La naturaleza es un libro sagrado que contiene la ley de la vida

Fíjate en ella y sabrás cómo debes orientar tu vida

Te han llamado para conquistar el mundo de lo posible

Es hora de que te lo creas y avances

La verdad que resplandece en el cielo

Es la misma que debe ser plantada en la tierra

La sed de conocimientos, el hambre de Verdad, de Belleza y de Sabiduría

Deben presidir tu vida y lanzarte hacia adelante

Enciende tu hoguera de la voluntad

Porque a través de ella podrás conseguir lo que te propongas

La Maleta 5 (Tulita)

Capítulo III (1ª parte)

Llovía en el bulevar cuando José abrió los ojos en el diván del Café de la Noche. A través de las filas de sillas alineadas patas arriba encima de las mesas, José pudo contemplar el triste espectáculo de la lluvia a la luz somnolente de las siete de la mañana. Para una sensibilidad noble, como la de José, aquella era una de las visiones más depresivas de su ya larga vida de exilado.

Lo más desagradable fue darse cuenta de que no estaba solo en el café. Una mujer iba y venía del salón al lavabo transportando cubos de agua y de serrín. José se fingió dormido, a fin de evitar el diálogo en aquella hora prematura, con una mujer que seguramente no dejaría de hacerle preguntas indiscretas.

Cerró los ojos con la esperanza de reencontrar el sueño perdido, pero la carraspera persistente de la mujer de la limpieza se lo impidió. Su sensibilidad se hallaba muy alterada al percibir como la mujer se acercaba inexorablemente a la zona en la que él se encontraba dormido, limpiando el diván lo mismo que el suelo. ¿Lo despertaría acaso y le obligaría a levantarse, o renunciaría a limpiar el espacio que ocupaba el cuerpo de José?

No tardó en salir de dudas. Al llegar junto a él, la mujer de la limpieza le levantó, sin previo aviso, las piernas, como si fueran objetos inanimados y con la mano que le quedaba libre pasó por el diván el cepillo escoba a profusión. Después, sin miramientos, le alzó la cabeza y la espalda y repitió la operación, cepillando al mismo tiempo el chaleco de José, sin duda para evitar que en su contacto ensuciara la tela del diván.

José vivió sin duda el momento más humillante de su vida. Por no haber sabido manifestarse a tiempo, le pareció ridículo simular despertarse en el momento en que la fornida mujer de la limpieza le tenía en brazos para barrer su cama, y resultaba vergonzoso para su sensibilidad hacerlo después. Optó por continuar con los ojos cerrados, pero la mujer empezó el fregado del mosaico con agua y jabón, de manera que el líquido le salpicaba sus mejillas.

El suplicio duró más de una hora, hasta que finalmente la mujer se marchó, cerrando la puerta tras ella. La paz se hizo de nuevo, pero José, con la sensibilidad herida, fue incapaz de reemprender el sueño. El día estaba allí y era inútil eludirlo cerrando los ojos. Era mejor afrontar los problemas con los ojos abiertos en lugar de fabricarse una noche particular con un simple movimiento de párpados.

José se lavó y el contacto con el agua fresca despertó en él de nuevo los deseos de lucha.
Tuliferio-camarero no tardo en llegar.
- Ya está Vd. levantado? - le dijo en guisa de saludo. Y mientras preparaba un café con leche, refería a José que la muchacha del Hotel no tardaría en llegar.
- Hoy es precisamente su día de salida y le he pedido a mi novia que la acompañe hasta aquí, a fin de que pueda Vd. disponer de toda la jornada para preparar el terreno.
Tuliferio se sentó junto a José y mientras desayunaban no cesaron de hablar.

- De dónde procede la muchacha? - inquirió José.- Dígame algo de ella que me permita encontrar un punto de entrada.
- Procede del campo. Es todo lo que puedo decirle de ella, y parece que tiene un carácter muy festivo.
- El caso es saber si estaría dispuesta a sustraer mis papeles de la maleta y dármelos - comentó José.

El camarero hizo un movimiento de hombros como quien no tiene ni idea.
- Ya ha podido Vd. comprobar - dijo - la fidelidad, aún en los escalones más inferiores, de todos los empleados de la Sociedad hacia la Administración central. Lo que se trata de saber en su caso, es si logrará Vd. desviar esta fuerza prodigiosa en provecho propio. Para conseguirlo, es evidente que deberá Vd. entregarse sin reservas a la muchacha y ofrecerle, por así decirlo, una felicidad superior a la que puede procurarle la Sociedad. En todo ello hay un elemento positivo por parte de usted: el hecho que la muchacha haya entrado recientemente al servicio del Hotel,de manera que su fidelidad se encuentra en su etapa de formación y le será sin duda más fácil desviarla en beneficio suyo. Y ahora, permítame que le haga una pregunta, es decir, que provoque la pregunta que usted mismo debe hacerse: ¿hasta dónde está dispuesto a llegar con la muchacha?.

Por el embarazo de José en responder, se adivinaba que la pregunta lo pillaba de sorpresa.
- Pues no lo había pensado. Claro - añadió haciéndose rápidamente consciente de la situación - esta muchacha va a entrar en mi vida. Debo destinarle un lugar y ese lugar debe determinarse en función del sentimiento que me inspire o el servicio que me rinda.

Hizo una pausa y prosiguió:
- En todo caso, si gracias a la intervención de la muchacha recupero mis papeles, no le va a pesar el haber... digamos abusado de la confianza de la Sociedad.
Encerrándose en esa formula vaga, José bebió el primer sorbo de café, arrellanado en el diván para dar a entender que la pregunta había sido contestada.

Las muchachas no tardaron en llegar. El café no había recibido aún a su primer cliente de la jornada y la entrevista podía desarrollarse sin testigos.
José adivinó enseguida cuál de las dos muchachas le tocaría conquistar. La novia de Tuliferio-camarero, aunque de aspecto humilde, se advertía acostumbrada al vestir y comportarse de la ciudad. En cambio la otra, de cara y ojos redondos, ataviada con un sombrero de esos que suelen verse en los escaparates que anuncian saldos, era la imagen viva de una campesina. Redonda, senos abultados, con una sonrisa traviesa en los labios, era un tipo de mujer totalmente distinto al que José estaba habituado a tratar.
El camarero hizo las presentaciones. Su novia primero; después Tulita, la campesina.

José no pudo evitar un gesto de sorpresa al oir pronunciar el nombre de Tulita. Su semejanza con Tuliferio y el recuerdo de los dos Tuliferios, que tan dudoso papel habían desempeñado en los últimos tres días de su vida, le hizo sospechar súbitamente de la muchacha. Sería acaso otra enviada de la Administración para librarse con él a Dios sabe que extrañas pruebas?

Las muchachas se sentaron y poco a poco José recobró su aplomo. Bastaba observar atentamente a Tulita para darse cuenta de que era imposible que estuviera cumpliendo una misión. El movimiento de sus ojos, de sus labios, de todo su cuerpo, era espontáneo por no decir infantil. No, Tulita era la clásica campesina llegada a la ciudad para servir. Atribuirle una misión secreta era desorbitar las cosas.
El camarero desapareció tras el mostrador y su novia, después de introducir a la campesina, regresó al Hotel, de modo que José y Tulita quedaron frente a frente.

José pensó que la mejor manera de impresionar a la que debía ser su conquista, era refiriéndole alguno episodios de su vida. Y así, con acento grave, con gestos estudiados, con muecas artísticas, que acentuaban el matiz de los pasajes, inició un relato sin fin de su antigua y noble vida.
Tulita parecía escucharle con gran interés. esa sonrisa traviesa que la caracterizaba había desaparecido de sus labios y sus grandes ojos redondos se habían casi inmovilizado. Pero a medida que le relato del noble José proseguía, Tulita, con las manos debajo de la mesa, invisibles para José, empezó a jugar con su bolso, sin abandonar por ello su aparente seriedad y su reverente atención. Poco a poco José se sintió interesado por la actividad de las manos de Tulita. ¿Qué estaría haciendo? Tal vez quisiera sacar el pañuelo para mocarse y no lo hiciera por temor a interrumpir el relato. Consciente de esas necesidades, José cortó su evocación para beber un sorbo de café, pero la muchacha, como si ambas cosas se coordinaran, cesó también de hurgar en su bolso. Apenas José hubo reemprendido el relato, la actividad de las manos de Tulita recomenzó.

José empezaba a perder conciencia de lo que estaba diciendo, intrigado por los manejos de Tulita y por momentos cesaba de contar, cesando automáticamente de hurgar los dedos de Tulita, quien miraba a José en los ojos con inocencia, y parecía concentrada.
El juego duró varios minutos. De forma inconsciente, José había adoptado la misma postura que Tulita, con las manos debajo de la mesa, mientras seguía contando su noble vida. De pronto, sintió que la muchacha introducía entre sus dedos un cilindro de papel. José creyó que le daba un cigarrillo, pero cual fue su sorpresa cuando, sin darle tiempo a retirar la mano de debajo de la mesa, una fuerte explosión le sacudió.

José dió un salto hacia atrás, que le hizo perder el equilibrio y caerse de la silla, mientras Tulita reía, con las mejillas enrojecidas, señalando al noble José, que yacía en el suelo. Entonces se dio cuenta de lo que había ocurrido. Lo que él creyó un cigarrillo, era un petardo, cuya mecha Tulita encendió con un mechero. Durante el tiempo en que Tulita parecía escuchar el relato de la vida de José con gran atención, lo que hacía en realidad era buscar el petardo en su bolso para hacerle a José una broma.

José era poco sensible a este humor desconcertante y estaba a punto de abandonar la pista por impracticable, cuando Tuliferio, ayudándole a levantarse, le susurró al oído:
- Paciencia. No olvide que es una campesina con costumbres que no son las nuestras. Y en el fondo tiene un corazón de oro, se lo aseguro.
Se sentó de nuevo ante Tulita, que continuaba riendo como una loca.
- Perdóneme - dijo, entrecortada por la risa.- Disfruto tanto cuando tengo ocasión de tirar un petardo en el momento que la gente menos se lo espera...
- Me ha sorprendido, pero me ha hecho gracia - aseguró José, y ambos se rieron.

José había cambiado de táctica. No podía pretenderse conquistar una campesina con el relato de su vida noble, cortada de cuajo por la revolución. Tenía que adoptar métodos campesinos si pretendía interesar a Tulita en el asunto de la maleta y presentarle la cosa como un negocio.

José se levantó y dijo:
- Vamos, Tulita - y cuando la muchacha se hubo levantado, como para apresurarla a salir, le dió una palmada lenta en las nalgas, tal como viera hacer antaño, siendo niño, a los campesinos al servicio de su padre. La muchacha reaccionó festivamente, dándole un cachete en la mano, al tiempo que le lanzaba un "tonto" muy familiar. Tuliferio, detrás del mostrador, guiñó el ojo a José, dándole a entender que aquel era el buen camino.

Estuvieron todo el día vagando por la ciudad. Por la tarde salieron a las afueras y dieron largos paseos por las alamedas y la orilla del río. Tulita resultaba a un tiempo una mujer fácil y difícil de contentar. Cuando José le preguntaba "Dónde quieres que te lleve?", Tulita le miraba con sus inmensos ojos redondos y encogiendose de hombros, respondía: "No se".

José intentó cien veces iniciar una conversación, pero Tulita, cuando más absorbida parecía en sus palabras, formulaba una pregunta cualquiera que daba a entender a José que no había retenido nada de lo que estaba penetrando por sus tímpanos.
Al mediar la tarde, José buscó la manera de poder referir a Tulita la historia detallada de la maleta.

- ¿Sabías que estuve alojado en el Hotel de Extranjeros?
- No sabía - respondió Tulita con un total desinterés.
- ¿No te han explicado como penetré una noche en el Hotel con la ayuda de la escalera de los bomberos para buscar mi maleta?
- No sé nada de eso - prosiguió la muchacha en el mismo tono indiferente. Y añadió: - Oye, ¿a que no sabes hacer ésto...?
Ante los ojos atónitos de José, Tulita se puso a correr sobre le césped y unos metros más allá dió una voltereta sin tocar con las manos en el suelo. Ver dar un salto de estas características a un cuerpo redondo y carnoso como el de Tulita es uno de los espectáculos más cómicos y grotescos que puede ofrecernos la vida, pero cuando es la propia pareja la que se libra a tales excesos, coge tonos de tragicomedia.

Apenas tuvo tiempo de decir nada cuando unos niños, llegados como una aparición para presenciar el espectáculo, pedían a Tulita con gritos y palmadas una nueva exhibición.
Tulita cruzó las manos por encima de su cabeza, a manera de saludo y ejecuto sobre el césped la más absurda gama de cabriolas que un ser humano tiene la posibilidad de realizar.
Los niños aplaudían frenéticamente y, creyéndoles sin duda artistas de circo, estimulaban a José para que mostrara sus habilidades. Pero el noble exilado, excedido en su fino sentido de la medida, conminaba a Tulita para que cesara en su loco empeño.

- Basta, basta, Tulita - clamaba.- Estamos dando un espectáculo.
- Pero quieren divertirse - oponía ella entre voltereta y voltereta.- Déjanos divertirnos, aguafiestas.

José optó por sentarse en un banco, esperando a que Tulita hubiera terminado de jolgorear a los chiquillos. Sentado y en desacuerdo con su circunstancia, José meditó y en el centro de sus pensamientos, se encontraba, inamovible, la maleta, y más concretamente los papeles que probaban su nobleza, encerrados en aquella vieja maleta depositada ahora en el sótano del Hotel. Más allá, en el césped, se encontraba su instrumento, su camino, el más directo que la vida le ofrecía en aquel momento, entregado a extrañas cabriolas que herían su sensibilidad. Pero de esa herramienta dependía el futuro de su vida. Todo dependía de la habilidad de José en manipularlas. Aquel primer día fue más bien decepcionante, pero nada estaba perdido y con la caída del crepúsculo podía producirse un cambio que orientara las cosas hacía un ángulo definitivamente favorable a los propósitos de José.

Un poco más tarde, Tulita, jadeante y sofocada, fue a sentarse junto a José. La luz del día se iba apagando por encima de las copas de lo árboles y en la alameda, las parejas de novios, a medida que la luz se extinguía, se estrechaban más y más, como si las sombras llevaran consigo una fuerza de gravedad que los atrajera, el uno hacia el otro.
Aunque José no era un hombre hábil en esa clase de experiencias, el ejemplo de los enamorados ocultos en los troncos de los árboles le sugirió la idea de que tal vez aquel fuera el lenguaje que Tulita comprendiera y a través del cual pudieran llegar a un terreno de comprensión.

Se arrimó discretamente a ella, que jadeaba aún de cansancio y pasando su brazo alrededor de su cuello, le dijo muy tiernamente:
- Estás cansada, Tulita?
- Si - respondió ella mirándole con su ojos redondos.- Los niños me han agotado.
José atrajo la cabeza de su amiga hacia su hombro y con la mano que le rodeaba el cuello empezó a manipular. Pero en la postura en que se encontraba, sus brazos resultaban cortos para alcanzar la esfera del seno de Tulita, que era el primer objetivo que se había impuesto. Contra lo que era de esperar, la muchacha se dió cuenta de esa dificultad técnica y dejó resbalar su cuerpo en el banco, de manera que José pudiera proseguir su tarea sin ninguna dificultad.

José reventaba de júbilo al apercibirse de que Tulita respondía positivamente y mientras acariciaba el enorme seno de la muchacha, se veía ya con los papeles en la mano, en el momento solemne en que todos sus derechos eran reconocidos.

Después de un tiempo de sospesar, medir, aplastar y hacer todo lo que una mano diestra puede realizar con un seno normalmente constituido, José pasó a la segunda fase que consistía en besar los labios de Tulita, mientras sus manos tenían acceso a otras partes recatadas de su cuerpo. Pero cometió el error de atraerse a la muchacha hacia si, en lugar de ser él quien se desplazara al encuentro de los labios de ella, y ocurrió que tras el primer contacto, Tulita fue presa de una tal fiebre pasional, que en un impulso incontenible se abalanzó contra José, dejándole tendido de medio cuerpo en el banco.

José tenía la sensación de que una locomotora se había instalado sobre su cuerpo. La iniciativa había pasado a manos de Tulita, quien continuaba apegada a los labios de José, con una falta tal de calculo que su nariz, oprimiendo las paredes nasales de José, le impedía respirar, y el noble exilado temía que si durabae mucho tiempo el beso, acabaría asfixiado.
Tulita debía encontrarse también incomoda en aquella posición porque acabó por abandonar su presa. Pero al recuperar el equilibrio, apoyó una de sus manos en el vientre de José, lo cual fue como un golpe de gracia para su atropellado cuerpo.
Tal vez dándose cuenta de su estado, Tulita le ayudó a incorporarse y cogiéndole de la mano, le arrancó del banco, diciendo:
- Vámonos a casa, todo está preparado para cenar, ya veras...
Tulita tomó la iniciativa y ella misma se encargó de encontrar un taxi, a fin de que el trayecto se recorriera en un mínimo de tiempo.
Un cuarto de hora más tarde, Tulita y José se encontraban ante el Hotel de Extranjeros.

Tulita tenía una habitación alquilada en el último piso del edificio frontero al Hotel. Era una habitación independiente, limpia y con ciertas comodidades en lo tocante a higiene. En un extremo, el hornillo de gas permitía cocinar.
Tulita se puso cómoda e invitó a José a que se quitara los zapatos y la americana y se tendiera en la cama mientras ella preparaba la comida.
- Cenaremos y nos acostaremos enseguida, eh, nenito mío? - susurró Tulita acariciándole las mejillas.

José se dió cuenta de que había perdido la iniciativa. Pero tendido en la cama y juzgándolo todo con más serenidad, pensó en dejarse llevar. En realidad, no podía sentirse descontento de lo obtenido aquel día. Despertó en un diván de café y se acostaba en una verdadera cama, con perspectivas de conservarla de manera definitiva. Ignoraba aún si las intenciones de Tulita con respecto a él eran de tipo sentimental o puramente sexuales, pero en uno u otro caso, él sabría servirse de este interés para los fines perseguidos. Cenaron y se acostaron. La cama resultaba estrecha para contener dos cuerpos y cuando llegó la hora de dormir, Tulita ocupó inconsciente casi todo el espacio, roncando sonoramente, con un sueño pesado de campesina. José no pudo pegar ojo, pero cuando por la mañana temprano Tulita se levantó, al hombre le pareció tan prodigioso el hecho de poder disponer de toda la cama, que en su primer sueño se vio de nuevo noble, con todos los atributos inherentes a sus títulos.

Durmió, como se duerme en un final de etapa, como duermen los hombres que no viven en conflicto con la Sociedad. Imposible saber cuanto tiempo hubiera dormido aún de no ser reclamado a la tierra por una terrible explosión que pareció conmover las paredes del cuarto.
José despertó en sobresalto. Frente a él, sonriente, se encontraba Tulita, todavía con un petardo en la mano.
- Estoy harto de tus malditos petardos - tronó José.
- Es ya la una de la tarde, se disculpó Tulita.
- Y no podias escoger mejor medio de despertarme?
- No lo haré más - aseguró la muchacha, visiblemente apenada por la bronca.- Mira, te he traído el almuerzo. He comprado pollo. Creo que te gustará.

La vista del menú cambió el humor de José. Llevaba tiempo comiendo manjares baratos y el pollo fue acogido con júbilo por su paladar. Tulita se sentó junto a él y comió copiosamente y con una rapidez impresionante.
- Tulita – señaló José - comes demásiado. Eso está bien en el campo, pero en la ciudad es preciso controlarse.
Tulita lo escuchó con atención y mirándole con sus grandes ojos redondos, dijo:
- Si tú me prefieres delgada, no comeré más.
Después de limpiarse los labios con el delantal, Tulita se acercó a José.
- Has comido bien? - preguntó llena de ternura.
- Claro que si, Tulita- respondió José ligeramente exasperado por el tono maternal empleado por la muchacha.
- Si quieres, no tendrás nunca que moverte de la cama - prosiguió Tulita.- Yo te traeré la comida dos veces por día y no tendrás ni siquiera necesidad de salir de aquí.

José iba a protestar de ese programa envilecedor, pero conmovido por el afecto que se desprendía de los ojos de Tulita, le acarició la mano sonriendo, como para agradecerle sus buenas intenciones.
- Dejemos que la familiaridad se establezca entre nosotros - se dijo.- Lo demás vendrá por si solo.
Tras unas caricias reglamentarias, a las que José se prestó como a cosa que formaba parte de su plan de acción, Tulita regresó al Hotel para completar su jornada.

Al quedarse solo. José se vistió. Se proponía dar un paseo por la ciudad, en el curso del cual reflexionaría sobre la mejor manera de alcanzar sus propósitos. Pero se encontró con la sorpresa de que Tulita había cerrado con llave al marcharse. La indignación se apoderó de él, pero acabo comprendiendo los motivos de la muchacha y pensó que no podía estar descontento de que su instrumento temiese perderlo hasta el punto de encerrarlo con llave en su habitación.

Pasaron varios días. José engordó visiblemente bajo el régimen de sobrealimentación que le imponía la muchacha. Tulita, por el contrario, no cesó de adelgazar, decidida a encarnar el ideal femenino de José. Su cara redonda se tornó en angulosa y todo su cuerpo adquirió una esbeltez que sugería el milagro. Lo extraordinario fue que junto a esa transformación física se produjo en ella un cambio caracterial.

Tulita perdió de pronto esa alegría campesina que tanto chocara a José el primer día y por momentos se mostraba una mujer atormentada por la idea de perderle. Los días pasados juntos introdujeron en su corazón una suerte de sentimiento de propiedad y Tulita solo vivía para conservar, para integrarse más y más a aquel que ella consideraba su hombre.

José fue consciente de este proceso, que le era imposible eludir y vió como su vida se llenaba de malentendidos que podían acabar siendo trágicos. Toda su actividad se reducía a dar paseos por las orillas del rio, deteniéndose a veces para contemplar la labor de los pescadores de caña. Después, regresaba a la habitación y al poco rato aparecía Tulita con grandes cestos de comida. Fue preciso comprar un cubo más grande para meter la basura, porque los restos alcanzaban ya proporciones guiñolescas. Viendo la cantidad de basura que salía de aquella pequeña habitación todos los días, José tenía la sensación de hallarse en pleno proceso de envilecimiento. Pero eso no era lo peor.

Su actividad sexual se encontraba en el primer plano de sus preocupaciones. Primero creyó que Tulita era insaciable, como campesina vigorosa, propicia a cualquier exceso. Pero ahora no estaba tan convencido de ello y por momentos le parecía que la muchacha se entregaba a la sexualidad porque pensaba así satisfacer a José. El hubiera querido decirle que los goces sexuales no entraban en su programa, pero, de hacerlo así, habría tenido que abordar el fondo, el origen de sus relaciones con Tulita, y referirse concretamente a la maleta. Cien veces tuvo la tentación de hacerlo y cien veces retrocedió ante el temor de perder a Tulita. Ella representaba para José un instrumento de primer orden para recuperarla y el hecho de poseer esa posibilidad le hacía gozar en cierto modo de los placeres que la maleta escondía, del mismo modo que el hambriento goza contemplando un escaparate de charcutería.

Sin embargo, debía decidirse. No podía continuar una vida que sólo se justificaba por la acción diaria, sin prolongación intelectual, temiendo revelar el objetivo para el cual fue concebida, que era lo único que podía en definitiva disculparla: la recuperación de los papeles que acreditaban su nobleza.
Así, José veía desfilar los días, comiendo, paseando y durmiendo, mientras gozaba noche tras noche del cuerpo de Tulita en vías de transformación. La muchacha, para la cual la comida constituía una verdadera obsesión, poseía enraizada esa idea, tan extendida entre los campesinos, de que un desgaste cualquiera del organismo debe ser compensado inmediatamente por la absorción de un alimento que neutralice la pérdida de fuerzas; de forma que por las noches, después de haber pagado tributo a la sexualidad, Tulita se levantaba desnuda de la cama para batir la yema de un huevo en un vaso, que ofrecía luego a José mezclada con vino rancio.

El ruido de la cuchara al batir el huevo, se convirtió para José en el símbolo de su culpabilidad y se le antojaba que era su alma la azotada durante el tiempo que la yema tarda en batirse.
Con el paso de los días, Tulita sintió pereza de levantarse para batir el huevo, optando por hacerlo antes en lugar de prepararlo después. Apenas terminada la cena, José asistía, sin osar decir "Basta!" a la preparación del huevo, que constituía el preludio de la operación sexual.
Una tarde, se produjo en José la reacción. Imposible continuar aquella vida. Algo fallaba, cuando no encontraba la manera de hacer confesables sus propósitos. Algo fallaba y José lo descubrió.
Kabaleb

La Maleta 4 (el engaño)

Capítulo II (2ª parte)

Los dos amigos se dirigieron a toda prisa a la agencia de la Interplanetaria en el distrito XI. Allí todo era viejo y polvoriento y los empleados, casi todos ancianos, trataban al cliente con amabilidad, casi familiarmente.

Tuliferio y José fueron conducidos ante un viejo archivador que los hizo sentar en dos sillas de mimbre, las únicas que había en la pequeña estancia rodeada de viejos anaqueles, donde estaban archivados en desorden los expedientes...

El viejo comenzó a buscar el de Tuliferio, sin cesar de hablarles un solo instante. Cada uno de los expedientes que tocaban sus manos despertaba en él un recuerdo y trataba de referir a los dos clientes las historias de aquellos casos que conocía de memoria. Así su trabajo de búsqueda se realizaba con mucha lentitud, pero Tuliferio no se atrevía a interrumpirle, dada su amabilidad.
Cuando el viejo hubo registrado sin resultado todos los archivadores de la habitación, se sentó ante su mesa y con las manos en las sienes se entregó por unos instantes a la reflexión. Después movió la cabeza con sacudidas que querían ser de evidencia.

-¡Claro! ¡Claro! - dijo - Cómo no se me había ocurrido antes! Su expediente debe encontrarse en la sección de pólizas caducadas.- Reflexionó de nuevo y añadió: - Sí, allí debe estar.
-¿Y eso dónde se encuentra? - preguntó Tuliferio después de intercambiar una mirada con José, quien no cesaba de contemplar el reloj.
- En el distrito XVIII - informó el viejo con extrema amabilidad.- Le daré la dirección exacta.

De nuevo Tuliferio y José cruzaron calles y más calles a toda velocidad.
Después de escucharlos apenas unos minutos, los de la nueva oficina los mandaron a la sección de cuentas pendientes, en el distrito XIV.
Otra vez en la calle, José se negó a seguir visitando sucursales de la Interplanetaria.
- Es inútil - dijo a Tuliferio.- Dentro de pocos minutos serán las doce y el plazo legal de que dispongo para pagar el hotel habrá terminado.
- A menos que pida usted prórroga de pago - corrigió Tuliferio, y ante la perplejidad de José prosiguió: - El reglamento del Hotel concede al cliente un plazo de prórroga de 24 horas para pagar lo adeudado, cuando se encuentra en instancia de expulsión.

- Si es así, debemos pedir de inmediato ese plazo - opinó José, de nuevo esperanzado.
- Yo mismo me ocuparé de hacerlo por teléfono – se ofreció Tuliferio, y desde una cabina pública se puso en contacto con el Hotel de Extranjeros.
- Ya está - dijo al salir.- Su demanda ha sido registrada. Ahora podemos ir a la sección de cuentas pendientes. Presiento que nos hallamos en la última etapa - confesó Tuliferio, dando una palmada en la espalda de su amigo para animarle.

Pero al llegar a la sucursal del distrito XIV, las oficinas ya estaban cerradas. Un cartel advertía que por la tarde no se recibían visitas.
- Que le vamos a hacer - suspiro Tuliferio.- En realidad, algo hemos hecho esta mañana por aproximarnos a su maleta. Creo que mañana el dinero será nuestro.

José no participaba del optimismo de su amigo, pero debía reconocer su buena voluntad y se negaba a sentirse pesimista.
Pasaron la tarde juntos, hablando de la Residencia del Sr. Barón, tema que seducía a José, evocando en su espíritu un oasis de paz que nunca había conocido. Por momentos, al sentirse fatigado por la lucha, hubiera deseado renunciar a todos sus títulos para laborar al abrigo de toda inquietud, reconfortado por sus compañeros de trabajo en los instantes de melancolía y, sobre todo, sin tener dificultades económicas que solucionar, esos problemas sórdidos e infinitesimales que tanto le habían agobiado en los últimos años de su vida.

Se acostaron temprano, ambos en la misma cama de su antigua habitación y al día siguiente reemprendieron su titánica lucha con la Interplanetaria.
De la sección de cuentas pendientes, fueron rechazados de nuevo hacia las oficinas centrales, en el despacho de asuntos contenciosos. Por desgracia, aquel día el empleado que llevaba la sección no había acudido al trabajo por enfermedad y nada podía resolverse hasta el día siguiente. Fue la voz electrofónica quien les informó.

Un nuevo plazo de veinticuatro horas fue solicitado al hotel y José, ya casi resignado, pasó una nueva tarde vagando al lado de Tuliferio, con el que acordó tutearse.

El tercer día lograron por fin establecer un diálogo con el responsable de la sección pertinente, pero el resultado fue negativo. La compañía aseguradora había pedido un suplemento de información sobre la muerte del cliente y hasta que ese documento se recibiera, la póliza no sería abonada.
Tuliferio salió dispuesto a acudir a las oficinas públicas, a fin de activar la realización de este suplemento, pero José, descorazonado, decidió abandonar la partida.

- No, Tuliferio. Me he convencido de que este no es el camino. Después de todo se trata de tu dinero y yo tengo que recuperar mi maleta con medios propios.
- Es el orgullo quien te hace hablar así, José – le reprochó Tuliferio.- Por medios propios no significa que sea únicamente a través de las acciones que tú mismo puedes realizar, sino con todas las fuerzas que mueves, de forma consciente o inconsciente. Yo puedo ser tu medio.
- Lo he pensado ya - confesó José - pero ya ves que las circunstancias convierten ese medio en inutilizable.
- Tal vez mañana tengamos más suerte - insistió Tuliferio.
- Después de haber estado en las oficinas y visto cuales son sus métodos, he perdido la esperanza de que llegues a cobrar. Te agradezco tu solidaridad, Tuliferio, pero es hora de que busque otro camino.

Tuliferio se quedó mirándolo con cierta melancolía, renunciando a convencerle. En los tres días que había permanecido junto a José, pudo admirar su entusiasmo infantil, las reservas inmensas de optimismo acumuladas en su espíritu, su temple de luchador, y ahora sentía tener que separarse de él. A José le faltaría sin duda también esa sensación de seguridad que se desprendía de la personalidad de Tuliferio, esa impresión de estar al abrigo de todos los problemas, pero sus caminos iban hacia latitudes distintas y era preciso separarse.

Tuliferio fue el primero en tender la mano y José se la estrechó calurosamente. Debajo del puente, un barco de vapor que cruzaba el río hizo sonar la sirena, contribuyendo así a dar solemnidad a una despedida tal vez definitiva.
Se oía todavía la sirena cuando Tuliferio perdió a su amigo de vista, oculto en el laberinto de callejas que se levantaban en la orilla izquierda del río.
El paso de José era firme, casi militar, tal como convenía en vistas a la lucha que iba a emprender.

Al atardecer, después de haber recorrido a pie un sinfín de calles, mientras pensaba en un modo original y propio de recuperar su maleta, José se encaminó hacia el Café de Noche, buscando el consejo del camarero, que era quien le había facilitado la primera pista.

Era sábado y el café, pequeño de por sí, se encontraba atestado de gente. Sin embargo, la atmósfera no era densa, en el interior el humo de tabaco escaseaba por arte de un inmenso extractor que se lo llevaba formando una especie de tornado. Al encontrarse entre aquel conglomerado de humanidad, José notó una sensación de felicidad, de hogar, que hacía mucho que no experimentaba.

Los clientes de aquel sábado por la tarde daban la impresión de ser gente acostumbrada a trabajar y algunos, curtidos por el sol, podían ser campesinos. Observándolos con más precisión, José constató que casi todos iban vestidos con pantalones y chaqueta de pana, unos de color negro y otros marrón. Amontonados en torno a las mesas, le extrañó la alegría que parecía manar de ellos. Los había de todas edades; ancianos ligeros de gestos y jóvenes que derramaban sus ganas de reír.

Como fuera que las sillas eran del todo insuficientes para la gente que se agolpaba en aquel local, algunos se habían instalado en el suelo y jugaban a los dados, a las damas o al ajedrez. José se abrió paso por encima de ellos, con la esperanza de encontrar un hueco en el que acomodarse. Todo estaba repleto. En un extremo de la barra, José observó cómo un hombre muy joven, casi un muchacho, se hallaba completamente dormido. En un movimiento brusco del sueño, el mozo se cayó y tanta sería su fatiga que, sin apercibirse de ello, continuó durmiendo en el suelo, apoyado en un entrante natural de la pared. José pensó que aquella era una ocasión única de ocupar un asiento y sentó, esperando que apareciera el camarero.

Los clientes de aquel día debían sin duda ser muy familiares del café porque cada uno obraba en el salón con una desconcertante libertad. José observó como uno de los supuestos campesinos jugaba con un avión de papel, haciéndolo revolotear por el espacio, sin preocuparse de si molestaba o no a sus compañeros con este juego que parecía apasionarle. Observó a otros concentrados en una partida de ajedrez. Uno de sus compañeros seguía las jugadas con gran seriedad, pero en el momento que más absorbidos estaban en el juego los dos rivales, el testigo escamoteaba una torre o un alfil del tablero. Cuando se daban cuenta los jugadores simulaban indignarse vistosamente, lo cual desencadenaba la gran carcajada del bromista, quien intentaba huir con su torre, perseguido por los ajedrecistas, no reparando, unos y otros, en estropear otros juegos en curso o en derramar por el suelo el contenido de las mesas.

Lo verdaderamente extraordinario era que nadie se molestaba y que todos parecían aceptar los bromistas como elementos naturales, cuyos derechos era preciso respetar. Lo cierto es que todos gastaban bromas inocentes entre sí, y víctimas y verdugos se encontraban vinculados en una entrañable fraternidad.

Entregado a esas constataciones, José apenas se dio cuenta que el individuo que pretendía escamotear la torre del tablero de ajedrez, huyendo de sus perseguidores buscó amparo debajo de la barra. El hombre trató de ocultarse entre sus piernas y al verse descubierto depositó la torre en uno de los bolsillos de la americana de José. Luego, tras dejarse registrar por sus perseguidores, con las manos levantadas, indicaba a éstos con guiños del ojo y otros gestos similares que era José quien poseía la pieza que buscaban. Sin pedir permiso, los ajedrecistas registraron sus bolsillos y al encontrar en ellos la figura robada, esgrimieron con la mano una amenaza infantil, como si José hubiera sido realmente el culpable.

-¿Por qué no nos dejas jugar, mala persona? - inquirieron.
José no supo que responder. Jamás había sido dotado para las gracias del humor y se sentía desarmado. No obstante, no deseaba que creyeran que estaba molesto, pero se encontraba en fuera de juego.

-¿Eh? Di, qué te hemos hecho para que nos cojas las fichas? ¿Eh? Malo.
Por fortuna el camarero apareció en aquel preciso instante y apartó al comediante, dándole una zurra en la espalda con el trapo mojado.
- No molestéis a ese señor con vuestros juegos - les riñó, y los tres graciosos se marcharon corriendo a ocupar de nuevo sus puestos.
El camarero se aproximó a José:
- Esperaba verle a usted antes - y viendo que José contemplaba con curiosidad a su bulliciosa clientela, añadió: - Son algunos empleados de la Residencia del Sr. Barón. Los sábados tienen la tarde libre y vienen a veces a pasarla en este café, donde la consumición, por ser empresa controlada por el Sr. Barón, es gratuita.

- José redobló su interés por aquella gente al saber que se trataba de los colegas de Tuliferio. En efecto, analizados uno por uno, parecían tener una gran personalidad, aunque en ese momento parecieran un grupo de colegiales en fiesta.
-¿Cómo van sus asuntos? - inquirió el camarero, manifiestamente interesado en su lucha.
- Podría decirle que van bien - explicó José - pero no es cierto - y añadiendo gravedad a su entonación, susurró: - He caído en una falsa pista.
El rostro del camarero se ensombreció como si hubiera recibido una mala noticia.

- Explíquese - le recamó, al tiempo que apartaba a un cliente para poder sentarse junto a José.
En unos minutos José le refirió la odisea de los tres últimos días y como había ido perdiendo día a día la esperanza. Cuando hubo terminado, el camarero, tras una corta reflexión, intervino:
- Conozco a ese Tuliferio - añadió.- Así pues se hace pasar por cocinero, eh? Puedo asegurarle que es un simple pinche de cocina.
-¿Entonces, por qué se hizo pasar por cocinero? – preguntó José, juzgando con gran severidad una falta aparentemente pequeña.
- No lo sé - dijo el camarero encogiéndose de hombros.- Tal vez por vanidad.- y acercándose al oído de José, susurró con intención - ...o por consigna.

José permaneció unos instantes atónito, contemplando la mirada fija y maliciosa del camarero sin comprender el sentido del secreto.
El camarero quiso aclararle:
-¿No ha pensado Usted que Tuliferio pudiera ser un agente de la Sociedad, enviado al Hotel con consignas muy precisas...?
-¿Pero, qué consignas? ¿Con qué misión lo habrían mandado? - inquirió José, mientras se le escapaban las razones que el camarero juzgaba sin duda de una lógica aplastante.
- Con la misión de impedirle a Usted recuperar su maleta - prosiguió el camarero, implacable, subrayando cada una de sus palabras con su índice extendido, como si dictara una sentencia.

Los ojos de José se cerraron unos segundos para reflexionar.
-¡Ah ya! Ahora comprendo - y fijando la mirada en las pupilas del camarero, hizo para sí mismo y para su interlocutor un análisis crítico de los acontecimientos. - Ahora recuerdo varias cosas que me chocaron, pero que no intenté explicarme con la lógica de la razón.

- He aquí el error - interrumpió el camarero.- A cada minuto, a cada segundo hay que pasar la acción que se vive por el tamiz de una critica rigurosa, sobre todo cuando uno ha empezado a tratar con las gentes que de cerca o de lejos tienen algo que ver con la Sociedad.
- En primer lugar - prosiguió José - me extrañó que él pudiera tener tanta libertad como para traer a gente a su habitación y más aún cuando se trataba de alguien en conflicto con la empresa. También me ha sorprendido el hecho de que tomara posesión del cuarto cuando yo me encontraba precisamente en este café charlando con usted, y en tal caso, cómo se enteraron de que pensaba regresar al Hotel y tomar posesión de mi alcoba por la ventana?

- La Sociedad lo sabe todo - afirmó el camarero.- ¿Recuerda que aquí se encontraban tres clientes dormidos?
- Si - recordó José.
- Apenas Usted se hubo marchado, los tres salieron corriendo. Me jugaría el cuello a que eran espías de la Residencia del Sr. Barón.
- Inaudito - dijo José, moviendo la cabeza repetidas veces y reanudando el hilo de sus presunciones, añadió:
- Otra cosa que me llamó la atención, es que a pesar del ruido fenomenal que hizo el bombero Jerónimo al desplegar la escalera, Tuliferio no despertara, cuando todos sus vecinos se asomaban a las ventanas para ver lo que ocurría. Al verlo dormido, tuve la impresión de que todo era un simulacro, pero la explicación que me dio y su manera de comportarse vencieron mi desconfianza.

José se concentró un momento en sus recuerdos más recientes y prosiguió en un tono impregnado de evocación:
- Pensando en la sabiduría que me ha comunicado Tuliferio, en lo que me ha enseñado sobre la organización de la Residencia del Sr. Barón, en sus ofrecimientos generosos de ayuda, me resulta difícil imaginar que todo lo ha hecho con el único fin de perjudicarme.
El camarero reaccionó vivamente al oír la última palabra.
- Yo no he dicho que Tuliferio haya sido enviado al Hotel con la misión de perjudicarle.

José miró con gesto de extrañeza, pero acostumbrado ya a las contradicciones, que eran la norma común de todos aquellos que, de cerca o de lejos, estaban vinculados a la Sociedad, no dijo nada, en espera de que el camarero se explicara con más amplitud.
- Lo que a usted le ocurre - comenzó el camarero con calma, como si dudara de los efectos de su teoría sobre las neuronas agotadas de José - y que por otra parte es defecto muy extendido entre la humanidad - precisó -, es que comete un error de percepción al enjuiciar las cosas, tomándose a usted mismo como un centro sobre el que convergen todas las fuerzas del universo. Ello le hace considerar como valores absolutos lo que no es más que una parte, un simple roce destinado a modificar de forma casi imperceptible el rumbo general del cosmos.

A pesar de la explicación del camarero, José no veía con mayor nitidez el role nefasto desempeñado por Tuliferio en lo que a sus asuntos se refería.
- Admito que para la humanidad en general no tiene el menor interés mi problema de maleta perdida en un hotel, pero para mí lo tiene - proclamó José con fuerza, señalándose a sí mismo, de manera que se daba fuertes golpes con el índice en el pecho.- Recuperar mi maleta es para mi esencial y la Sociedad que administra el Hotel lo sabe sin duda, puesto que tanto celo pone en impedírmelo.

Sin muchas esperanzas, el camarero entró de nuevo en el tema.
-¿Usted mismo ha reconocido haber recibido ciertas enseñanzas de Tuliferio, no es verdad?
- Cierto.
- ¿Acaso esas enseñanzas no constituyen en sí un bien?
- Cierto
- ¿Cree usted que esas enseñanzas le hubieran sido dadas si previamente no se hubiese creado en su vida el angustioso problema de la maleta perdida?
Llegado a este punto, José empezó a ver la luz, una luz nueva, cuya existencia no había intuido antes y que iluminaba de un modo distinto el proceso de las relaciones entre los hombres. José detuvo con un gesto el chorro verbal del camarero, que amenazaba con sumergirle de nuevo en la incomprensión, a fin de retener en su intelecto el hilo tenue de aquella nueva verdad que no había sido aún contrastada.

-¿Lo que quiere decirme es que para aprender cosas nuevas, para que puedan ser asimiladas, es preciso cubrirlas con cierto ropaje, que el hombre toma como la única realidad existente, cuando lo real es lo que se oculta detrás, no es eso?
A medida que lo oía hablar, al camarero se le llenaban los ojos de lágrimas y un escalofrío de dicha sacudía todo su cuerpo, al constatar que José comenzaba a comprender las extrañas leyes que eran de rigor para aquellos que laboraban en las filas de la Sociedad. Las vibraciones de su cerebro se aceleraron y parecía ebrio cuando despegó los labios para responder a José.

- ¡Lo ha comprendido perfectamente! - exclamó en la cumbre de su exaltación. - Podríamos decir que Tuliferio ha sido para usted, el alma que se agita en el interior de ese monstruo, que es la maleta. Por ello no se puede decir que lo haya perjudicado, porque es la maleta quien lo ha generado. Vistas así las cosas, el concepto de enemigo desaparece. El enemigo es el polo positivo de la circunstancia que uno vive y de la que uno mismo es el polo negativo.

- Así debe ser, lo reconozco - reflexionó José - pero tal vez le decepcione si le digo que a pesar de entenderlo así, todo mi ser esta pendiente de la maleta perdida con mis títulos de nobleza. Si tuviera mis títulos podría recuperar mis bienes y mi posición social. En cambio ahora, ya ve, no tengo ni siquiera donde albergarme.

- No me decepciona - aseguró el camarero con infinita comprensión.- El estar convencido intelectualmente de una verdad no significa que el cambio de conducta se opere de inmediato. La contradicción subsiste durante mucho tiempo; a veces dura toda la vida y todo cuanto ocurre obedece al único objetivo de eliminarla. Mi experiencia en las cuestiones que conciernen a la Sociedad que explota este negocio, me autoriza a aconsejarle que persevere en su deseo de recuperar la maleta y estoy seguro que conseguirá su propósito. En cuanto a su problema de alojamiento - añadió -, venga aquí a la hora del cierre. Yo me encargo de convencer al gerente para que lo deje dormir en el diván que tenemos en la trastienda. No será usted el primero que lo haga.

José agradeció la propuesta y la aceptó. El camarero se levantó para arrojar su trapo mojado a un grupo de empleados de la Residencia que se habían empeñado en imitar los sonidos de una orquesta de jazz y armaban un ruido infernal con los taburetes.
- Lo que yo quisiera - añadió José antes de que el camarero se marchara - es abrir cuanto antes una nueva pista. Usted me habló de las criadas del Hotel. Creo que el camino es practicable. Tal vez podría presentarme a una de ellas.

- Puedo hacerlo - afirmó el camarero.- Precisamente una nueva muchacha ha entrado en servicio. Pero mañana hablaremos de todo ello. Se acerca la hora de mi relevo y me veo obligado a dejarle. Venga por la noche. El camarero de turno ya estará enterado de que usted duerme aquí.
- Oiga - clamó José cuando el camarero ya se iba.- Me gustaría saber su nombre, por si debo referirme a Usted.

- Me llamo también Tuliferio, como el ayudante de cocina que encontró en su Hotel. Comprendo que esa coincidencia le asombre, pero es así.
Con estas palabras, que dejaron a José con la boca abierta, el Tuliferio camarero se perdió entre la masa de servidores del Sr. Barón.

La atmósfera empezaba a cargarse en el café y José salió a la calle. Era muy extraño encontrar dos personas dispuestas a ayudarle y que las dos llevaran un nombre tan particular como el de Tuliferio.
Mientras andaba por las calles, tratando de hacer síntesis de las sensaciones del día, a José le pareció de pronto que los dos Tuliferios eran la misma persona. En su interior no lograba reconstituir los trazos del rostro de uno y otro por más esfuerzos que hacía. Estuvo a punto de volver al café para grabar en su mente la imagen del Tuliferio camarero, pero se acordó que su turno terminaba y no lo iba a encontrar. No obstante, resultaba absurdo pensar que ambos fueran el mismo individuo, ya que de haberlo sido, los habría reconocido en el momento de hallarse con uno u otro. Pero esa sensación fue de las más desconcertantes que José experimentara en su vida.

Muy tarde ya, cuando José regresaba al Café de la Noche para dormir en los divanes, se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta para buscar no se sabe qué cosa cuando dio con un pedazo de papel extraño que parecía una nota. La leyó con curiosidad. "Ha sido Tuliferio-camarero quien ha avisado a Tuliferio-cocinero de que tú volverías al Hotel, ayudado por los bomberos".
Esta nota acabó de desconcertar a José. Sin duda la dejó caer en su bolsillo el empleado de la Residencia que escondió la torre de ajedrez. Más que nunca José tuvo la sensación de ser un juguete en manos de la Administración de la Sociedad que explotaba el Hotel. Pero era ya tarde para reflexionar y el sueño empezaba a invadirle. Aquella noche iba a dormir en el café y por la mañana emprendería su propio camino.

Se terminó seguir las directrices de los demás. Al Tuliferio-camarero le dejaría entender cual era su puesto. Él era un noble con posibilidades latentes después de todo y en cuanto tuviera documentos todo iba a cambiar.
A partir de aquel momento, José tomaba la dirección del asunto y ya había escogido su frente de batalla: la criada del Hotel.
Kabaleb