléfono.
- Desgraciadamente no tenemos teléfono aquí - lamentose el cocinero, que parecía obstinado en crear dificultades a su subordinado.- Y aunque lo hubiera, con el ruido no lograríamos oír nada.

- Puedo ir a telefonear desde las oficinas, observó el noble.
- No, no puedes. En primer lugar porque es indispensable que no te alejes mas allá del alcance de mi vista, por si se me ocurre de improviso una modificación del menú poder dictártela antes de que se me olvide. En segundo lugar, imagínate lo que ocurriría si todos los jefes de compras acudieran a telefonear a las oficinas. No, la telepatía sigue siendo la mejor solución - razonó el cocinero.
- Bueno, es un problema que debes resolver tu - añadió tras una corta reflexión.- Anota lo que voy a pedirte.
José empezó a escribir la lista de provisiones que le iba nombrando su jefe, pero apenas iniciada su labor, se dio cuenta de que el cocinero le había puesto el fogón en el dos y el calor en su asiento se hacía insoportable progresivamente. El noble intentaba apoyarse sobre un solo muslo, a fin de conceder al otro unos instantes de enfriamiento, pero su atención se dispersaba en tales majes y temía no poder anotar todo lo que su verdugo le solicitaba.
- ¡Deja ya de bailar! - Le objetó el cocinero.- Me estás distrayendo y luego me veré obligado a pedirte nuevos ingredientes en ausencia de tus ayudantes.

Aquel fue uno de los momentos más difíciles de la accidentada vida de José. Tuvo que realizar un esfuerzo sobrehumano para no rebelarse contra aquel cruel cocinero que creía poder asar impunemente las nalgas de sus subordinados mientras les dictaba el menú del día.
Por fin el suplicio terminó. Los camiones de abastecimiento llegaron y los ayudantes de José se fueron con la lista al pueblo, no sin antes haber escuchado las exhortaciones de su jefe.
El noble tuvo un tiempo de sosiego, durante el cual pudo conversar con sus compañeros de trabajo, sin alejarse del campo visual del cocinero-jefe de su grupo, quien a veces lo miraba con una insistencia que producía un extraño temblor en la piel del flamante responsable de compras.
José hizo amistad con los jefes de abastecimientos de los dos mostradores fronteros al suyo. Eran dos hombres aproximadamente de su misma edad y con una formación intelectual semejante a la suya. Uno se llamaba Nico y el otro Fredo. José necesitaba alguien para comunicar sus observaciones, de manera que Nico y Fredo llenaron este hueco que se había producido en su vida.
Le extrañaba sobretodo a José la brutalidad reinante en aquel pabellón del ala este y participó ese sentimiento a sus dos nuevos amigos.

- Es la Agencia quien ha exigido ese rigor - explicó Fredo.
- O por lo menos, se dice que es la Agencia - corrigió Nico, con un tono que quería dar a comprender que existía enorme diferencia entre lo uno y lo otro.
El subsecretario me ha hablado ya de esa Agencia - intervino José.- ¿En qué se ocupa concretamente?
- De todo - aseguró Fredo.- Ella es la que elabora los reglamentos, las normas y códigos por las que se rigen todas las gentes sujetas a cualquier empresa controlada por la Sociedad que preside el Sr. Barón. Si la Agencia nos exige rigor hacia nuestros subordinados, no hay duda que por algo será.
Mientras Fredo hablaba, Nico hacía gestos cada vez más visibles de desaprobación.
- Para ser mas exactos - dijo, - debemos reconocer que nada sabemos acerca de la Agencia. Nos dicen que la Agencia regula todas las relaciones entre los empleados de la sociedad, pero ¿quien ha recibido una orden cualquiera provinente de la Agencia? Nadie. A todos "les han dicho" y sobre la fe de una transmisión oral nos ofrecemos mutuamente un comportamiento de locos.

- ¿Por qué machacarse los sesos? - polemizó Fredo.- Ya sé que hay muchos que dudan sobre si ésta es o no la manera de congraciarse con el Sr. Barón. Dudan incluso de la utilidad de nuestro trabajo y se atormentan preguntándose si el Sr. Barón recibe o no las comisiones que diariamente nos anuncian. Seamos objetivos y miremos las cosas con lógica. Si el Sr. Barón no recibiera ninguna comisión, ¿mantendría acaso a su servicio a miles de hombres que le rompen platos, le estropean comida y le crean mil y una dificultades? Y los aviadores, los oficinistas, los mayordomos, los conserjes, todo este mundo, ¿lo habrían contratado con el solo fin de engañarnos? No. Para mi, las comisiones son recibidas y los alimentos gustados. Nada se pierde. Respetemos las reglas y tengamos confianza en el saber que nos han transmitido oralmente los que nos han precedido. Esa confianza es indispensable, a mi modo de ver, si un día se pretende laborar en las filas de la Agencia.
Llegado a ese punto, Fredo fue solicitado por su jefe y se alejo del grupo.

- Es un conformista - opinó Nico.- Vino un día con el deseo ardiente de encontrarse cara a cara con el Sr. Barón, pero ya lo ha olvidado. Y ahora, como tantos, se encuentra perdido en el engranaje, en el escalafón.
- ¿Lleva ya tiempo aquí? - inquirió José.
- Quien Fredo? Unos siete años.
- ¿Siete años y no ha visto nunca al Sr. Barón? - asombrose el noble.
- Nadie de nosotros lo ha visto jamás - arguyó Nico.
- Que nadie lo ha visto - recalcó José como si acabara de oír la mayor de las incongruencias.- Viven Vds., por así decirlo, al lado de la Residencia y ¿nadie ha visto al señor que diariamente sirven...?
Nico se asombró a su vez del asombro de José.
- Es que nadie tampoco ha visto la Residencia - dijo con naturalidad.

Sobrepasada su capacidad de asombro, esta revelación inspiró a José una reflexión profunda.
- Es increíble - susurró.- Y yo que he venido aquí con el único objeto de entrevistarme con el Sr. Barón...
- Todos los que estamos aquí tenemos con el Sr. Barón un asunto pendiente y todos deseamos entrevistarnos con él.
- Sin embargo - se obstinó José - el subsecretario me ha dicho que en cuanto pueda recibirme el jefe de personal, me será concedida una entrevista con el Sr. Barón.
- Todos hemos sido recibidos por un subsecretario que nos ha dicho, mas o menos semejante cosa - prosiguió Nico implacable.
- Pero yo llegué tarde a la cita del jefe de personal...
- Todos hemos llegado tarde a la cita del jefe de personal - interrumpió Nico - y se nos ha dicho que ya se nos llamaría cuando la Agencia creyera que es tiempo.
Esa interrupción acabo por desconcertar a José.
- Entonces, es inútil esperar... - balbuceó.
Nico le puso familiarmente una mano en el hombro como para animarle.

- Amigo José - le dijo - este es un camino que todos los que están aquí han recorrido: Esperanza, decepción, indignación. Es cuando la indignación se ha superado que se manifiestan dos tendencias: la de los conformistas, como Fredo, que aceptan como bueno todo cuanto les dicen, y la de los que se inclinan a pensar, como yo, que se mantienen en el error o, mas justamente, nos mantenemos en el error, a pesar de que a nuestro alcance deben estar los medios de liberarnos y conocer la verdad de nuestro destino.
- ¿Qué hacer pues...? - inquirió angustiosamente el noble.
- He aquí la gran incógnita - filosofó Nico.- Yo he pensado a veces...
Interrumpiose de pronto para mirar en derredor y con cierto misterio díjole a su colega.
- Es demasiado importante lo que iba a decirle para comentarlo aquí. Luego, después de comer, nos veremos.
Y sin añadir una sola palabra, Nico se alejó.

José se reintegró a su mostrador, fascinado por los problemas de aquel mundo que tan fácilmente pasaba de lo cómico a lo dramático. Afortunadamente su cocinero-jefe no parecía haber cambiado de idea sobre el menú a realizar y esperaba dar fin a su primer día de trabajo sin otro contratiempo.
El pabellón se animó de improviso con la llegada de los ayudantes del servicio de compras, cargados con cestos de hortalizas.
José recibió a sus cuatro ayudantes y les asistió en la descarga de bultos sobre el mostrador.
- Lo hemos traído todo - le informó el mas joven de los cuatro, que continuaba actuando de portavoz.
Con la fe de esa afirmación, José entregó los cestos al cocinero, que esperaba impaciente los ingredientes.
De pronto, en el pabellón empezaron a sonar las más estruendosas bofetadas que José oyera en su vida. El noble pudo constatar que eran los jefes de compras quienes las recibían de manos de los cocineros. Apenas efectuada la constatación, la mullida mano de su verdugo se aplastó en sus orejas.

- ¡Este es modo de servirme! - exclamaba el bruto.
José se enfrentó con él expresando la más absoluta inocencia.
- Tus ayudantes no me han traído ni uno solo de los ingredientes que te he pedido - aulló el cocinero sin dejar de maltratarle.
- ¡Cómo es posible! - exclamó José, tratando de parar los golpes.
- ¡Que cómo es posible, bandido! ¡Te voy a enseñar yo como se trabaja aquí!
El cocinero lo agarró por el cuello del chaleco y lo arrojó en el aire como si fuera una jabalina.
Si algo podía consolar a José era la generalización de las palizas. Raro era el cocinero que no vapuleaba de mala manera a su jefe de compras. Las víctimas huían en desbandada por el pasillo central, atropellando sin cesar a los lavaplatos cargados de vajilla y produciendo los más sensacionales destrozos.
Los cocineros acabaron por calmarse, intercambiando entre ellos las mercancías superfluas que les habían traído los jefes de compras. Entonces llegó el momento de saldar cuentas con los ayudantes, responsables materiales de los errores. Si brutales eran los métodos de los cocineros, los jefes de compras aplicaban a sus ayudantes suplicios de una rara crueldad, como sumergirles la cabeza en el agua sucia, arrastrarlos por los cabellos o retorcerles la nariz.

José se enfrentó con los suyos.
- ¿Por qué os habéis equivocado? - les preguntó.
- No hemos logrado descifrar lo que había apuntado en la lista - se disculparon.
El noble se acordó que, en efecto, lo había escrito mientras su culo quemaba sobre el fogón.
- Al diablo las recomendaciones de la Agencia - se dijo.- Yo no los sacudo a esos por una falta que no han cometido, aunque lo prescriban los reglamentos.
- Esta bien, muchachos. Otro día lo escribiré mejor - concedió.
Al ver que no tenía intención de pegarles, los cuatro ayudantes se arrodillaron ante él y le besaron las manos en medio de abundantes llantos.
José se dejó festejar y al volver la vista hacía el mostrador de Nico, vio que éste tampoco abalizaba a sus servidores.
Los equipos de compras pudieron al fin descansar, contemplando en espectadores los malos tratos que recibían los ayudantes de cocina por sus errores. José dio una vuelta por el pabellón gozando de aquella opera fastuosa que representaban miles de cocineros elaborando menús.
Absorbido por el espectáculo, el noble no se dio cuenta de la entrada en escena de una legión de individuos vestidos de maître de hotel. Una salva de aplausos los acogió cuando invadieron el pabellón.
- ¿Quienes son y por qué aplauden? - preguntó José a Nico, que se encontraba a su lado.

- Son los mayordomos del Sr. Barón - le informó su colega.- Viene para hacerse cargo de los menús y llevárselos a la Residencia. En cuanto a los aplausos, pronto comprenderás su razón. Fíjate en que ningún cocinero aplaude. Son sus subordinados quienes los aclaman. Ya veras, ya veras...
En efecto, los cocineros parecían presos de un nerviosismo alarmante. Algunos de ellos temblaban francamente, sin poder dominar su pánico.
Los mayordomos se desplegaron a lo largo del pasillo, integrándose cada uno en el mostrador que tenía por misión controlar. Insensibles a los aplausos, los mayordomos tenían en su rostro un marcado aire de superioridad, hecho de conciencia profesional y de sentido de la jerarquía.
José se reintegró rápidamente a su grupo para seguir desde allí los acontecimientos que se avecinaban.
El cocinero que le había asado las nalgas se hallaba sumergido en un pánico tal, que no lograba aguantar un cacharro en sus manos y eran sus ayudantes quienes debían realizar para él la labor.
El mayordomo del equipo llegó al fin.
- Veo que las cosas no te van bien esta mañana - dijo al cocinero a guisa de saludo.

- Mis ayudantes me boicotean - intentó explicar el hombre, sin dejar un solo instante de temblar.
- ¿Tus ayudantes, eh? - Exclamó con ironía.- ¿Son tus ayudantes quienes han frito esta cebolla? - encadenó dando un vistazo despreciativo a la salsa.- Mientras unos pedazos está, completamente carbonizados, otros están casi crudos - constató.
- Verá - intentó explicar el atemorizado cocinero.
- ¡Basta! - cortó el mayordomo.- De sobras veo lo que te ha ocurrido. Has cortado la cebolla de un modo desigual. No hay otra explicación que valga.- Y con un rictus de furor en los labios, añadió: - Pero te la vas a comer.
Y agarrando al cocinero por la nuca, hundió sus narices en la salsa hirviente de la sartén.
El cocinero dejó de temblar para proferir gritos atroces de dolor y arrepentimiento.

José comprendió entonces porque aplaudían los ayudantes. Los mayordomos eran para ellos sus justicieros, dedicándose a apalear sin miramientos a los cocineros-jefes ante los ojos de sus subordinados.
El pabellón se convirtió de nuevo en campo de batalla. Las sartenes volaban por el aire, salpicando a todos sin distinción con los más variados compuestos culinarios.
Los cocineros corrían como locos a lo largo del pasillo central en medio de las más insolentes burlas de parte de sus ayudantes.
Al alboroto sucedió el sosiego y los mayordomos fueron llevándose los menús improvisados de acuerdo con las circunstancias, puesto que la intervención de los enviados de la Residencia, había transformado por completo las concepciones primeras de los cocineros.
A medida que los equipos terminaban su labor, pasaban al pabellón frontero, dividido en pequeños departamentos que podían contener medio centenar de individuos.
Después de comer, José fue en busca de Nico para que le dijera aquello tan importante que no creyó prudente tratar en las cocinas.
Nico se lo llevó fuera de las dependencias, en pleno campo, para poder hablar con más tranquilidad.

- No sé si debería decirte lo que he pensado, día tras día, hasta convertirse en una obsesión - empezó Nico.- Pero tú acabas de llegar y es en ese instante que lo que pienso puede serte útil. Luego, si dejas que el tiempo pase, lo que hoy te parece absurdo lo hallarás normal a fuerza de repetirse y esperaras, como Fredo, como todos, a que el jefe de personal te llame, y pasarán los años y esa llamada no se producirá jamás.
- He venido aquí para entrevistarme con el Sr. Barón y lo conseguiré cueste lo que cueste - afirmó José en magnífico arranque lírico.- Si para ello debo quebrantar reglamentos, los quebrantaré - prosiguió,- nada podrá detenerme.
Nico le escuchaba con entusiasmo y admiración.
- No me he equivocado al juzgarte - exclamó.- Eres como yo y quizás tengas la audacia que a mi me falta - añadió con tristeza.
Hubo una pausa. Nico alzó su brazo derecho y con el índice señaló el horizonte.

- Mira, hacia allí está el oeste - dijo con transcendencia.
- Si, por allí debe encontrarse la Residencia - corroboró José.- Esta mañana he intentado verla, pero no he podido alcanzar la curva de la pendiente...
- ¿Has intentado ya verla? - Interrumpió Nico lleno de asombro.- ¡Qué estirpe! ¡Qué estirpe! - exclamó con admiración.
José se encogió de hombros sin comprender el motivo de tanto asombro.
- No he sabido dar con el camino - explicó.- Y he tenido que regresar para ser puntual a la cita del subsecretario.
- Esa iniciativa tuya, antes de comenzar tu trabajo, te revela - prosiguió Nico.- Algunos llevan años trabajando en el ala este y aún no han osado hacer lo que tú.
A pesar de hallarse en el campo, Nico dio una mirada en derredor antes de proseguir la charla. Una vez convencido de que nadie les escuchaba, Nico susurró:
- Ninguno de nosotros ha visto la Residencia, ni la verá nunca, José, porque esa Residencia no existe.
El tono de Nico se hizo progresivamente misterioso, a medida que sus palabras cobraban dramatismo, José se hallaba, mas que perplejo, asustado ante aquella revelación y, anuladas sus facultades de raciocinio, no sabía que decir.
- No existe - repitió Nico.- Por lo menos aquí, en las inmediaciones de la dependencia.

- Pero... es inimaginable - balbuceó José.- Que el Sr. Barón no reciba personalmente a las comisiones, es lógico; que algunas de las comisiones anunciadas falten a la cita, es posible; pero que no exista siquiera la Residencia... sobrepasa la razón. ¿Qué harían con los menús elaborados diariamente por miles de cocineros...?
- Tengo mi teoría sobre este asunto - afirmó Nico.- Los menús, somos nosotros quienes nos los comemos.
El asombro de José excedió todos los límites.
- Es tu primer día de trabajo y nada habrás observado - prosiguió Nico.- Pero nuestra comida está compuesta siempre de verdaderos monumentos culinarios, de lo más exótico que uno pueda imaginarse. Pero para mí, es una certidumbre: nos comemos lo que los cocineros indios y chinos fabrican y a ellos les dan sin duda lo que elaboramos nosotros.
- Sería fácil comprobarlo - razonó José - inspeccionando los distintos comedores a la hora del almuerzo.

- Sin duda ya habrán previsto esa posibilidad y lo que hacen es mezclar los ingredientes - opinó Nico.- Ya verás como nunca lograrás comer un plato de legumbres determinadas. Si te dan arroz, te lo comerás mezclado con garbanzos, zanahorias, macarrones, judías, lentejas y una variedad infinita de hortalizas. No te dan nada en su estado puro y ello por una razón: porque lo mezclan para despistarnos.
- Hay un modo de terminar con las dudas - resolvió José.- Comprobar con nuestros propios ojos la existencia de la casa del Sr. Barón. Si existe, desde aquella altura debe apercibirse la fachada.
- No es tan fácil como parece - objetó Nico.- Muchos, yo mismo, han intentado llegar a lo alto de la colina sin conseguirlo.
La conversación estaba derivando visiblemente hacia lo absurdo.
- ¿Cómo es posible? - exclamó José.- Si se pudiera andar en línea recta, no habría ni un cuarto de hora de camino.
- Si se pudiera andar en línea recta - subrayó Nico.- Pero no se puede andar en línea recta, y siguiendo las curvas de los sembrados, la distancia está calculada de tal modo que ningún servidor tenga tiempo de alcanzar la cumbre en sus horas de descanso. Los hay que han intentado levantarse de buena hora y subir a lo alto de la colina. Inútil. Han tenido que regresar en mitad del camino para ser puntuales al trabajo. Otros han emprendido el ascenso al mediodía con iguales resultados.

- ¿Por qué no sacrifican la puntualidad? Vale la pena si adquieren tan importante certeza - razonó José.
- Si abandonan su propósito en mitad del camino, no cabe duda que es porque consideran más importante el trabajo. O porque tienen miedo de lo que pueda acarrearles una falta de puntualidad.
Ambos contemplaron pensativamente el horizonte oeste. La duda se había enraizado de nuevo en José. Si la Residencia no existía, la maleta, su maleta no podía encontrarse allí y todo el tiempo que pasara en las dependencias era tiempo perdido. No obstante, algo significaba haber penetrado en el mundo de los servidores, aún cuando la presencia del señor fuera lejana y fantasmagórica.
- Pero si el Sr. Barón no está aquí, ¿donde estará? - se le ocurrió a José.
- He pasado muchas noches en vela intentando solucionar ese problema - confesó Nico.- He imaginado al Sr. Barón viajando constantemente de un lado a otro del planeta. Es lógico que viaje, puesto que preside una sociedad con ramificaciones en los cinco continentes. Pero el domicilio social se encuentra en el inmueble de la Agencia. Allí tiene su despacho el Sr. Barón y tal vez su domicilio particular. En consecuencia, yo, como todos, deseamos trabajar un día en la Agencia.

- Los mayordomos deben estar en contacto con el Sr. Barón - razonó José.
- Los mayordomos son empleados de la Agencia. Uno de ellos me dijo en cierta ocasión. Su misión es la de hacer todo lo posible por mantenernos en la ignorancia - afirmó Nico.
- Pero ¿por qué?
- Vete a saber. Solo los de la Agencia lo saben. Ellos nos cursan una orden y las oficinas deben obedecer sin discusión.
- ¿Y si se protesta? ¿Si se niega obediencia?
- No conozco precedente, pero debe ocurrir como en todas partes: o te echan o te encumbran para que te calles.
- ¿Sabes una cosa? - anunció José al cabo de una reflexión.- Yo alcanzaré la cumbre y si es preciso seguiré más allá.
- Llegaras tarde al trabajo y violarás el reglamento.
- Ya he violado otros y no tengo que arrepentirme. No tardaremos en saber si la Residencia existe o no.
- Te creo, José - exclamó Nico.- Tú tienes temple para llevar a cabo esta empresa. Ojala te presten crédito cuando anuncies en el pabellón la nueva verdad. De momento, no hables con nadie de lo que te he dicho. Se puede dudar de muchas cosas, pero poner en duda la existencia de la Residencia, va mas allá de lo que algunos pueden soportar. La Residencia son los cimientos sobre los que descansa todo su trabajo. Sería horrible que descubrieran que no existe antes de haber encontrado otra empresa en que laborar. Esa verdad solo la soporto yo y unos pocos como yo, que viven en la contradicción y el cinismo.

Hubo una pausa hecha de reflexión.
- Vamos ahora. Es casi tiempo de recomenzar el trabajo - aconsejó Nico.
- Ve tú. No tardaré en seguirte. Déjame reflexionar - pidió José.
Nico se alejó y José tumbose unos instantes sobre la yerba del campo. Necesitaba sentirse solo para pensar en su circunstancia.
Es lógica pura, tan absurdo resultaba el mundo de las cocinas con Residencia o sin ella. Tal vez fuera aún más absurdo si se pensaba que aquellos menús iban destinados a los paladares de las supuestas comisiones. Si el trabajo aprovechaba tan solo a los propios trabajadores, destrozo mas o menos, poco importaba. Pero, si debía servir para complacer a comisiones extranjeras, ¡vaya caos!
Era probable que tal como se lo dejara entrever el subsecretario, el trabajo de aquella humanidad no tuviera mas alta justificación que la de servir a los servidores, a perfeccionarlos en lo interior como en lo exterior. Pero en tal caso, ¿por qué no hacer las cosas simplemente y decir con claridad a todos que se les sometía a un período de pruebas, en vistas a ocupar un lugar más alto en el escalafón de la Sociedad?
Tal vez, tal vez era mejor así, que creyeran servir a un señor que los ignoraba. Su etapa de perfeccionamiento se haría sin duda con mayor rapidez.
Pero aquel ya no era el puesto de José. Su puesto estaba cerca de la maleta, allí donde se encontrara.
Se sentía triste y alegre a la vez de haber intuido esta nueva verdad. Triste, porque ello significaba que no había llegado al final de su peregrinación; alegre, porque había reconocido una vez mas lo transitorio del sitio, al contrario de tantos otros que lo adoptarán como hogar.
Kabaleb