La naturaleza es un libro sagrado que contiene la ley de la vida

Fíjate en ella y sabrás cómo debes orientar tu vida

Te han llamado para conquistar el mundo de lo posible

Es hora de que te lo creas y avances

La verdad que resplandece en el cielo

Es la misma que debe ser plantada en la tierra

La sed de conocimientos, el hambre de Verdad, de Belleza y de Sabiduría

Deben presidir tu vida y lanzarte hacia adelante

Enciende tu hoguera de la voluntad

Porque a través de ella podrás conseguir lo que te propongas

La Maleta 3 (la herencia)

CAPITULO II (1ª parte)

Al día siguiente, cuando José abrió los ojos, Tuliferio estaba ya medio vestido, afeitándose. Al contemplar sus gestos, tuvo la vaga impresión de haberlo conocido antes. No le evocaba ningún individuo en particular, pero le imponía un extraordinario respeto. Se quedó pensativo y se dijo que el camarero del Café le produjo una sensación muy similar. Era como si un hilo invisible y secreto le ligara a los empleados de la Sociedad, no acertaba a explicárselo, pero le evocaba algo profundo.

-¿ Qué hora es? - preguntó José a fin de que Tuliferio supiera que ya estaba despierto.
- Son casi las nueve - respondió sin volverse a mirarle. Debe darse prisa porque es probable que en las oficinas tengamos que esperar...

José no se hizo rogar y en pocos minutos estaba listo para salir.
- ¿Lleva tiempo trabajando en la Sociedad? - preguntó José cuando ambos ganaron la calle, camino de la compañía de seguros.
- Yo no le he dicho que fuera un empleado de la Sociedad - protestó Tuliferio. No, no soy más que uno de los cocineros de la residencia de invierno que tiene en Sr Barón en las afueras de la ciudad.

Tal revelación decepcionó un poco a José, quien pensaba hallarse en presencia de un verdadero funcionario. En efecto, nada en el porte de Tuliferio delataba su profesión, y vestido con su traje de salida, podía confundírsele con un viajero o un explorador de países extraños.

Quizás Tuliferio adivinara las reflexiones de su amigo, porque añadió:
- En la Sociedad, es difícil obtener un ascenso en el escalafón y los funcionarios ven transcurrir toda su vida sin apenas moverse de las esferas bajas. En cambio, estando al servicio del Sr. Barón y en su proximidad, resulta más fácil saltar de golpe hacia un puesto clave en los niveles elevados. No quiero decir con ello que el Sr. Barón dé a sus servidores trato de favor; lo que sucede es que puede apreciar mejor los méritos de los que viven a su alrededor.

-¿ Y usted es uno de los cocineros? - interrogó aún José.- significa que el Sr. Barón tiene más de uno.
Tuliferio sonrió levemente antes de responder.
- Seguro que le extrañará si le digo que ni yo mismo sé de modo exacto la cantidad de cocineros que actualmente están al servicio del Sr. Barón, en su Residencia de Invierno, se entiende, ya que en las demás, tanto en el país como en el extranjero, lo ignoro por completo.

En la imaginación de José empezaba a tomar fuerza la figura de Barón desarrollando su labor entre sus millares de servidores.
- Entonces, la Sociedad que él preside debe poseer numerosos y grandes negocios - razonó con acento de estudiada ingenuidad el noble José - y seguro que el Hotel de Extranjeros no da ni remota idea de lo que en realidad es.

- Acierta de pleno, amigo mío - aprobó Tuliferio.- En la dependencia del ala este, que es donde yo sirvo, son ya incontables los que laboran, y vaya a saber lo que ocurre en las demás, porque el trabajo no nos permite desplazarnos hasta ellas. Sólo cuando se dan fiestas en el salón de sesiones para el personal de servicio, nos encontramos todos reunidos y como comprenderá, en tales ocasiones no nos tomamos la molestia de contarnos.

- Parece increíble tanta servidumbre para un solo hombre - comentó José.
- Un solo hombre que no está solo jamás - corrigió Tuliferio. Tenga en cuenta que como Presidente de la Sociedad está muy solicitado por numerosas obligaciones de tipo social. Como la empresa controla gran número de negocios en el exterior, raro es el día en que el Sr. Barón no se ve obligado a recibir delegaciones extranjeras, provenientes a veces de los más recónditos lugares. Nada de extraño tiene que mantenga a su servicio cocineros de muchas nacionalidades, ya que todos sabemos que los hombres no se alimentan de igual manera en los distintos puntos del planeta. Se da incluso, el caso insólito de que en las dependencias figuran grupos de servidores que no han tenido nunca ocasión de trabajar, por proceder de países en los que la Compañía no tiene todavía intereses, pero no obstante, el Sr. Barón los guarda a su servicio por si algún día el Consejo de Administración decide establecer sucursales en esos lugares.

Escuchando a Tuliferio, José tenía la sensación de encontrarse en un país de ensueño; no obstante, esa imagen de la Residencia del Sr. Barón le resultaba también familiar, próxima a él, como el mismo Tuliferio y el camarero, cuyo nombre ni siquiera conocía.

- La nómina que debe pagar ese hombre será fabulosa - se le ocurrió reflexionar.
- Se equivoca - replicó Tuliferio con rapidez.- Nadie recibe un solo céntimo del Sr. Barón. En la residencia de invierno, todo el mundo presta servicio gratuito.
A pesar de haberse acostumbrado la víspera a considerar las cosas con lógica distinta, José no pudo evitar un movimiento de sorpresa.

-¿ Nadie cobra? ¿Tantos millares de servidores aceptan un trabajo sin retribución? ¿Cómo es posible?
- Es difícil explicárselo si no ha estado nunca allí - añadió Tuliferio.- Lo cierto es que los valores de alta cotización en la ciudad son muy poco apreciados en la Residencia del Sr. Barón.
-¿ Pero si el dinero no tiene curso en la Residencia, qué recompensa se recibe por los servicios prestados? - insistió José ávido de información sobre ese extraño mundo que comezaba a descubrir.

-Es que la idea de recompensa tampoco tiene para nosotros ningún valor. En todo caso, el premio consistiría en poder permanecer próximos al Sr. Barón, y en este sentido podemos decir que trabajamos por amor.
José estaba bastante desconcertado ente el descubrimiento de aquella compleja sociedad, y gracias a las revelaciones de Tuliferio, comprendió mejor la indignación de la gerente del Hotel cuando le propuso violar el reglamento en su favor.

-Debe ser maravilloso trabajar sólo por amor”. Trató de convencerse así mismo con un destello de idealismo en los ojos.
-Trabajando así no deben sentirse ustedes nunca fatigados.
- Todo lo que pedimos es servir, ser útiles al Sr. Barón. El trabajo es para nosotros una verdadera pasión y, como usted bien dice, no sentimos la fatiga, sino el placer de la labor realizada - precisó Tuliferio. - Claro que vivimos con la esperanza de que el Sr. Barón nos llame un día a ocupar un puesto en la Administración de la Sociedad, pasando así de simples servidores a colaboradores suyos. Pero todos sabemos que este paso será franqueado en el momento justo en que estemos capacitados para ello y nadie se muestra impaciente por ocupar un elevado cargo. Se ha dado el caso de hombres que entraron de lavaplatos siendo muy jóvenes y que murieron en las dependencias, sin avanzar en toda su vida un solo milímetro.

“¡Curioso mundo!”. Pensó José.En verdad me gustaría ocupar un lugar modesto en las dependencias del Sr. Barón - dijo, olvidando por un momento su origen noble.- Pero por los informes que me revela veo que debe ser muy difícil conseguir un empleo, puesto que hay exceso de personal.
La dificultad no radica en el exceso de personal - objetó Tuliferio - sino en las reglas administrativas que hace que nadie pueda presentarse ante el Sr. Barón o en su secretaría particular, sin ser previamente llamado a ella.

-¿Y Usted cree que para entrar en la Administración es imprescindible pasar antes por las dependencias del Sr. Barón? - preguntó aún José.
- Desde el punto de vista legal, nada se opone a que entre en la Administración sin necesidad de pasar por la Residencia, pero de hecho, este camino directo es impracticable, porque las Residencias del Sr. Barón facilitan todo el personal necesario, puesto a prueba durante años en las dependencias. Sin embargo, existen otros caminos.

- De todos modos - resumió José - los servidores del Sr. Barón no deben haber renunciado totalmente al dinero, ya que usted ha abandonado de forma voluntaria la Residencia para cobrar el seguro de la muerte de su padre.
Esta reflexión no fue comentada por Tuliferio, tal vez porque habiendo casi llegado a su destino, al cocinero le pareció oportuno dar a su amigo algunos informes sobre la operación que iba a tener lugar.
- Estamos llegando a la Interplanetaria de Seguros - dijo - y es preciso que le ponga al corriente de mi dossier, por si se les ocurriera hacerle preguntas sobre la muerte de mi padre.
Este preámbulo desconcertó un poco a José y, sin saber porque, sintió en su cuerpo las vibraciones de la maleta en forma de temor. Al parecer el asunto era menos claro de como Tuliferio lo había presentado la víspera. Había dossier, es decir, problema... y eran ya más de las diez de la mañana. No obstante, José se sacudió el temor disponiéndose a escuchar.

- Mi padre murió en acción de guerra - expuso Tuliferio sin mostrar emoción - acribillado por las balas enemigas. Hace ya tiempo que debiera de haber cobrado su seguro de vida, pero he aquí que en los estatutos de la Interplanetaria figura un articulo que estipula que ninguna póliza será hecha efectiva si el asegurado ha encontrado la muerte en manos de la Resistencia. En tal caso, se considera que el daño que el titular de la póliza haya podido producir a su Patria no da derecho a los herederos al disfrute de los bienes provenientes de la póliza. Es evidente que esta cláusula deja a los abogados de la Interplanetaria ancho campo abierto a la maniobra.

Tras una corta pausa, prosiguió Tuliferio
- Cuando me presenté por primera vez al cobro, hace ya algunos años, la Compañía me informó de que un expediente había sido abierto, a fin de investigar las causas de la muerte de mi padre. Como era de esperar, el informe final de los agentes de la compañía aseguraba que existían fuertes presunciones de que mi padre hubiese sido ejecutado por la Resistencia. Entablé un proceso. El cadáver de mi padre fue exhumado y se le extrajeron las balas, que resultaron ser de fabricación enemiga. "Eso no prueba nada" - dijeron los abogados de la Compañía, puesto que los resistentes se servían de las armas enemigas capturadas en combate. Se hizo necesaria la audición de testigos y, lo que pasa siempre en estos casos, los míos dijeron que si y los de la Compañía dijeron que no.

El pleito duró años, pero finalmente se ha resuelto en mi favor y ahora no falta más que cobrar. Pero es posible que me sometan a un nuevo interrogatorio y en caso de que le preguntasen a Usted si conoce la verdad del asunto, limítese a responder que mi padre fue asesinado por el enemigo. Eso bastará, ya que en tales casos, lo que cuenta es la repetición.

Apenas terminada la explicación, los dos hombres se encontraron ante la puerta de las oficinas centrales de la Interplanetaria, donde un letrero invitaba: "Entre sin llamar" y un subletrero añadía: "Sírvase cerrar la puerta".
Tuliferio y José cumplieron ambos requisitos y se hallaron en un salón moderno, amplio y repleto de muebles funcionales. En el fondo, una ventanilla, de la que colgaba un rótulo con la palabra "Información".

Sin darles tiempo a emprender cualquier iniciativa, sonó a sus espaldas, a derecha e izquierda, una voz imperativa, electrónica, que aconsejó en un tono que no aceptaba discusión: "Sírvanse acercarse a la ventanilla". Obedecieron mecánicamente y se encontraron frente al funcionario encargado de la información, un hombre impregnado de responsabilidad y en el cual no se adivinaban deseos de familiarizarse con el cliente.

Tuliferio iba a explicarse, cuando la misma voz omnipotente que escucharan un segundo antes resonó con sobrecogedora sequedad: "Exponga su caso de forma breve y con claridad".

En un instante Tuliferio había abdicado de su sólida personalidad, para convertirse en un cliente de la Interplanetaria. En cuanto a José, asomaba con timidez la cabeza por el lateral de la ventanilla, con los ojos entornados para evitar que el responsable de la información fijara su vista en ellos. Fue de este modo que José se dio cuenta de que no era el empleado quien hablaba, sino que éste se limitaba a apretar un botón, poniendo en marcha un magnetófono, que era el encargado de tratar con el cliente. Mientras Tuliferio explicaba su caso, José se preguntaba si la voz del magnetófono correspondía a la del funcionario, quien a pesar de su sobria apariencia y del rótulo "Información" que figuraba en lo alto de su ventanilla, no parecía muy informado.

Los temores de José se confirmaron. El funcionario se limitaba a impresionar en cinta magnetofónica la exposición del cocinero y a este efecto un micrófono diminuto se hallaba disimulado entre los cristales de la ventanilla. Cuando Tuliferio se extendía en detalles que el funcionario de información consideraba inútiles, el hombre cerraba ostensiblemente la llave de impresión y volvía a abrirla cuando el cliente regresaba de nuevo al hilo de la exposición central.

Cuando Tuliferio hubo terminado, el funcionario cortó la cinta impresionada, la depositó en un tubo y la transmitió por sistema neumático. Apretó uno de los botones que tenía sobre la mesa y de nuevo la voz supersonora se hizo oír: "Sírvanse esperar sentados".

Tuliferio y José ejecutaron la orden y ocuparon dos sillones vacíos en un ángulo donde se hallaban algunos clientes, junto a un monumental ramo de flores artificiales y una pecera, dentro de la cual evolucionaba con sopor un pez encarnado y redondo.

Los clientes, tímidamente sentados en los butacones, guardaban un silencio tal que el pez redondo, al moverse en la esfera de cristal, parecía desencadenar un ruido ensordecedor. Eran todos hombres y se adivinaban impacientes y temerosos. Tuliferio y José se hundieron en aquel silencio, sin atreverse casi a mirarse por temor a romper la quietud, que tal vez fuera de rigor en la Interplanetaria.

Pasaron así unos minutos y uno de los clientes empezó a agitarse, dando visibles muestras de buscar algo en los bolsillos. La atención de todos se encontró centrada en ese cliente inquieto. ¿Qué buscaría? ¿Una nota? ¿El pañuelo?. Algo que en todo caso no se hallaba en ese momento en el bolsillo, puesto que el cliente lo había ya registrado varias veces.

Los movimientos persistentes del cliente llamaron la atención del funcionario de "Información", quien de manera disimulada y sin abandonar su severidad, esperaba el resultado de aquel registro apasionado de bolsillos a través de varias capas de prendas.

El cliente al fin triunfó en su empeño, descubriendo a la luz del salón un paquete de tabaco y una caja de cerillas. Pero apenas hubo encendido el cigarrillo, la voz implacable del electrofono advirtió: "Se prohibe terminantemente fumar en el salón". El cliente, de súbito, se sintió preso de una terrible angustia, buscando con ansia a su alrededor un cenicero en el que apagar la colilla. Ante la inutilidad de la búsqueda, el hombre iba sin duda a arrojarla al suelo para apagarla con el pié, cuando la voz electrofónica sonó de nuevo: "Prohibido terminantemente tirar colillas al suelo". Su rostro destilaba la tensión dramática de no encontrar un lugar donde apagar la colilla, y al cabo de unos segundos de indecisión, sin duda con las facultades mentales debilitadas a causa del nerviosismo, el hombre sumergió la colilla encendida en la pecera que contenía el pez redondo y encarnado.

Todos los clientes, incluso Tuliferio y José, siguieron con emoción el proceso químico que se desencadenó al contactar el agua con el fuego. Cada uno vivía con inusitada intensidad el drama del cliente que quiso fumar, en ignorancia del reglamento rígido que la Interplanetaria imponía a sus abonados. Tras el ruido apagado y caótico que se produce siempre que existe interpenetración del agua con el fuego, el agua de la pecera empezó a teñirse de gris, al tiempo que el pez redondo daba signos inequívocos de asfixia, tal vez de envenenamiento.

Por la mirada inflexible y angustiada del cliente culpable, se adivinaba el odio que en aquellos momentos proyectaba sobre el pez, como si todos aquellos espasmos sólo fueran destinados a perjudicarle en sus relaciones con la Interplanetaria. Era indignante contemplar aquel pez en plena agonía, por no saber soportar durante unos minutos la convivencia con una colilla, cuando pertenecía a una especie que subsiste en un elemento donde desembocan todos los detritus y todos los venenos que pudren en la costra del mundo. Sólo un pez de la Interplanetaria podía comportarse de tan vil manera. Lo cierto es que el pez redondo murió a los pocos instantes, como si en lugar de una colilla hubiera sido un rayo lo que penetrara en el vaso de cristal.

Una vez la tragedia consumada, todas las miradas convergieron hacia la ventanilla. El empleado no parecía haberse dado cuenta del suceso, pero de improviso, todo su ser fue sacudido por una febril actividad que contrastaba con el inmovilismo de unos minutos antes. Los timbres conectados con su mesa empezaron a sonar y en su teletipo particular transmitía Dios sabe que clase de informaciones.

Segundos más tarde, una puerta secreta, disimulada en la pared, se abrió y un ordenanza de fuerte musculatura apareció, avanzando como un autómata hacía el grupo de sillones en que esperaban los clientes. Al llegar junto a la pecera, la cogió entre sus manos y sin mirar a ninguno de los presentes, dio media vuelta y desapareció por la puerta, que se cerró automáticamente tras él.
El cliente culpable se hallaba inmóvil en su sillón y su cara parecía haberse transfigurado con los colores del difunto pez.

Los minutos que siguieron llevaron a José al desaliento. Cuanto mejor la conocía menos probable era que la Interplanetaria estuviera dispuesta a pagar pólizas a sus clientes, sobre todo si los derechos habían sido puestos en duda. En aquel sillón de la Compañía de Seguros consideró su maleta definitivamente perdida, pero le era preciso ir hasta el fin, seguir el camino abierto al encontrar a Tuliferio, aunque desembocara en un callejón sin salida.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz electrofónica que anunció: "Respuesta al expediente 1.001. No comprendemos como se atreve usted a formular semejante demanda. La póliza que pretende cobrar ha prescrito y no tiene derecho a ninguna reintegración. Nos ha hecho perder el tiempo y lo ha perdido usted. Es lamentable. Buenos días. " La voz que pronunciaba esas palabras era dura, casi ofensiva y un viento helado se abrió paso entre los clientes, que se miraron unos a otros, tratando de adivinar a quien iba dirigido el mensaje.

Nadie se movió de su sitio. Al destinatario le daba sin duda vergüenza darse a conocer y pensaba tal vez aprovechar la salida de cualquier otro cliente para escabullirse, pasando así un tanto desapercibido. Pero la voz electrofónica se hizo de nuevo oír de forma despiadada: "Sírvase desalojar el salón una vez resueltos sus asuntos" - proclamó aludiendo sin lugar a dudas al titular del expediente 1.001. Pero éste siguió sin manifestarse. La vergüenza ante una respuesta tan dura le tenía paralizado en el sillón.

Transcurrido un plazo, que el empleado de "Información" juzgó prudencial; éste accionó una palanca y los clientes contemplaron con asombro como un muelle surgía de debajo del sillón en el que se sentaba el cliente que mató al pez, proyectándolo con fuerza en el vacío, en dirección a la puerta de salida. El hombre describió una curva en el espacio y fue a caer unos metros más allá. Se incorporó a toda prisa y sin decir palabra desapareció con la velocidad del rayo.

Una vez cumplida su misión, el muelle, al que había quedado pegado el cojín del asiento, volvió a su posición primitiva, pero al mismo tiempo, otro de los clientes salía proyectado de forma idéntica al anterior.

El hombre se incorporó del suelo sin saber que pensar, puesto que aún no había sido servido, pero la voz electrofónica le sacó pronto de dudas, al pedir con sequedad: "Perdón". Sin duda alguna el empleado de "Información" se había equivocado al accionar los resortes, cosa fácil cuando se manejan tantas palancas de precisión. El cliente objeto del error ocupó de nuevo su puesto, no sin quitarse el polvo del vestido de forma ostensible, gesto puramente simbólico de protesta, ya que en los mosaicos de la Interplanetaria hubiera sido difícil encontrar una mota de polvo.

Tuliferio y José intercambiaron miradas muy expresivas sobre la manera que tenía la Interplanetaria de tratar a los clientes, pero se abstuvieron de todo comentario que, dado el clima que allí imperaba, hubiera podido perjudicarles.

Un cuarto de hora más tarde, les llegaba la respuesta por vía electrofónica: "Diríjanse a nuestra sucursal del distrito XI. Allí debe encontrarse su expediente".
Kabaleb