La Maleta 4 (el engaño)

Capítulo II (2ª parte)

Los dos amigos se dirigieron a toda prisa a la agencia de la Interplanetaria en el distrito XI. Allí todo era viejo y polvoriento y los empleados, casi todos ancianos, trataban al cliente con amabilidad, casi familiarmente.

Tuliferio y José fueron conducidos ante un viejo archivador que los hizo sentar en dos sillas de mimbre, las únicas que había en la pequeña estancia rodeada de viejos anaqueles, donde estaban archivados en desorden los expedientes...

El viejo comenzó a buscar el de Tuliferio, sin cesar de hablarles un solo instante. Cada uno de los expedientes que tocaban sus manos despertaba en él un recuerdo y trataba de referir a los dos clientes las historias de aquellos casos que conocía de memoria. Así su trabajo de búsqueda se realizaba con mucha lentitud, pero Tuliferio no se atrevía a interrumpirle, dada su amabilidad.
Cuando el viejo hubo registrado sin resultado todos los archivadores de la habitación, se sentó ante su mesa y con las manos en las sienes se entregó por unos instantes a la reflexión. Después movió la cabeza con sacudidas que querían ser de evidencia.

-¡Claro! ¡Claro! - dijo - Cómo no se me había ocurrido antes! Su expediente debe encontrarse en la sección de pólizas caducadas.- Reflexionó de nuevo y añadió: - Sí, allí debe estar.
-¿Y eso dónde se encuentra? - preguntó Tuliferio después de intercambiar una mirada con José, quien no cesaba de contemplar el reloj.
- En el distrito XVIII - informó el viejo con extrema amabilidad.- Le daré la dirección exacta.

De nuevo Tuliferio y José cruzaron calles y más calles a toda velocidad.
Después de escucharlos apenas unos minutos, los de la nueva oficina los mandaron a la sección de cuentas pendientes, en el distrito XIV.
Otra vez en la calle, José se negó a seguir visitando sucursales de la Interplanetaria.
- Es inútil - dijo a Tuliferio.- Dentro de pocos minutos serán las doce y el plazo legal de que dispongo para pagar el hotel habrá terminado.
- A menos que pida usted prórroga de pago - corrigió Tuliferio, y ante la perplejidad de José prosiguió: - El reglamento del Hotel concede al cliente un plazo de prórroga de 24 horas para pagar lo adeudado, cuando se encuentra en instancia de expulsión.

- Si es así, debemos pedir de inmediato ese plazo - opinó José, de nuevo esperanzado.
- Yo mismo me ocuparé de hacerlo por teléfono – se ofreció Tuliferio, y desde una cabina pública se puso en contacto con el Hotel de Extranjeros.
- Ya está - dijo al salir.- Su demanda ha sido registrada. Ahora podemos ir a la sección de cuentas pendientes. Presiento que nos hallamos en la última etapa - confesó Tuliferio, dando una palmada en la espalda de su amigo para animarle.

Pero al llegar a la sucursal del distrito XIV, las oficinas ya estaban cerradas. Un cartel advertía que por la tarde no se recibían visitas.
- Que le vamos a hacer - suspiro Tuliferio.- En realidad, algo hemos hecho esta mañana por aproximarnos a su maleta. Creo que mañana el dinero será nuestro.

José no participaba del optimismo de su amigo, pero debía reconocer su buena voluntad y se negaba a sentirse pesimista.
Pasaron la tarde juntos, hablando de la Residencia del Sr. Barón, tema que seducía a José, evocando en su espíritu un oasis de paz que nunca había conocido. Por momentos, al sentirse fatigado por la lucha, hubiera deseado renunciar a todos sus títulos para laborar al abrigo de toda inquietud, reconfortado por sus compañeros de trabajo en los instantes de melancolía y, sobre todo, sin tener dificultades económicas que solucionar, esos problemas sórdidos e infinitesimales que tanto le habían agobiado en los últimos años de su vida.

Se acostaron temprano, ambos en la misma cama de su antigua habitación y al día siguiente reemprendieron su titánica lucha con la Interplanetaria.
De la sección de cuentas pendientes, fueron rechazados de nuevo hacia las oficinas centrales, en el despacho de asuntos contenciosos. Por desgracia, aquel día el empleado que llevaba la sección no había acudido al trabajo por enfermedad y nada podía resolverse hasta el día siguiente. Fue la voz electrofónica quien les informó.

Un nuevo plazo de veinticuatro horas fue solicitado al hotel y José, ya casi resignado, pasó una nueva tarde vagando al lado de Tuliferio, con el que acordó tutearse.

El tercer día lograron por fin establecer un diálogo con el responsable de la sección pertinente, pero el resultado fue negativo. La compañía aseguradora había pedido un suplemento de información sobre la muerte del cliente y hasta que ese documento se recibiera, la póliza no sería abonada.
Tuliferio salió dispuesto a acudir a las oficinas públicas, a fin de activar la realización de este suplemento, pero José, descorazonado, decidió abandonar la partida.

- No, Tuliferio. Me he convencido de que este no es el camino. Después de todo se trata de tu dinero y yo tengo que recuperar mi maleta con medios propios.
- Es el orgullo quien te hace hablar así, José – le reprochó Tuliferio.- Por medios propios no significa que sea únicamente a través de las acciones que tú mismo puedes realizar, sino con todas las fuerzas que mueves, de forma consciente o inconsciente. Yo puedo ser tu medio.
- Lo he pensado ya - confesó José - pero ya ves que las circunstancias convierten ese medio en inutilizable.
- Tal vez mañana tengamos más suerte - insistió Tuliferio.
- Después de haber estado en las oficinas y visto cuales son sus métodos, he perdido la esperanza de que llegues a cobrar. Te agradezco tu solidaridad, Tuliferio, pero es hora de que busque otro camino.

Tuliferio se quedó mirándolo con cierta melancolía, renunciando a convencerle. En los tres días que había permanecido junto a José, pudo admirar su entusiasmo infantil, las reservas inmensas de optimismo acumuladas en su espíritu, su temple de luchador, y ahora sentía tener que separarse de él. A José le faltaría sin duda también esa sensación de seguridad que se desprendía de la personalidad de Tuliferio, esa impresión de estar al abrigo de todos los problemas, pero sus caminos iban hacia latitudes distintas y era preciso separarse.

Tuliferio fue el primero en tender la mano y José se la estrechó calurosamente. Debajo del puente, un barco de vapor que cruzaba el río hizo sonar la sirena, contribuyendo así a dar solemnidad a una despedida tal vez definitiva.
Se oía todavía la sirena cuando Tuliferio perdió a su amigo de vista, oculto en el laberinto de callejas que se levantaban en la orilla izquierda del río.
El paso de José era firme, casi militar, tal como convenía en vistas a la lucha que iba a emprender.

Al atardecer, después de haber recorrido a pie un sinfín de calles, mientras pensaba en un modo original y propio de recuperar su maleta, José se encaminó hacia el Café de Noche, buscando el consejo del camarero, que era quien le había facilitado la primera pista.

Era sábado y el café, pequeño de por sí, se encontraba atestado de gente. Sin embargo, la atmósfera no era densa, en el interior el humo de tabaco escaseaba por arte de un inmenso extractor que se lo llevaba formando una especie de tornado. Al encontrarse entre aquel conglomerado de humanidad, José notó una sensación de felicidad, de hogar, que hacía mucho que no experimentaba.

Los clientes de aquel sábado por la tarde daban la impresión de ser gente acostumbrada a trabajar y algunos, curtidos por el sol, podían ser campesinos. Observándolos con más precisión, José constató que casi todos iban vestidos con pantalones y chaqueta de pana, unos de color negro y otros marrón. Amontonados en torno a las mesas, le extrañó la alegría que parecía manar de ellos. Los había de todas edades; ancianos ligeros de gestos y jóvenes que derramaban sus ganas de reír.

Como fuera que las sillas eran del todo insuficientes para la gente que se agolpaba en aquel local, algunos se habían instalado en el suelo y jugaban a los dados, a las damas o al ajedrez. José se abrió paso por encima de ellos, con la esperanza de encontrar un hueco en el que acomodarse. Todo estaba repleto. En un extremo de la barra, José observó cómo un hombre muy joven, casi un muchacho, se hallaba completamente dormido. En un movimiento brusco del sueño, el mozo se cayó y tanta sería su fatiga que, sin apercibirse de ello, continuó durmiendo en el suelo, apoyado en un entrante natural de la pared. José pensó que aquella era una ocasión única de ocupar un asiento y sentó, esperando que apareciera el camarero.

Los clientes de aquel día debían sin duda ser muy familiares del café porque cada uno obraba en el salón con una desconcertante libertad. José observó como uno de los supuestos campesinos jugaba con un avión de papel, haciéndolo revolotear por el espacio, sin preocuparse de si molestaba o no a sus compañeros con este juego que parecía apasionarle. Observó a otros concentrados en una partida de ajedrez. Uno de sus compañeros seguía las jugadas con gran seriedad, pero en el momento que más absorbidos estaban en el juego los dos rivales, el testigo escamoteaba una torre o un alfil del tablero. Cuando se daban cuenta los jugadores simulaban indignarse vistosamente, lo cual desencadenaba la gran carcajada del bromista, quien intentaba huir con su torre, perseguido por los ajedrecistas, no reparando, unos y otros, en estropear otros juegos en curso o en derramar por el suelo el contenido de las mesas.

Lo verdaderamente extraordinario era que nadie se molestaba y que todos parecían aceptar los bromistas como elementos naturales, cuyos derechos era preciso respetar. Lo cierto es que todos gastaban bromas inocentes entre sí, y víctimas y verdugos se encontraban vinculados en una entrañable fraternidad.

Entregado a esas constataciones, José apenas se dio cuenta que el individuo que pretendía escamotear la torre del tablero de ajedrez, huyendo de sus perseguidores buscó amparo debajo de la barra. El hombre trató de ocultarse entre sus piernas y al verse descubierto depositó la torre en uno de los bolsillos de la americana de José. Luego, tras dejarse registrar por sus perseguidores, con las manos levantadas, indicaba a éstos con guiños del ojo y otros gestos similares que era José quien poseía la pieza que buscaban. Sin pedir permiso, los ajedrecistas registraron sus bolsillos y al encontrar en ellos la figura robada, esgrimieron con la mano una amenaza infantil, como si José hubiera sido realmente el culpable.

-¿Por qué no nos dejas jugar, mala persona? - inquirieron.
José no supo que responder. Jamás había sido dotado para las gracias del humor y se sentía desarmado. No obstante, no deseaba que creyeran que estaba molesto, pero se encontraba en fuera de juego.

-¿Eh? Di, qué te hemos hecho para que nos cojas las fichas? ¿Eh? Malo.
Por fortuna el camarero apareció en aquel preciso instante y apartó al comediante, dándole una zurra en la espalda con el trapo mojado.
- No molestéis a ese señor con vuestros juegos - les riñó, y los tres graciosos se marcharon corriendo a ocupar de nuevo sus puestos.
El camarero se aproximó a José:
- Esperaba verle a usted antes - y viendo que José contemplaba con curiosidad a su bulliciosa clientela, añadió: - Son algunos empleados de la Residencia del Sr. Barón. Los sábados tienen la tarde libre y vienen a veces a pasarla en este café, donde la consumición, por ser empresa controlada por el Sr. Barón, es gratuita.

- José redobló su interés por aquella gente al saber que se trataba de los colegas de Tuliferio. En efecto, analizados uno por uno, parecían tener una gran personalidad, aunque en ese momento parecieran un grupo de colegiales en fiesta.
-¿Cómo van sus asuntos? - inquirió el camarero, manifiestamente interesado en su lucha.
- Podría decirle que van bien - explicó José - pero no es cierto - y añadiendo gravedad a su entonación, susurró: - He caído en una falsa pista.
El rostro del camarero se ensombreció como si hubiera recibido una mala noticia.

- Explíquese - le recamó, al tiempo que apartaba a un cliente para poder sentarse junto a José.
En unos minutos José le refirió la odisea de los tres últimos días y como había ido perdiendo día a día la esperanza. Cuando hubo terminado, el camarero, tras una corta reflexión, intervino:
- Conozco a ese Tuliferio - añadió.- Así pues se hace pasar por cocinero, eh? Puedo asegurarle que es un simple pinche de cocina.
-¿Entonces, por qué se hizo pasar por cocinero? – preguntó José, juzgando con gran severidad una falta aparentemente pequeña.
- No lo sé - dijo el camarero encogiéndose de hombros.- Tal vez por vanidad.- y acercándose al oído de José, susurró con intención - ...o por consigna.

José permaneció unos instantes atónito, contemplando la mirada fija y maliciosa del camarero sin comprender el sentido del secreto.
El camarero quiso aclararle:
-¿No ha pensado Usted que Tuliferio pudiera ser un agente de la Sociedad, enviado al Hotel con consignas muy precisas...?
-¿Pero, qué consignas? ¿Con qué misión lo habrían mandado? - inquirió José, mientras se le escapaban las razones que el camarero juzgaba sin duda de una lógica aplastante.
- Con la misión de impedirle a Usted recuperar su maleta - prosiguió el camarero, implacable, subrayando cada una de sus palabras con su índice extendido, como si dictara una sentencia.

Los ojos de José se cerraron unos segundos para reflexionar.
-¡Ah ya! Ahora comprendo - y fijando la mirada en las pupilas del camarero, hizo para sí mismo y para su interlocutor un análisis crítico de los acontecimientos. - Ahora recuerdo varias cosas que me chocaron, pero que no intenté explicarme con la lógica de la razón.

- He aquí el error - interrumpió el camarero.- A cada minuto, a cada segundo hay que pasar la acción que se vive por el tamiz de una critica rigurosa, sobre todo cuando uno ha empezado a tratar con las gentes que de cerca o de lejos tienen algo que ver con la Sociedad.
- En primer lugar - prosiguió José - me extrañó que él pudiera tener tanta libertad como para traer a gente a su habitación y más aún cuando se trataba de alguien en conflicto con la empresa. También me ha sorprendido el hecho de que tomara posesión del cuarto cuando yo me encontraba precisamente en este café charlando con usted, y en tal caso, cómo se enteraron de que pensaba regresar al Hotel y tomar posesión de mi alcoba por la ventana?

- La Sociedad lo sabe todo - afirmó el camarero.- ¿Recuerda que aquí se encontraban tres clientes dormidos?
- Si - recordó José.
- Apenas Usted se hubo marchado, los tres salieron corriendo. Me jugaría el cuello a que eran espías de la Residencia del Sr. Barón.
- Inaudito - dijo José, moviendo la cabeza repetidas veces y reanudando el hilo de sus presunciones, añadió:
- Otra cosa que me llamó la atención, es que a pesar del ruido fenomenal que hizo el bombero Jerónimo al desplegar la escalera, Tuliferio no despertara, cuando todos sus vecinos se asomaban a las ventanas para ver lo que ocurría. Al verlo dormido, tuve la impresión de que todo era un simulacro, pero la explicación que me dio y su manera de comportarse vencieron mi desconfianza.

José se concentró un momento en sus recuerdos más recientes y prosiguió en un tono impregnado de evocación:
- Pensando en la sabiduría que me ha comunicado Tuliferio, en lo que me ha enseñado sobre la organización de la Residencia del Sr. Barón, en sus ofrecimientos generosos de ayuda, me resulta difícil imaginar que todo lo ha hecho con el único fin de perjudicarme.
El camarero reaccionó vivamente al oír la última palabra.
- Yo no he dicho que Tuliferio haya sido enviado al Hotel con la misión de perjudicarle.

José miró con gesto de extrañeza, pero acostumbrado ya a las contradicciones, que eran la norma común de todos aquellos que, de cerca o de lejos, estaban vinculados a la Sociedad, no dijo nada, en espera de que el camarero se explicara con más amplitud.
- Lo que a usted le ocurre - comenzó el camarero con calma, como si dudara de los efectos de su teoría sobre las neuronas agotadas de José - y que por otra parte es defecto muy extendido entre la humanidad - precisó -, es que comete un error de percepción al enjuiciar las cosas, tomándose a usted mismo como un centro sobre el que convergen todas las fuerzas del universo. Ello le hace considerar como valores absolutos lo que no es más que una parte, un simple roce destinado a modificar de forma casi imperceptible el rumbo general del cosmos.

A pesar de la explicación del camarero, José no veía con mayor nitidez el role nefasto desempeñado por Tuliferio en lo que a sus asuntos se refería.
- Admito que para la humanidad en general no tiene el menor interés mi problema de maleta perdida en un hotel, pero para mí lo tiene - proclamó José con fuerza, señalándose a sí mismo, de manera que se daba fuertes golpes con el índice en el pecho.- Recuperar mi maleta es para mi esencial y la Sociedad que administra el Hotel lo sabe sin duda, puesto que tanto celo pone en impedírmelo.

Sin muchas esperanzas, el camarero entró de nuevo en el tema.
-¿Usted mismo ha reconocido haber recibido ciertas enseñanzas de Tuliferio, no es verdad?
- Cierto.
- ¿Acaso esas enseñanzas no constituyen en sí un bien?
- Cierto
- ¿Cree usted que esas enseñanzas le hubieran sido dadas si previamente no se hubiese creado en su vida el angustioso problema de la maleta perdida?
Llegado a este punto, José empezó a ver la luz, una luz nueva, cuya existencia no había intuido antes y que iluminaba de un modo distinto el proceso de las relaciones entre los hombres. José detuvo con un gesto el chorro verbal del camarero, que amenazaba con sumergirle de nuevo en la incomprensión, a fin de retener en su intelecto el hilo tenue de aquella nueva verdad que no había sido aún contrastada.

-¿Lo que quiere decirme es que para aprender cosas nuevas, para que puedan ser asimiladas, es preciso cubrirlas con cierto ropaje, que el hombre toma como la única realidad existente, cuando lo real es lo que se oculta detrás, no es eso?
A medida que lo oía hablar, al camarero se le llenaban los ojos de lágrimas y un escalofrío de dicha sacudía todo su cuerpo, al constatar que José comenzaba a comprender las extrañas leyes que eran de rigor para aquellos que laboraban en las filas de la Sociedad. Las vibraciones de su cerebro se aceleraron y parecía ebrio cuando despegó los labios para responder a José.

- ¡Lo ha comprendido perfectamente! - exclamó en la cumbre de su exaltación. - Podríamos decir que Tuliferio ha sido para usted, el alma que se agita en el interior de ese monstruo, que es la maleta. Por ello no se puede decir que lo haya perjudicado, porque es la maleta quien lo ha generado. Vistas así las cosas, el concepto de enemigo desaparece. El enemigo es el polo positivo de la circunstancia que uno vive y de la que uno mismo es el polo negativo.

- Así debe ser, lo reconozco - reflexionó José - pero tal vez le decepcione si le digo que a pesar de entenderlo así, todo mi ser esta pendiente de la maleta perdida con mis títulos de nobleza. Si tuviera mis títulos podría recuperar mis bienes y mi posición social. En cambio ahora, ya ve, no tengo ni siquiera donde albergarme.

- No me decepciona - aseguró el camarero con infinita comprensión.- El estar convencido intelectualmente de una verdad no significa que el cambio de conducta se opere de inmediato. La contradicción subsiste durante mucho tiempo; a veces dura toda la vida y todo cuanto ocurre obedece al único objetivo de eliminarla. Mi experiencia en las cuestiones que conciernen a la Sociedad que explota este negocio, me autoriza a aconsejarle que persevere en su deseo de recuperar la maleta y estoy seguro que conseguirá su propósito. En cuanto a su problema de alojamiento - añadió -, venga aquí a la hora del cierre. Yo me encargo de convencer al gerente para que lo deje dormir en el diván que tenemos en la trastienda. No será usted el primero que lo haga.

José agradeció la propuesta y la aceptó. El camarero se levantó para arrojar su trapo mojado a un grupo de empleados de la Residencia que se habían empeñado en imitar los sonidos de una orquesta de jazz y armaban un ruido infernal con los taburetes.
- Lo que yo quisiera - añadió José antes de que el camarero se marchara - es abrir cuanto antes una nueva pista. Usted me habló de las criadas del Hotel. Creo que el camino es practicable. Tal vez podría presentarme a una de ellas.

- Puedo hacerlo - afirmó el camarero.- Precisamente una nueva muchacha ha entrado en servicio. Pero mañana hablaremos de todo ello. Se acerca la hora de mi relevo y me veo obligado a dejarle. Venga por la noche. El camarero de turno ya estará enterado de que usted duerme aquí.
- Oiga - clamó José cuando el camarero ya se iba.- Me gustaría saber su nombre, por si debo referirme a Usted.

- Me llamo también Tuliferio, como el ayudante de cocina que encontró en su Hotel. Comprendo que esa coincidencia le asombre, pero es así.
Con estas palabras, que dejaron a José con la boca abierta, el Tuliferio camarero se perdió entre la masa de servidores del Sr. Barón.

La atmósfera empezaba a cargarse en el café y José salió a la calle. Era muy extraño encontrar dos personas dispuestas a ayudarle y que las dos llevaran un nombre tan particular como el de Tuliferio.
Mientras andaba por las calles, tratando de hacer síntesis de las sensaciones del día, a José le pareció de pronto que los dos Tuliferios eran la misma persona. En su interior no lograba reconstituir los trazos del rostro de uno y otro por más esfuerzos que hacía. Estuvo a punto de volver al café para grabar en su mente la imagen del Tuliferio camarero, pero se acordó que su turno terminaba y no lo iba a encontrar. No obstante, resultaba absurdo pensar que ambos fueran el mismo individuo, ya que de haberlo sido, los habría reconocido en el momento de hallarse con uno u otro. Pero esa sensación fue de las más desconcertantes que José experimentara en su vida.

Muy tarde ya, cuando José regresaba al Café de la Noche para dormir en los divanes, se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta para buscar no se sabe qué cosa cuando dio con un pedazo de papel extraño que parecía una nota. La leyó con curiosidad. "Ha sido Tuliferio-camarero quien ha avisado a Tuliferio-cocinero de que tú volverías al Hotel, ayudado por los bomberos".
Esta nota acabó de desconcertar a José. Sin duda la dejó caer en su bolsillo el empleado de la Residencia que escondió la torre de ajedrez. Más que nunca José tuvo la sensación de ser un juguete en manos de la Administración de la Sociedad que explotaba el Hotel. Pero era ya tarde para reflexionar y el sueño empezaba a invadirle. Aquella noche iba a dormir en el café y por la mañana emprendería su propio camino.

Se terminó seguir las directrices de los demás. Al Tuliferio-camarero le dejaría entender cual era su puesto. Él era un noble con posibilidades latentes después de todo y en cuanto tuviera documentos todo iba a cambiar.
A partir de aquel momento, José tomaba la dirección del asunto y ya había escogido su frente de batalla: la criada del Hotel.
Kabaleb