La naturaleza es un libro sagrado que contiene la ley de la vida

Fíjate en ella y sabrás cómo debes orientar tu vida

Te han llamado para conquistar el mundo de lo posible

Es hora de que te lo creas y avances

La verdad que resplandece en el cielo

Es la misma que debe ser plantada en la tierra

La sed de conocimientos, el hambre de Verdad, de Belleza y de Sabiduría

Deben presidir tu vida y lanzarte hacia adelante

Enciende tu hoguera de la voluntad

Porque a través de ella podrás conseguir lo que te propongas

La Maleta 7 (entre rejas)

(Capítulo IV, 1ª parte)Tulita y José dormían profundamente cuando al amanecer fueron despertados por unos golpes insistentes en la puerta de su habitación.

- Quién es? - preguntó Tulita.
- ¡La policía!
José se sobresaltó. ¿Qué podía querer la policía en hora semejante? No recordaba haber infringido la ley en ninguna de sus normas.

Tulita abrió la puerta y un policía alto y moreno apareció en el umbral. Mostró su chapa en el reverso de la solapa y dijo:
- Documentación, por favor...

Tulita le entregó su carné de identidad, pero José no pudo darle mas que un papel caducado. Hacía ya tiempo que José había dejado de lado los problemas de la documentación. Como extranjero que era, el país en que residía autorizaba su permanencia en él a condición de que se procurara el carné de trabajador. José no pudo nunca presentar ese documento, puesto que vivió los últimos tiempos en la espera de recuperar sus derechos, y así se encontró un día con que el permiso de residencia le caducaba y no era posible su renovación. José empezó a vivir una existencia ilegal, pero se dijo que en cuanto sus derechos le fueran reconocidos, con dinero arreglaría la anormalidad. Con el tiempo, acabó por olvidar su circunstancia, que ahora le era recordada de manera tan brutal por la policía.

- Su documentación está caducada desde hace mucho tiempo. ¿Por qué no la ha renovado? - inquirió el policía.
- No podía presentar los papeles que me pedían como condición indispensable -dio José por toda excusa.
- así, ¿ha preferido Vd. la vida ilegal? - hizo una pausa y añadió: - Tendrá que acompañarme a la Prefectura.
- ¿Qué van a hacerle? - intervino Tulita.
- La encuesta reglamentaria - respondió el policía moreno, sin mayor explicitud sobre el asunto.

José se vistió sin decir palabra. El policía salió de la habitación para llamar en las puertas vecinas y al terminar el recorrido volvió para recoger al indocumentado.
José le siguió dócilmente y ya no volvió a cruzar palabra con el policía. Al llegar a la Prefectura subieron al quinto piso y José fue conducido a la "Sala de Espera" de los acusados.

La "Sala de Espera" se hallaba en un ángulo de un inacabable pasillo cuadrangular que daba la vuelta a todo el edificio. Ningún obstáculo le había impedido a José el acceso a esa "Sala de Espera", pero al penetrar en su interior, se dio cuenta de que una reja de hierro macizo caía verticalmente, a manera de telón, separando la "Sala" del pasillo. Se acercó a la reja en un movimiento instintivo de protesta y se dirigió al conserje cojo que, desde el pasillo, observaba la operación.

- Cómo ¿Estoy detenido?
- Nada de eso - informó el conserje con amabilidad.- Vd., como todos los que se encuentran en esta sala, está solo guardado a vista.
- Entonces, ¿para qué esa reja? - protestó José.
- Pura cuestión administrativa para facilitar el servicio. Habrá observado que es una simple reja sin cerradura. Cualquiera podría levantarla con la ayuda de las manos, aunque se precisaría una fuerza prodigiosa para ello. Trato pues de demostrarle que la Administración no los considera detenidos; ahora bien, como necesitaran de Vds. para entregarles los papeles, a fin de que no se cansen de esperar y se marchen, se les guarda a vista en esa "Sala de Espera".

Esa explicación detallada no satisfizo a José, pero como el conserje cojo se alejó, no le quedó más alternativa que internarse en la sala. Fue en ese momento que descubrió a sus compañeros. Eran ocho los hombres guardados a vista aquella mañana. Cuatro de ellos dormían tendidos en los bancos, colocados en paralelo a las paredes de la sala. Otros tres estaban sentados, reflexionando tal vez, con los dedos metidos en las narices. El último paseaba fumando un cigarrillo, aparentemente despreocupado de su circunstancia. En el punto en que se cruzaba con José, a guisa de saludo, le dijo:

- Despapelado, ¿eh? - y sin aguardar la respuesta, prosiguió su circuito alrededor de la habitación. al producirse la nueva conjunción con José, añadió:
- Yo entré ayer. Algunos de esos ya estaban - y continuó su ruta circular en torno a la sala.
José se acercó a la reja y apoyado en ella contempló la actividad que se desarrollaba en el pasillo. En ambos lados del pasillo se apercibían numerosas puertas, que conducían a los despachos de los agentes de policía. Continuamente entraban y salían hombres de los despachos, y al cerrarse las puertas de golpe, despertaban un eco en el pasillo, que era como una nota de la inacabada sinfonía de los papeles.

Los conserjes cojos eran los elementos más activos de aquel pasillo en que se desarrollaba el drama de los indocumentados. Entraban por una puerta, salían un minuto mas tarde con un dossier bajo el brazo y se introducían en otra puerta, donde dejaban el dossier, saliendo a su vez con otra carpeta de distinto color.
Contemplado con detalle, el espectáculo tenía algo de ballet, sólo que en lugar de bailarines, eran los conserjes cojos quienes sustentaban el estrellato, y la policromía se sintetizaba en los colores vivos de las cubiertas de los dossiers. El hecho de que todos los conserjes fueran cojos - heridos de guerra seguramente - daba al espectáculo un clima muy particular, único, que ejercía sobre José una extraña fascinación.

Cuanto más se concentraba en la actividad del pasillo, mayor número de detalles eran percibidos por su intelecto. De este modo pudo comprobar que todos los conserjes cojos padecían la misma clase de cojera, que consistía en mantener la pierna derecha rígida, de forma que para evitar que rozara el suelo, debían levantarse sobre la punta del pié izquierdo al avanzar. Los efectos visuales de un sistema tal hubieran sido nulos si únicamente hubiese estado activo en el pasillo un solo conserje. Pero ver a una docena de personas andar dando saltos matemáticamente regulares, era un placer para el espíritu selecto de José. No cabía duda que el cerebro que había concebido semejante espectáculo, poseía en alto grado el sentido de la coreografía.

Cuando sus ojos se hubieron saciado del espectáculo, José se entretuvo leyendo los rótulos que figuraban en cada puerta, en ambos lados del pasillo: "Informes", "Informes generales","Alejamiento","Comité de expulsión","Jefe de Servicio","Agentes","Agentes","Agentes"... Su vista no alcanzaba a leer los rótulos de las puertas que se extendían más allá.
De pronto, la actividad en el pasillo fue ralentizándose, hasta quedar totalmente despejado de conserjes cojos. El eco de la última puerta al cerrarse se diluyó en el aire y el pasillo quedó desierto. Era como si un primer acto acabara y se presentía ya el germen de una actividad preparada entre bastidores.

De forma paulatina, casi majestuosamente, la actividad en el pasillo recomenzó. Pero ya no eran conserjes quienes llevaban el peso de la danza de los dossiers, sino los propios agentes. No era necesario verlos para adivinarlo. Eran quizá agentes sin responsabilidad, subalternos, pero agentes al fin y al cabo.

José se dio cuenta de algo que le había pasado desapercibido; los conserjes iban calzados con zapatillas y sus pisadas no retumbaban en el pasillo. En cambio los agentes calzaban zapatos, con terminales de hierro en ambos extremos, de forma que al eco de las puertas al cerrarse se añadía la orquestación prodigiosa de las pisadas de los agentes, transportando de una puerta a otra sus dossiers.

El hombre que daba vueltas por la sala de espera de los encausados, se acercó a José y con los ojos desorbitados por un terror interno, le dijo:
- Ya vuelven! - y tras una pausa llena de consternación, añadió: - ¿Los oye? Están otra vez en el pasillo con los dossiers.
José no apercibía aún la importancia que para su futuro pudiera tener ese segundo acto de la danza de los dossiers, pero el acento trágico de su compañero de infortunio, con mas experiencia que él de los problemas de la documentación, impregnaba su ser de presentimientos funestos.

José y su compañero observaron en silencio, apoyados en la reja.
La actividad en el pasillo se hallaba en su punto culminante. Todas las puertas daban su rendimiento máximo y las entradas y salidas eran incontables.
- ¿No observa una cosa? - inquirió el encausado con reticencia.
- ¿Qué? - preguntó José sin mirarlo.
- En el pasillo está en juego un único dossier de color rojo-granada.
En efecto, no le fue difícil a José constatar que la observación había sido correcta. De los numerosos agentes que deambulaban por el pasillo, uno sólo ostentaba un dossier, que apretaba con las dos manos contra su pecho, como si temiera que se lo arrebataran.

- ¿Que significado le da Vd. a este hecho? - preguntó José.
- Es el dossier de uno de nosotros que está en estudio - respondió el encausado, como un lamento, y añadió: - Son los morenos quienes lo conducen...

Había tanta consternación en esta última frase que José se creyó obligado a pedir una aclaración.
- No comprendo que quiere insinuar.
- Llevo ya veinticuatro horas en esta sala de espera y he podido observar ciertas técnicas del reglamento.- Hizo una pausa y señalando el pasillo, prosiguió: - Vea Vd. como unos agentes son rubios y otros morenos.

José fijó la mirada en el infinito del pasillo.
Los agentes rubios, en menor número, intentaban en vano apoderarse del dossier, protegido ardientemente por los morenos. En uno de los frecuentes eclipses que sufría la carpeta en los despachos de los agentes, sus cubiertas cambiaron de color. Tal circunstancia inquietó enormemente al compañero de José, quien exclamó alarmado.

- ¡Ha visto! El dossier ya no es rojo sino morado. Además, lo sé porque he trabajado en una papelería, la antigua cubierta tenía una resistencia de cinco kilos, mientras que la morada tiene una resistencia de diez.
- ¿Qué significado puede tener? - inquirió José.
- Está claro - respondió el hombre - el expediente tiene ramificaciones, se complica, y las cubiertas previstas en un principio ya son inutilizables. Si hubieran sido rubios los responsables de ese aumento de peso, el augurio hubiese sido bueno; pero son los morenos quienes meten papeles, sin duda acusadores.

En ese instante, uno de los guardados a vista que dormía encima de un banco, comenzó a sufrir extrañas sacudidas que convulsionaban todo su cuerpo.
- ¡Mire! - gritó el compañero de José.- Este debe ser el titular del expediente. Observe como se sobresalta. Su sensibilidad le avisa de que un peligro inminente le acecha.
Durante unos segundos ambos expedientados contemplaron inmóviles el cuerpo de su compañero, preso de dramáticas convulsiones. Los tres hombres sentados que metían los dedos en sus narices, eran también testigos impasibles de aquella impresionante escena.

En una convulsión de mayor calibre, el cuerpo del expedientado cayó al suelo. Todos esperaban que el golpe lo despertara, pero tanta sería su fatiga que el hombre continuó durmiendo, preso de convulsiones cada vez más violentas.
Mientras tanto, en el pasillo, el dossier morado iba aumentando de volumen. Los agentes rubios eran incapaces de contener la avalancha de sus colegas morenos, quienes se pasaban el dossier con la mayor prudencia. Parecía que el pasillo se hubiera convertido en un campo de rugby, donde se jugara un gran match.

- Los rubios han perdido la partida - comentó el compañero de José, y añadió: - No daría dos céntimos por la vida de este hombre - al tiempo que señalaba al infeliz durmiente, que se desplazaba en el suelo al ritmo de sus convulsiones.
- Pero antes de decidir su suerte, tendrán que interrogarle - hizo notar José.
- No, no... - negó el hombre, moviendo la cabeza con fatalismo, y le susurró al oído - Lo saben todo! Todo...
Luego, como queriendo justificar la actitud de los policías, añadió:
- ¿Por qué iban a interrogarle? Bien saben que se defendería, tal vez negando lo que es verdad. el dossier no debe comportar la más mínima contradicción. Si los agentes rubios se ven impotentes, poca cosa podría hacer ese desgraciado.

En el pasillo, la instrucción del expediente tocaba a su fin y José y su compañero pudieron ver como un agente moreno, llevando en brazos el dossier violeta, debidamente atado con un cordel, entraba en la puerta que sustentaba el rótulo "Comité de Expulsión". El agente volvió a salir, ya con las manos vacías y la actividad en el pasillo fue decreciendo hasta llegar a un reposo completo.
Poco después sonó la sirena del mediodía y los agentes se marcharon a comer.

Uno de los conserjes cojos quedó en el pasillo de permanencia y se acercó a los encausados para hablarles.
- Por ahora no ha tenido suerte su compañero - les dijo, señalando con la cabeza al hombre que dormía en el suelo, el cual parecía haber reencontrado su placidez.
- ¿Qué le harán? - inquirió José.
- Su dossier se encuentra en la mesa del Comité de Expulsión. Es probable que su expulsión sea decretada, pero no todo está perdido para él, ya que en el fondo del pasillo, en el último despacho a la derecha, se halla el Bureau de las Naciones, que es la oficina internacional donde el dossier rechazado desemboca finalmente, a fin de que sea examinado por los representantes de los distintos países, por si el encausado puede ser útil en alguno de ellos. Allí se estudia su profesión, capacidades, edad. etc. y si alguien lo acepta, entonces el detenido queda autorizado a ganar el país en cuestión.

Hubo una pausa en la que todos reflexionaron, y el conserje prosiguió:
- Pero no cabe hacerse ilusiones sobre el resultado de esta gestión in-extremis, porque si el país en que el encausado se encuentra lo rechaza, hay pocas posibilidades de que lo acepten los demás, que en caso de aceptación, tendrá que satisfacer la mitad de los gastos de transporte. No obstante, recuerdo algunos casos.

Escuchando al conserje cojo, José tuvo de pronto conciencia de la situación y pensó que estaba viviendo en un mundo de locos. Sin embargo, aquel era el universo real, el de las instituciones, el organizado por la sociedad en bloque. Un universo, cuya legalidad era defendida por millones de policías y de soldados, centenares de miles de jueces y abogados, al mando de legiones impresionantes de agentes y subalternos.

El conserje cojo, afanado en la exhibición de sus conocimientos, sacó a José de su meditación.
- No todo termina ahí - reanudó el mutilado.- Como acabo de decirles, el país que acepta el extender un permiso de residencia al encausado, debe correr con la mitad de los gastos de transporte. La otra mitad corre a cargo de la administración de nuestro Ministerio del Interior. En caso de decisión favorable en el Bureau de las Naciones, hay que pedir al país aceptante si está dispuesto a sufragar la mitad de los gastos, ya que de negarse a ello, el ofrecimiento del país en cuestión queda sin validez y para el detenido es lo mismo que si no lo hubieran aceptado.

- La verdad es que las administraciones de los países extranjeros, sobrecargados de gastos, no ven con buenos ojos tales operaciones, que se saldan inevitablemente con una pérdida; ya que la importación de un individuo expulsado de un país, según se ha demostrado en más de una ocasión, es ruinosa para cualquier otra economía, debido a las pocas afinidades que sienten esos individuos para con el trabajo. De modo que raras veces responden afirmativamente, y si lo hacen, tardan tanto tiempo, que el encausado ha expirado ya, puesto que mientras se encuentra sometido al régimen de los "guardados a vista", al no entrar en los beneficios de la administración penal - ya que en realidad no está detenido - no recibe indemnización alguna ni en metálico ni en especies.

En otras palabras, no hay presupuesto para la comida y cada "guardado a vista" debe pagarla de su propio bolsillo, siempre que encuentre un funcionario de la sección de investigaciones que se preste a irla a buscar, lo cual es raro también puesto que los conserjes, a quienes correspondería la gestión, son todos cojos y no pueden permitirse el lujo de subir y bajar de un quinto piso cuatro veces por día.

El conserje se alejó unos pasos para dar una ojeada a los dos pasillos que convergían en aquel punto. José y su compañero se miraron en silencio y contemplaron después el resto de los encausados, con una mirada curiosa y ausente a la vez, como las gallinas se observan unas a otras en los gallineros. Si quedaba en ellos un residuo de dignidad humana, la exposición metódica del conserje la acababa de arrancar.

En los últimos tiempos, José había conocido momentos de adversidad, pero jamás su personalidad biológica y psíquica estuvo más próxima a la desintegración que en aquellos instantes en la sala de espera. José se sentía bulto en trámite de importación, no como viajero, sino como carga. De pronto, un gran cansancio le invadió. Recordó que el policía lo había despertado muy temprano y decidió acostarse encima de un banco, imitando a sus cuatro compañeros. Pero en ese instante, el conserje se acercó de nuevo y reemprendió su monólogo informativo.

- Tal como les decía, como generalmente los encausados no son gente rica, si deben esperar la respuesta de la administración extranjera, se mueren de hambre aguardando. Pero suponiendo que un encausado sea lo bastante fuerte para resistir la espera, hay que arreglarse aún con la administración de la compañía de ferrocarriles para que el transporte pueda efectuarse. Y he aquí que la compañía viene obligada a transportar al encausado a una tarifa especial que no va mas allá del 50% de la corriente, cantidad que le es embolsada, la mitad por la administración del Estado y la otra mitad por el país que ha aceptado al sujeto. Pero la administración del Estado y la de los ferrocarriles no se llevan bien. La una tarda en pagar a la otra y a ésta no le interesa efectuar transportes por cuenta del Estado, dado que paga tarde y mal. Sin embargo, como la misma compañía de ferrocarriles pertenece al Estado, es evidente que no puede negarse a transportar a los encausados, una vez la administración ha dado su acuerdo. Lo que hace únicamente es retrasar la fecha del transporte, pretextando que no hay plazas vacantes o que los cupos de sujetos que viajan por cuenta del Estado están cubiertos. Ese doble retraso, el de la administración extranjera y el de los ferrocarriles, es fatal para el encausado, y cuando la decisión llega, hace ya tiempo que ha expiado.

El conserje cojo gozaba de un placer sádico viendo las caras descompuestas de los encausados una vez al corriente del triste fin que les esperaba en el caso de ser expulsados.
- En realidad el problema es mas complejo - prosiguió como para animarles - ya que la sección de investigadores carece de presupuesto para pagar los entierros, en caso de defunción en la sala de espera, y lo que les interesa es desembarazarse pronto de los encausados que han sido aceptados por otro país. Si la muerte les sobreviene en esta sala, el reglamento exige que, no tratándose de detenidos vulgares, se les haga un entierro con ceremonia, corona y sacerdotes. Los gastos del entierro deben ser sufragados por los agentes que prestan su servicio en esta sección, razón por la cual tanto rubios como morenos se hacen abogados de los encausados, para que su transporte sea efectuado lo mas pronto posible.

El conserje se alejó definitivamente y José fue a sentarse en un banquillo para mejor meditar. Estaba cansado, pero su cansancio no era de los que se calman durmiendo. Tenía la impresión de que llevaba persiguiendo una maleta que no acertaba a alcanzar. A veces cambiaba de forma y José pasaba años, décadas, siglos viviendo a su lado sin reconocerla, hasta que un día, de pronto, sin que nada hiciera esperarlo, el objeto anhelado se hacía perceptible a sus sentidos y se materializaba en un lugar inalcanzable. Toda su vida podía resumirse en esas épocas de persecución, seguidos de períodos de caída, de desánimo, de deseos de desaparecer como el que ahora se iniciaba. Cuanto más grandes eran sus esperanzas de conquistar la felicidad, más intensos eran después sus deseos de abandono.
Kabaleb

La Maleta 6 (la proposición de matrimonio)

(Capítulo III, 2ª parte). Fue paseando por la orilla del rio cuando su decisión se fraguó. José había procurado siempre buscar en su propia vida la razón de sus fracasos, en lugar de pensar, como tantos otros, que la culpa reside en la maldad, la tontería o el egoísmo de los demás. La ventaja de su sistema residía en el hecho que tomándose a si mismo como culpable, le era posible modificar su conducta, de manera que atrajese hacía si un género nuevo de acontecimientos.

- Mi equivocación - se dijo - está en que abordé a Tulita con una óptica equivocada. Fui a ella como si fuera mi único problema el que estuviese en juego y como si ella sólo hubiese sido creada para servirme en esta ocasión. Pero ella también forma parte de esa circunstancia que nos ha unido y tiene que cosechar el fruto, para cuya operación yo soy su instrumento. Debo ayudarla a servirse de mí como yo me sirvo de ella.

Una vez planteado el problema en esos términos, faltaba únicamente la solución. Solución que José había descubierto ya.
- De qué modo puedo yo servirle? - continuó razonando.- Casándome con ella. Si gracias a ella recupero mis títulos de nobleza, no es acaso justo que consienta ese sacrificio? Así Tulita se transformará en noble, como yo, y será co-participe de todos mis privilegios.

Ese sacrificio, que sólo su egoísmo le impidió consentir antes, transformaría la naturaleza de las relaciones con Tulita y lo pondría de nuevo en la ruta de sus fines.
Aquella noche, después de cenar, José pidió a Tulita que le escuchara y con modulaciones adecuadas a la importancia de su exposición, dijo:
- Llevamos ya días juntos, semanas, y tengo la impresión de que son meses o años el tiempo pasado a tu lado. Y sin embargo, Tulita, cuán poco nos conocemos! - hizo una pausa. Las pausas ocupaban un importante lugar en las observaciones de José. Él lo sabía y las lanzaba con arte, sometiendo a su ritmo al interlocutor.

- Yo sé de tí, que has pasado tu infancia en el campo y que eres huérfana de padre y madre. Tú, de mí, no sabes nada.- Una pausa y prosiguió: - Me has visto llegar a tí, he aceptado tu hospitalidad y jamás te has preguntado que motor ha movido mis músculos cuando te solicité aquella mañana en el café.
Tulita lo escuchaba sin interrumpirle, medio incorporada en la cama. Fue una sorpresa para José el hecho que la muchacha, en una de sus pausas, rompiera a hablar.

- Te equivocas, José - dijo sin mirarlo.- Estoy perfectamente enterada, lo estuve siempre, de los móviles que te impulsaron hacia mí. Sabía que querías recuperar la maleta abandonada en el sótano del Hotel y suponías que yo me prestaría a esa tarea ingrata.
El asombro de José no tenía límites.
- Pero, quien te dijo? Cómo supiste? - exclamó.
- Fue la misma patrona del Hotel quien me puso en guardia ya antes de conocerte.
- Así, cuando viniste al café, ya sabías...
- Si, ya sabía. Y sin embargo vine porque esperaba hallar en tí la compañía que tanto me faltaba. Fingí primero un carácter que no era el mío, a fin de poner a prueba tu interés hacia mi. Pasaste la prueba positivamente y me entregué a tí con la esperanza de que mi amor te haría olvidar la maleta. Por momentos pensaba haberlo conseguido, pero después comprobaba que la maleta seguía fija en tu mente como una obsesión.

La voz de Tulita estaba impregnada de una inmensa tristeza al confesarse ante el asombrado José, quien se hallaba dividido entre su deseo de estrecharla en sus brazos y las ganas de gritarle "Loca!", como has podido imaginar ni siquiera un momento que iba a renunciar por ti a por otra cualquiera a mi maleta?.

Tulita se incorporó y sin mirarlo, con la vista fija en sus propios pensamientos, o, más exactamente, en sus ilusiones, prosiguió su monólogo:
- Yo pensé, cuando me hablaron de tí: La maleta no es más que el pretexto que nos permitirá ponernos en contacto, Lo real es que Dios me lo manda para colmar mi soledad, para que sea mi amigo, el compañero de mi vida. Mi amor hará que olvide el pretexto que lo ha traído a mí y después, pasado un tiempo, sólo pensará en amarme.

El asombro impedía a José dar rienda suelta a su indignación. Cómo pudo llegar a pensar que la maleta fuera el pretexto, cuando en realidad ocurría exactamente lo contrario, que su amor era el pretexto que hacía posible lo esencial, la recuperación de la maleta! Decididamente, el uno se encontraba en el polo opuesto del otro. Pero en su vida de exilado, José había adquirido la habilidad de la conciliación. José estrechó a Tulita entre sus brazos y con un entusiasmo que no iba con su acostumbrada frialdad, le dijo:
- hemos ido el uno al otro por caminos distintos. Pero fíjate bien, Tulita, que nuestros intereses convergen ahora. Fíjate como ambos podemos alcanzar nuestro objetivo dando plena satisfacción al otro. En el tiempo pasado juntos he aprendido a quererte y tú te has convertido en mi igual. Nada te impide participar con todo derecho a mi nobleza. Ahora que hemos llegado a esa comprensión, apoderate de mis papeles y casémonos, Tulita.

Su entusiasmo y sus ganas de convencer salían de él demásiado exageradas para que Tulita pudiese aceptar sus palabras como verdaderas. Fue con amargura inmensa que la muchacha respondió a José.
- No te engañes acerca de mis posibilidades, querido mío. Ahora parecemos iguales. Lo parecemos porque tú vienes obligado a vivir de una manera que no corresponde a tu alcurnia y yo puedo adaptarme a un noble desposeído. Pero, ya ves, no soy más que una campesina, jamás podría ser la mujer de un noble. Si llegara el caso, lo verías tan claro, que te separarías inmediatamente de mí.
Tú idealizas la condición de noble, Tulita. Es seguro que te adaptarías y yo, por mi parte, el agradecimiento de por sí haría que te amara eternamente.
Tulita imprimió en sus labios un nuevo rictus de amargura.

- Agradecimiento..., eso es precisamente lo que no quiero, José, que me estés agradecido.- Hizo una pausa, impregnada de vibraciones melancólicas, y prosiguió: - Lo había soñado tan bello...! Por qué no podríamos tratar de vivir una vida simple, gozando de nuestra pequeña felicidad...? Yo trabajaría para tí... Solo te pido tu compañía... Dios lo quiera así, puesto que te ha mandado a mi lado.

José, que sus años de exilio habían sensibilizado, estaba próximo a enternecerse, pero la última frase de Tulita corto en seco ese proceso. Qué manía la de la chica, de considerar a José como un instrumento que Dios le ponía en manos para satisfacerla! Cuando la verdad era todo lo contrario. Fue él quien la solicitó, él quien calculó fríamente. Jamás la palabra instrumento estuvo mejor aplicada a un ser humano que a ella. Pero sólo la diplomacia podía hacerle ganar la partida y José contemporizó.

- La felicidad? No te digo que renunciemos a ella, sino que reclamo la felicidad en mayúscula. Por qué quieres estropearte las manos sirviendo, cuando podemos disfrutar de una fortuna que nos dispense para siempre de trabajar? La maleta, Tulita, la maleta! - clamó José.- Ayúdame a recuperarla y te prometo que seré tuyo para siempre, que estaré siempre a tu lado sin desfallecer.
Tulita hizo sentir su decepción, en la que no estaban ausentes unos tintes de agresividad.

- Yo te pido amor y tu me ofreces un contrato - dijo.
José tuvo que realizar un repliegue táctico, refugiándose en la generalidad.
- Si lo miras de este modo, todo son contratos en la vida. Contrato quiere decir compromiso. Pues bien, lo que yo he tratado de decirte es que yo te quiero por ti misma y tal como eres. Si gracias a tu apoyo puedo recuperar mis derechos y mi alcurnia, te garantizo que mis sentimientos hacia tí no cambiarán y que seguiré queriendote como ahora te quiero.
Tulita pareció más conforme con esa explicación.

- Pero dime, José - inquirió -. Si fuera otra persona la que se apoderara de tus papeles y te los trajera, sin que yo interviniese en el asunto, te casarías conmigo?
A José le pareció absurdo semejante razonamiento formulado en condicional. Era inútil y arriesgado predecir lo que haría si tal o cual cosa ocurriera. Lo mejor pues era dar la respuesta esperada por la muchacha, que era la que más favorecía sus propios intereses.
- Pues claro que si.

Tulita, por vez primera en el curso de la conversación, sonrió satisfecha y buscó el amparo del pecho de José para acurrucarse en él.
- Mira, hagamos una cosa. Deja que pase una semana. Si durante este tiempo no has renunciado a tu maleta, yo te traeré los papeles y aún la misma maleta, si es preciso - y acariciando su nuca, la muchacha añadió: -Pero pienso hacerte tan feliz durante esa semana, que es seguro que acabarás por decirme: Querida mía, deja los papeles allí donde están. Lo único que necesito son tus brazos para que me prodiguen caricias por la noche al acostarme y por la mañana al despertar.

José no añadió ningún comentario, limitándose a prestar su colaboración a la caricia. Lo importante era que una fecha había sido fijada y que era la propia Tulita quien la había propuesto. Había esperado tanto, que una semana más, bien podía soportarla.

Los días que siguieron a esta entrevista, que José calificó justamente de crucial, fueron vividos por uno y otro de manera nerviosa e incoherente, sobre todo por José, que era el más afectado por el plazo de espera. Si leía, si paseaba, si pensaba, se interrumpía de pronto, como si otra cosa urgente lo reclamáse. Vivía como esperando el tren, sin decidirse a empezar algo porque todo lo que le rodeaba llevaba el sello de lo provisional.

¿Por qué empezar nada nuevo si al cabo de una semana su vida debía sufrir un cambio profundo y todo cuanto le rodeaba no le interesaría ya más?
Por la mañana, José se obstinaba en dormir hasta que Tulita irrumpía en el cuarto con el plato de la comida. Por la tarde, pasaba horas y horas contemplando a los pescadores de caña en la orilla del rio.
Uno de ellos, un hombre viejo y mal afeitado, le sorprendió un día con una alusión directa a su asunto.
- Qué? - le dijo - Aún sin recuperar los papeles...?
Más que extrañado, José se sentía indignado y escandalizado. ¿Cómo un pescador de caña podía estar al corriente de sus asuntos? ¿De dónde había procedido la indiscreción? Adivinando sus dudas, fue el propio pescador quien le aclaró:

- No le extrañe mi pregunta. suelo vender mis carpas a la dueña del Hotel de Extranjeros. Desde hace tiempo no se habla allí de otra cosa que de su asunto.- Se interrumpió para tirar de la caña. Falsa alarma. Lanzó de nuevo el anzuelo al agua y prosiguió:
- Le he visto algunas veces acompañando a Tulita, y por ello supongo que usted debe de ser José.

- Así es, buen hombre – le confirmó el noble desposeído. Y con esa propensión a confiar al prójimo los problemás que todo hombre tiene, José añadió: - Me preocupa lo que acaba de decirme, porque significa que Tulita estará ahora muy vigilada.
- Mire, yo estoy al margen de sus problemás - puntualizó el pescador - y no sé si piensa usted en recuperar la maleta o si ha renunciado a ella. Pero puedo asegurarle que Tulita no será objeto de ninguna medida de vigilancia.
José se sentó junto al pescador, a fin de que éste pudiera hablarle y estar atento a su negocio al mismo tiempo.

- No pueden someterla a vigilancia - repitió el pescador - antes de efectuar la sustracción de documentos, porque si tal hicieran, quebrantarían las normas sobre la libertad individual, en virtud de las cuales no se considera que la intención de faltar constituya en sí una falta.
José iba asintiendo con la cabeza, mientras su vista seguía las incidencias del anzuelo en la superficie del agua.

- Tulita comenzará a ser culpable en el momento en que se apodere de los documentos de su maleta, pero ni un minuto antes. Ahora bien, ni la dueña del Hotel ni nadie está habilitado para abrir una maleta retenida a un cliente insolvente, ni siquiera para comprobar si falta algo. Con ello quiero decir que a menos que Tulita sea sorprendida en el momento de efectuar la sustracción, nadie podrá jamás saber si ha faltado o no al reglamento. La Administración del Hotel, todo lo más, sospechará esa falta, si se entera de que usted ha recuperado su dignidad. Pero siempre podrá decirles que se había usted equivocado al creer que los papeles estaban en la maleta y que en realidad los tenía en otro sitio. Ellos jamás podrán comprobarlo.

La interpretación del pescador llenó a José de optimismo. Por lo que conocía de la estructura complicada del reglamento, las cosas debían pasar tal como aquel hombre las refería y no dudaba ya que la maleta o los papeles estarían en sus manos en plazo breve.
La única dificultad, si dificultad era, residía en Tulita. La muchacha estaba dispuesta a luchar para salir victoriosa del match que la oponía a José. En el transcurso de la semana adelgazó aún más y solía venir sumergida en una profunda tristeza. José multiplicaba su solicitud en cuanto a ella, la acogía en sus brazos como una niña y llenaba su rostro de besos.

- Por qué estas triste? - le decía.
Ella esbozaba una sonrisa, que por contraste acentuaba aún más la tristeza de su semblante y trataba de explicar:
- Yo quisiera... - se interrumpía de pronto, como si diera previamente por sentada la inutilidad de formular su deseo, y se frotaba como una gata en el cuerpo de José.
- Dime lo que quisieras - insistía José, conocedor de lo dañinos que pueden ser los deseos retenidos sin encontrar posibilidad de expresión.
- Quisiera... - reanudaba la muchacha - que me dijeras que me quieres más que a tu maleta, que me prefieres a todo.
- Pues claro que si - clamaba José.- Son cosas distintas y sin posible comparación. Yo te quiero a tí independientemente y con exclusión de toda otra cosa.

Tulita parecía agradecer sus palabras y recuperaba la alegría durante unas horas.

Llegó por fin el vencimiento del plazo ofrecido por Tulita. Contrariamente a sus hábitos, José levase levantó antes que la muchacha, presa de un sueño pesado, hasta el punto de que tuvo que despertarla a fin de que no llegara tarde a su trabajo.
Tulita se lavó y peinó sin decir palabra, mientras José paseaba inquieto por la habitación. cuando se sentaron para tomar el desayuno, José rompió el silencio.

- Una semana ha pasado desde la importante conversación que tuvimos sobre nuestros sentimientos, en esa semana has podido darte cuenta de que mi amor hacia tí estaba más allá de toda consideración. Creo pues expresar tu pensamiento si digo que tu juzgas, como yo, que la recuperación de los papeles es esencial para nuestro futuro.

Hizo una pausa y ante el silencio de Tulita, añadió:
- No pierdas un minuto más, Tulita. Ha llegado el momento; de irrumpir en el destino por el cual has sido creada. Apoderate de mis papeles. No te será difícil encontrarlos. Se hallan dentro de un dosier azul.
Contra lo que era de esperar, Tulita habló sin ninguna amargura, incluso sin resignación, como si otorgara un premio a alguien que lo ha merecido.
- Está bien, José. Puesto que así lo quieres, así lo haré.- Y sin cambiar el tono añadió: - Muchas veces me has dicho en el curso de esta semana que me preferías a tus papeles y a tu maleta. Debo entender que me has mentido?
José hizo frente a esta última dificultad con serenidad.

- Creí haberlo aclarado. Te he dicho repetidas veces que es a ti a quien prefiero. Pero en este caso la vida no me sitúa en la obligación de escoger. Tú eres la única que podrías obligarme a ello y te pido que confies en mí.
- Muy bien - resumió Tulita - me place oírte hablar así y quiero que conste esa preferencia hacia mí. Si no he comprendido mal, en el caso de que la vida te obligara a elegir, me elegirias a mi, ¿no es eso?

José ya estaba acostumbrado a ese género de suposiciones que con tanta frecuencia formulaba Tulita y que parecían guiarla en el momento de las decisiones graves. Su respuesta era siempre la que más convenía a sus intereses del momento, sin preocuparse de si correspondía o no a la verdad de su instante mental.
- Has comprendido correctamente - atajó José, y dándole una palmada en la nalga dió por concluída la controversia.

- Te esperaré en el café, frente al Hotel. Así no tendrás que subir tantas escaleras.
Primero descendió Tulita y momentos después José. A pesar de sus deseos de dominarse y de pretender que aquel era un día como los demás, José no podía impedir que treparan a su garganta los compases de una canción. En vano, al darse cuenta, se callaba y acentuaba su gravedad. La canción surgía de nuevo, amenazando con terminar con varios años de austeridad.

José se instaló en el café, junto a la ventana, a fin de apercibir a Tulita apenas saliera de Hotel. Mientras sorbía su café, pensaba en los primeros pasos a dar cuando tuviera en mano los papeles. Lo primero sería buscar un buen abogado, capaz de hacerle obtener un préstamo en un Banco, para hacer frente a los primeros gastos. Después...

Tulita tardaba en llegar. Cierto que la muchacha debía aguardar el momento oportuno. Pero algo más llamó la atención de José. Desde hacía un rato el Hotel de Extranjeros se había convertido en centro de una extraña actividad. Primero fue un coche que se detuvo frente a la puerta del Hotel y tres señores vestidos de etiqueta descendieron del auto y entraron en el HOtel. Por sus vestidos impecables se adivinaba que no eran clientes. Otros coches se detuvieron frente al primero y nuevos señores vestidos de gala se metieron en el Hotel. En los minutos que siguieron el Hotel se convirtió en un verdadero lugar de peregrinación para señores enguantados. Algo anormal debía ocurrir. ¿Qué...?

José comprendió cuando vió llegar y detenerse junto al Hotel el coche de los difuntos. Alguien había muerto y a juzgar por el acompañamiento fúnebre, debía ser alguien de marca.
Pero ahí estaba Tulita, dispuesta a sentarse para tomar un café. José, que había aprendido a leer en los rasgos de su rostro, se dijo que la muchacha estaba más bien de buen humor.
- ¿Qué es lo que pasa? - inquirió José con tono apresurado.
- La patrona ha muerto esta noche de repente - comunicó Tulita.
- Entonces no tendrás dificultad ninguna en obtener los papeles - encadenó José.
- No la tendría - hizo observar la muchacha - si las maletas estuvieran en el sótano. Pero lo cierto es que han desaparecido.
Hubo un momento de silencio dramático. José contemplaba a Tulita sin acabar de admitir lo que oía.
- ¿Desaparecido? ¿Pero dónde? En algún sitio deben de estar. Es contrario al reglamento.

José lanzaba al azar frases de protesta, como si ellas tuvieran la virtud de devolverle la perdida maleta.
- Se dice que las han transportado a la Residencia del Sr. Barón - informó Tulita.- Lo han hecho al amanecer y la orden ha venido, por lo visto, de la superioridad.
- Pero es absurdo – se reveló José.- ¿Por qué sacar las maletas del Hotel?
- Porque ya no es Hotel - prosiguió Tulita.- Muerta la gerente, la Sociedad que lo explota ha decidido cerrar las puertas, al parecer porque no disponen de una persona de confianza que quiera ocupar este cargo - y echando un sobre encima de la mesa, añadió:- Estoy despedida. Me han pagado un mes adelantado y esta noche debo dejar libre la habitación.

José estaba anonadado ante esa derrota imprevista. Se sentía de nuevo juguete de aquella imponente máquina que era la Sociedad y pensaba que todos eran agentes que jugaban su vida contra él. ¿Por qué esa sincronización perfecta de todos los elementos? Cuando decidió abandonar a Tuliferio-cocinero, como por casualidad, Tulita empezaba su servicio en el Hotel, y al término del plazo que le impusiera la muchacha, fallecía la patrona del Hotel con un perfecto sentido de la coordinación.
Cierto. Los acontecimientos eran demásiado monstruosos como para pensar que fuera la Sociedad quien los ordenara. Era absurdo pensar que la gerente del Hotel murió con la única y exclusiva misión de impedir que su cliente recuperara la maleta. Pero, ¿no sería una pantomima lo de su muerte? Bastaba ver el número extraordinario de señores enlutados que habían acudido al entierro para convencerse de que no. José se volvía paranoico ante el peso de sus desgracias.

El cortejo fúnebre se ponía en marcha y José se levantó.
- ¿A dónde vas? - inquirió Tulita.
- No lo sé. Al entierro - decidió José.
- Tengo que retirar los trastos de la habitación. ¿Dónde te veré luego?
- No lo sé - repitió José.- Y dándose cuenta de la realidad, añadió:- Déjale recado a la conserje sobre tu paradero. Ya te encontraré.
Salió a la calle y se sumó a la comitiva fúnebre, como si en aquel entierro tuviera que encontrar un rastro de los papeles. Todos andaban en silencio y sin mirarse, como agobiados por un indecible dolor.
Llegaron a la iglesia y sin explicarse como, José se encontró en la primera fila, junto al coche fúnebre. Uno de los que acompañaban el duelo le señalo con el dedo y empujándole por los hombros, le condujo a no se sabe que extraña misión.

Fue al encontrarse ante el ataúd cuando José se dió cuenta de lo que esperaban de él. Se trataba de transportar el féretro desde el coche al interior de la iglesia; transportarlo en hombros, se entendía, y para esa tarea se solicitaba la colaboración de José.
Imposible ya retroceder sin llamar seriamente la atención. Sin las menores ganas, José tuvo que cargar con el cadáver de aquella a quien debía buena parte de su desgracia.

Ya en la iglesia, José y los tres caballeros que transportaron el ataúd fueron encuadrados en un grupo por un señor que realizaba las funciones de gran mayordomo. Se trataba de un coro y a un movimiento del director, todos entonaron un Réquiem. José, cuando niño, cantó un tiempo en un coro de iglesia, y dejándose llevar por el recuerdo, hizo una verdadera exhibición de sus facultades vocales, de tal modo, que los demás se callaron para dejarle a él solo la responsabilidad del canto.
Así José se encontró de improviso convertido en vedette del entierro de su enemiga, teniendo como público, sin duda alguna, importantes figuras del Consejo de Administración.
Sin poderse librar del engranaje, José se vió metido en un coche que siguió la carroza mortuoria hasta el cementerio. Sin embargo, allí les perdió la pista y José tuvo que recorrer a pié los kilómetros que separaban el cementerio de la capital.

En el camino de regreso, José pensaba en su fracaso. Después de todo, tal vez Tulita tuviera razón. Si renunciaba para siempre a sus títulos de nobleza, podría orientar su vida sin tener en cuenta su situación de postergado. Nuevas posibilidades surgirían y, quien sabe, tal vez llegara a ganar mucho dinero en los negocios.
Con esas ideas bailandole en la cabeza, llegó al inmueble donde Tulita tenía su aposento. La muchacha había alquilado una habitación en un hotel y José se dejó conducir a su nuevo techo.

Aquella noche y por primera vez, José se entregó plena y conscientemente al placer sexual. El cuerpo de Tulita fue recorrido una y otra vez con las yemás de los dedos y de ese teclado de carne parecían desprenderse ecos nuevos que excitaban los sentidos de José. La sexualidad, que ya no era para él más que un recuerdo de los años de su primera juventud, recobró vida en su mente y José hubiera deseado en aquel momento olvidar muchas cosas aprendidas para que ese deleite del cuerpo fuera más amplio, más total.

Al final se durmió y contrariamente a lo que sucedía de ordinario, soñó. En las primeras horas de somnolencia, soñó el entierro de la gerente, se vió transportando en hombros a la difunta, pero ya en el interior de la iglesia, su rol cambiaba y él, José, se convertía en el muerto. A los cantantes del responso les habían crecido largas barbas blancas y entonaban el canto con una grandiosidad y una perfección, que a él, como muerto, le producían gran deleite. Sin embargo, si bien la música del Réquiem era respetada de forma escrupulosa, no ocurría así con la letra, que era una pura invención que le estaba particularmente destinada. Según pudo oir en sueños, esta letra decía:
- Réquiem, por el pobre José que ha perdido su maleta en manos de la inconsiderada gerente. Réquiem, ya no es noble ni nada, sino un simple mortal sin honores. Pobre, pobre José. Descanse en paz su vanidad, su soberbia y su manía de querer dominar las cosas. Réquiem...

Desde su ataúd, José contemplaba asombrado y sin poderse mover como los ancianos cantaban. Pero lo inédito fue cuando, sin dejar de cantar, los ancianos de barba blanca se cruzaron de brazos y empezaron a mover las piernas, como si interpretarán una danza cosaca. Sin dejar de alargar las piernas de forma prodigiosa, habida cuenta de su edad, los ancianos dieron vueltas y vueltas alrededor de su ataúd, lamentándose sin cesar de que José hubiera perdido la maleta.
Después, terminada la exhibición del coro, se produjo en la iglesia un silencio impresionante y del fondo del altar surgió un gigante, que avanzó a pasos lentos hacia José hasta encontrarse junto a su cadáver. Lo miró con indiferencia, levantando el ataúd hasta colocarselo encima del hombro. Entonces, como un lanzador de jabalina, proyectó el ataúd en el espacio con todas sus fuerzas, y José y su vehículo iniciaron una carrera loca a través del éter, cada vez más veloces, hasta desintegrarse en los confines del cosmos.
Kabaleb