La Maleta 11 ¿dónde está el sr Barón?

Seguimos con la novela de Kabaleb

CAPITULO VI

Al día siguiente, José salió temprano de su habitación, dejando a sus cuatro ayudantes aún durmiendo.
Antes de presentarse en el despacho del subsecretario, el noble dio una vuelta completa alrededor del inmueble en que se había albergado a fin de descubrir que era lo que se ocultaba detrás de las dependencias este.

Una explanada sin fin de campos cultivados se ofrecía a su vista. De cara al oeste, clavó sus ojos en la lejanía, con la esperanza de descubrir un indicio que delatara la existencia real y efectiva de la Residencia del Sr. Barón. Pero todos sus esfuerzos resultaron nulos. El campo formaba una pequeña pendiente, para hundirse luego en un declive brusco que no permitía ver más allá. Sin duda la Residencia se encontraba centrada en el valle. La línea del horizonte no parecía lejana y José se dijo que antes de visitar al subsecretario, bien valía la pena de familiarizarse con el lugar, averiguando el emplazamiento exacto del domicilio de su jefe...

Emprendió pues un camino trazado entre dos campos con la esperanza de poder dar una ojeada en el valle. La tierra era fecunda, propicia a toda clase de cosechas, que surgían a los ojos de José formando cuadros de diversos colores.

Al poco tiempo de iniciada la excursión por el campo, el noble se dio cuenta de que le sería más difícil de lo imaginado alcanzar la línea del declive, ante la imposibilidad de avanzar por un camino recto. Para evitar los campos cultivados, José debía transcurrir por los caminos trazados en cortes verticales y horizontales, siguiendo las exigencias del terreno, de manera que un camino, aparentemente orientado hacia el oeste, se desviaba de improviso hacia el sur para dar una media vuelta completa en dirección al este.

Media hora después de iniciada la marcha, José no se había aproximado de un solo paso del horizonte-oeste.
- Si prosigo en mi empeño, llegaré tarde a la cita - se dijo - y por otra parte, tiempo tendré de recorrer los alrededores. Lo que preciso es que alguien me indique el camino.
José regresó a las dependencias este y sin perder mas tiempo acudió a la oficina del subsecretario.
- Le esperaba, José - le dijo al acogerle.- Vamos a las dependencias de trabajo. Dentro de poco comenzará la actividad de la jornada.

Los dos salieron del edificio y, atravesando la plaza, se metieron en uno de los hangares. Al entrar, llegó hasta ellos el vaho complejo de olores culinarios y de vajilla sucia, acompañado de un monstruoso ruido de cacerolas y cubiertos y el griterío sordo de centenares de hombres.
Penetraron en una nave inmensa, con un pasillo central y mostradores en ambos lados, distribuidos paralelamente unos con otros, dejando entre ellos el espacio justo para la labor de los hombres de servicio. Encima de los mostradores se amontonaban los más dispares utensilios de cocina. Los hombres ordenaban sin que su trabajo pareciese excesivo.

- Venga por aquí - indicó el subsecretario, señalando una escalerilla adosada a la pared.
Un pasillo elevado se extendía a lo largo de las paredes del pabellón-cocina. Desde allí, José pudo contemplar en panorámica toda la extensión de la dependencia. Desde su punto de observación podía contar más de un centenar de dobles mostradores en ambos lados del pasillo. Una humanidad abigarrada pululaba constantemente de un lado para otro, arrastrando vagones de mercancías o pilas enormes de platos, que ocultaban la mitad del cuerpo del hombre que los transportaba. Gentes de todas razas y de todos los pueblos coincidían en aquella poli-cocina. Algunos de ellos vestían el traje típico de su país y así José pudo distinguir a hombres de raza amarilla con su exótica túnica; indios con turbante blanco; aztecas con sombrero de ala ancha y poncho; nórdicos con gorro y cazadora de pieles; árabes envueltos en sus chilabas. La visión de conjunto, desde el pasillo elevado, constituía en si un espectáculo.

- Observe bien todo cuanto ocurre - advirtió el subsecretario.- Este es el pabellón en que trabajará Vd. y sus cuatro ayudantes. No dude en formular preguntas si algo le choca.
- uno de los servidores de la Residencia, un tal Tuliferio, ya me había hablado del número imponente de cocineros que trabajan para el Sr. Barón, pero nunca hubiese creído que fueran tantos - dijo José.
- Y aún precisaríamos un personal tres veces mas numeroso para que todo marchara como es debido - comentó el subsecretario.- Observe la distribución del personal en los mostradores. En el fondo, junto a las paredes laterales, se hallan emplazados los cocineros - uno en cada mostrador - con sus hornos, cocinas eléctricas y de gas. Al lado del cocinero y frente a él se encuentran los ayudantes de cocina; a continuación se colocan los lavaplatos y sus ayudantes y en último termino, junto al pasillo, tiene su puesto el responsable de las compras y sus ayudantes.

José seguía con la vista a los sujetos designados, que limpiaban con parsimonia los mostradores.
- Vd. se ocupará precisamente de las compras - prosiguió el oficinista.- Vd. asumirá la responsabilidad de ellas y sus cuatro ayudantes se encargarán del trabajo material de ir a buscar las mercancías.
Al saber la clase de trabajo que le estaba reservado, José fijó su atención en las maniobras de los encargados de las compras, que en su mayor parte se hallaban sentados sobre los mostradores. De pronto, una voz potentísima se dejo oír en la red de amplificadores y los empleados, de un brinco, estuvieron dispuestos para la labor.
- Ahora se les señala el trabajo de la jornada - explicó el subsecretario.- Observe...

- ¡Atención! ¡Silencio y atención! - ordenaba la voz.- A las diez de la mañana el Sr. Barón recibe una delegación toscana. El equipo correspondiente debe preparar un lunch. A las diez y media, una delegación inglesa; a las once, una delegación austríaca; a las once y media, una delegación sueca. Lunch completo para todas esas delegaciones.
Los equipos a quienes correspondía esa labor dejaron de prestar atención, moviéndose nerviosamente alrededor de sus mostradores.
- ¡Atención y silencio! - prosiguió la voz.- A las doce, almuerzo para una comisión francesa; a las doce y media, almuerzo para una delegación alemana; a las trece horas, almuerzo comisión china; a la una y media, almuerzo comisión Siria; a las dos almuerzo comisión española...

Al ir nombrando las nacionalidades de las comisiones, los equipos implícitamente designados se ponían automáticamente en movimiento. El altavoz seguía anunciando recepciones a representantes de los más remotos países: coreanos del norte y del sur, australianos, papúes, africanos de todos los países, senegaleses, pigmeos, rusos, esquimales...
Pero lo que mas extrañó a José fue el apercibirse que después de haber anunciado el último almuerzo para las cuatro de la tarde, el altavoz repitió por tres veces consecutivas los horarios, anunciando las recepciones de delegaciones distintas. Si lo proclamado era cierto, como podía suponerse, el Sr. Barón tendría que recibir aquel día cuatro delegaciones distintas a cada media hora, desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, asistiendo además a cuatro lunchs por media hora y a cuatro almuerzos después, lo cual sumaban diez y seis lunchs y treinta y seis almuerzos en media jornada.

José estaba ya acostumbrado a las nuevas medidas que regían en aquel extraño mundo, pero le pareció imposible, por prodigiosa que fuese a sus ojos la figura del Sr. Barón, que lograra coronar semejante hazaña gastronómica. Decidió pues participar sus dudas al subsecretario que lo acompañaba.
- Parece imposible que el Sr. Barón pueda recibir en persona a toda esta gente - dijo.
- Comprendo su perplejidad - explicó el oficinista.- Pero el hecho de encargar un almuerzo, no significa que el Sr. Barón tenga que recibir forzosamente a la comisión; no es ni siquiera una garantía de que esa comisión se presente a la Residencia.

- ¿Quiere decir que la mayor parte de esos hombres están haciendo un trabajo inútil? - inquirió José alarmado.
- Yo no he dicho semejante cosa - replicó el subsecretario con gravedad.- Nada de lo que se hace aquí es inútil, por lo menos observado de nuestro punto de vista - aclaró.- Supongamos que el Sr. Barón no recibe ni una sola de las comisiones y delegaciones anunciadas y que sus servicios preparan unos manjares que nadie ha de comer. ¿Podemos decir que han realizado un trabajo inútil? En absoluto. La labor de preparación, el cuidado que cada uno pone en su obra es ya útil en si. Cada esfuerzo conduce a un mayor perfeccionamiento y eso es lo que el Sr. Barón aprecia en sus servidores por encima de todo; la perfección. Si los frutos de su trabajo no los gusta hoy nadie, otro día serán gustados y celebrados, con tanto mas placer cuanto más grande sea la experiencia acumulada. Pero todo ello no es mas que una suposición - finalizó.- Ignoro si el Sr. Barón recibe o no a esas comisiones, pero en uno u otro caso, el personal debe estar entrenado para cuando llegue realmente el momento de servir y no hay mejor sistema que la repetición.

Esa explicación dejó a José completamente aturdido. El había imaginado llegar a la Residencia, pedir una audiencia al Sr. Barón y recuperar sus títulos casi al instante. Y ahora veía el anonimato existente en ese mundo de servidores. Su puesto de jefe de compras, perdido entre centenares de jefes de compras, no podía ser más oscuro. ¿Cómo lograría manifestarse si sus servicios, por modestos que fueran, no habían de llegar al Sr. Barón? El, que se sintió llamado a la Residencia por su deseo de recuperar sus títulos a fuerza de trabajo, de darse a los demás para que viniera a él la suprema recompensa, he aquí que se le decía: No, por el momento trabaje Vd., perfecciónese; cuando su fruto valga algo, ya se encontrará quien se lo coma. De momento, sea útil a Vd. mismo.
Cierto que esa declaración brutal se envolvía en la niebla de las suposiciones, pero bien clara estaba la cosa en el espíritu de José.

- Observe cuanto ocurre - le aconsejó el subsecretario.- Entro un instante en el despacho y vuelvo enseguida a por Vd.
- El oficinista se alejó a lo largo del pasillo elevado, penetrando en una cabina de cristal que se encontraba en mitad de la pasarela.
José apoyose en la barandilla y contemplo el espectáculo que ofrecían centenares de cocineros, lavaplatos y compradores, con sus legiones de ayudantes, evolucionando en la inmensa nave. Una cosa le desconcertó: la torpeza generalizada de los ayudantes. Apenas llevaban un cuarto de hora moviéndose en torno a los mostradores, y ya el suelo se hallaba literalmente sembrado de platos rotos. Los resbalones eran la causa principal de semejante destrozo. Pero lo más curioso era que solo resbalaban los ayudantes cargados de docenas de platos, sin que nadie, con las manos libres, se le ocurriera resbalar jamás. Hubiérase dicho que lo hacían adrede y por otra parte, José no se explicaba la necesidad que tenían de mover tantos platos de un mostrador a otro. Los jefes lavaplatos se indignaban terriblemente contra sus ayudantes, vapuleándoles mientras les increpaban de un modo feroz. A menudo, un tercer hombre tenía que separarlos para evitar que arremetieran uno contra otro. Los ayudantes cocineros no eran más hábiles que sus colegas lavaplatos. José pudo seguir con detalle una escena reveladora de su calidad de trabajo.

Uno de los cocineros, de rasgos orientales, acababa de dar cima a un pastel, que el hombre contemplaba con embeleso, juzgándolo sin duda como una obra maestra. El pastel representaba una pagoda china y no faltaba en él un solo detalle. La comisión china recibiría una sorpresa de efecto y el Sr. Barón tendría en cuenta la habilidad y la ocurrencia de su servidor. Una vez todo en su punto, el cocinero confió el pastel a uno de sus ayudantes, quien al cogerlo perdió el equilibrio, con tal mala fortuna que el pastel cayó sobre la cabeza de su constructor, llenando su rostro de crema y chocolate.
El pobre cocinero tiraba de sus cabellos desesperado y colérico, lanzando gotas de crema a los que se encontraban al alcance de su furor. El ayudante le pedía perdón arrodillado a sus pies, pero aquel no era momento de perdones y el cocinero, agarrándolo por el cuello de la camisa, lo arrojó al fregadero, mientras sus compañeros de servicio reían a carcajadas la fatalidad.

- Están todos locos - se dijo José.- ¡Tantas exigencias para admitir al personal de servicio y aquel era el resultado alcanzado...!
El subsecretario apareció en ese preciso momento y tomó plaza al lado de José, dándose cuenta del incidente del cocinero chino.
- Pobre Mao, le han estropeado el pastel - exclamó.- Llevaba meses imaginando su realización. Todo el mundo en la dependencia estaba al corriente de su proyecto.
- ¿Qué le harán al ayudante? - inquirió José.- ¿Lo despedirán...?
- El reglamento no nos permite despedir a nadie. Si difícil es entrar al servicio del Sr. Barón, mucho más difícil es salir. Además, el cocinero es el responsable de cuanto hagan sus ayudantes y a efectos del reglamento, es como si el pastel lo hubiera estropeado él.
Mientras escuchaba al subsecretario, José contemplaba los destrozos que los ayudantes no cesaban de cometer. Su acción era demasiado sistemática, demasiado generalizada para no pensar que los ayudantes, al obrar de tal suerte, estaban desempeñando un rol. Un rol bien estúpido, por cierto, o que tenía un sentido que su intelecto no podía alcanzar.

De pronto, penetraron en la nave unos hombres vestidos de aviadores, con los cascos calados, al parecer preparados para volar. Al verlos entrar, varios cocineros, especialmente pertenecientes a las razas de color, se precipitaron a acogerles. José interrogó a su guía con los ojos, quien explicó:
- son los pilotos de los aviones a reacción del Sr. Barón. Se trata del equipo encargado de las compras a larga distancia.
Ante la perplejidad de José, el oficinista añadió:
- Es evidente que el mundo occidental carece de ciertos productos básicos para la elaboración de una especialidad culinaria oriental, por ejemplo. Un cocinero privado de tales productos típicos de su país, vería sus facultades de realización disminuidas y no podría exigirse de él un trabajo satisfactorio. El Sr. Barón, que lo tiene todo previsto, ha afectado una escuadrilla de sus aviones a reacción al servicio de los cocineros, a fin de que se encarguen diariamente de ir a comprar los productos exóticos necesarios en los más apartados rincones de la tierra.

Viendo a José anonadado por la desorbitación, el subsecretario observó, dándole una palmada en la espalda.
- si se quiere hacer negocio en nuestra época, hay que pagarlo a ese precio. No en vano el Sr. Barón preside la más importante sociedad del planeta.
Hizo una pausa y cogiendo a José por le brazo, añadió:
- Vamos allá. Le voy a presentar al jefe de su equipo. Ya ha visto en que consiste el trabajo. El cocinero-jefe le dará todos los informes que necesite.
Ambos descendieron del pasillo elevado y avanzaron por la galería central, entre los montones de vajilla rota que los ayudantes lavaplatos iban depositando en los vagones-basura.
El subsecretario se detuvo ante un mostrador y con un gesto de la mano llamó al cocinero. Se trataba de un tipo meridional, exuberante de carnes y de ademanes.
- Aquí tiene Vd. al jefe de compras que debe completar su equipo - dijo el oficinista a guisa de presentación.
El cocinero le contempló detalladamente, retorciéndose los bigotes. Le hizo doblar los brazos como para apercibirse de la flexibilidad de las articulaciones y cogiéndolo por los hombros le obligó a dar media vuelta.

Cuando lo tuvo de espaldas, le pegó un terrible empujón con la planta del pié en pleno posterior. El noble, al no esperar semejante trato, cayó aparatosamente en mitad del pasillo central, derribando a su vez a un ayudante cargado de platos. El cocinero y los testigos reían a mandíbula batiente y el mismo subsecretario participaba discretamente del jolgorio.
José se levantó con aire de pedir explicaciones.
- No se enfade Vd. - le advirtió el oficinista.- Es una broma corriente que se da a los neófitos. Como el suelo es resbaladizo, se pretende con ello preparar las nalgas a los golpes que inevitablemente recibirán mas tarde. Una especie de bautismo sin malevolencia.
El noble se dio por satisfecho con esa explicación. Ya conocía el humor primario de las gentes de la Residencia y estaba dispuesto a realizar todo esfuerzo para adaptarse. Por otra parte, el cocinero le estrechó la mano con efusión, mientras le decía:
- ¡Ha sido una broma, amigo! ¡Chóquela, chóquela! Ya verás como nos entendemos muy bien.

El subsecretario se alejó y al poco rato los cuatro ayudantes de José se presentaron ante su jefe. Para el grupo, el primer día de labor iba a comenzar.
El cocinero no tardó en llamar a su presencia al noble, quien se apresuró a acudir junto al exuberante personaje.
- Siéntate - le ordenó éste, ofreciéndole la superficie de su cocina eléctrica.
- No es necesario - objetó José dándose cuenta de lo incomoda que resultaría su postura.
- Si es necesario - le afirmó el cocinero sin dejar de señalar su cocina eléctrica.- Cuando hablo con mis subordinados, éstos deben escucharme sentados.

José, que conocía los caprichos que engendra el poder, no discutió la orden y se sentó sobre le fogón eléctrico, pero a penas sus carnes entraron en contacto con el hierro, el noble dio un salto espectacular, acompañado de un grito mal reprimido. La cocina estaba alumbrada.
- ¡Qué te ocurre ahora! - exclamó el cocinero con sequedad.
- No puedo sentarme - disculpose José.- La cocina está alumbrada.

- ¡Claro que está alumbrada! asintió el déspota.- Pero la he dejado en el uno para que pudieras sentarte.- Y añadió: - Mi anterior jefe de compras resistía sentado con la cocina en el dos. Sospecho que no vas a servirme lamentose el cocinero.
José deseaba por encima de todo adaptarse a su medio ambiente y realizando un esfuerzo heroico se sentó de nuevo en el fogón de la cocina. El calor, insoportable en el primer instante, se hizo más llevadero en los minutos que siguieron, sintiéndose capaz de escuchar las órdenes de su cocinero-jefe.
Muy bien - dijo éste.- Sé apreciar la buena voluntad, pero te advierto que mi costumbre es la de tener la cocina en el dos y tendrás que familiarizarte con el calor.
Lanzada la advertencia, el hombre se dispuso a dictar el pedido de la jornada.

- Toma un bloc y anota.
José obedeció.
- Tu labor será fácil si estás preparado para ella; todo consiste en que tomes bien nota de lo que te pido para que tus ayudantes lo compren en el mercado.
- Su pedido será servido con toda exactitud - creyó poder asegurar José.
- Así lo espero. Sin embargo, puede existir para ti una dificultad.- El cocinero hizo una pausa como para apercibirse de que su subordinado prestaba atención y prosiguió:- En el momento de pasarte el pedido, he compuesto en la mente el menú que me parece insuperable. Luego, tus ayudantes parten con los camiones y se llevan la lista. Pero he aquí que durante su ausencia suelen ocurrírseme nuevas ideas para mejorar el menú primeramente imaginado y nuevos ingredientes me son necesarios, que tu debes facilitarme.

- Mis ayudantes pueden salir tantas veces como sea preciso - observó el jefe de compras.
- Solo la falta de experiencia te hace hablar así - lamentose el cocinero-jefe.- Tus ayudantes solo pueden salir una vez porque los camiones solo efectúan un servicio por la mañana y otro por la tarde.
José encogiose de hombros sin comprender.
- ¿Entonces, como facilitarle los nuevos ingredientes? - dijo.
- He aquí la dificultad que tendrás que resolver - subrayó el cocinero.- El anterior jefe de compras que tenía, solucionaba este asunto mediante la telepatía. Los cerebros de sus ayudantes estaban de tal modo sincronizados con el suyo que le bastaba pensar en una hortaliza para que ellos la adquirieran inmediatamente en el mercado. ¿Es que tus ayudantes son buenos receptores?
José contempló a sus cuatro ayudantes que aguardaban órdenes con los brazos cruzados y le pareció arriesgado pronunciarse.
- Tal vez... - titubeó.- Tal vez pueda arreglarse por teléfono.
- Desgraciadamente no tenemos teléfono aquí - lamentose el cocinero, que parecía obstinado en crear dificultades a su subordinado.- Y aunque lo hubiera, con el ruido no lograríamos oír nada.

- Puedo ir a telefonear desde las oficinas, observó el noble.
- No, no puedes. En primer lugar porque es indispensable que no te alejes mas allá del alcance de mi vista, por si se me ocurre de improviso una modificación del menú poder dictártela antes de que se me olvide. En segundo lugar, imagínate lo que ocurriría si todos los jefes de compras acudieran a telefonear a las oficinas. No, la telepatía sigue siendo la mejor solución - razonó el cocinero.
- Bueno, es un problema que debes resolver tu - añadió tras una corta reflexión.- Anota lo que voy a pedirte.
José empezó a escribir la lista de provisiones que le iba nombrando su jefe, pero apenas iniciada su labor, se dio cuenta de que el cocinero le había puesto el fogón en el dos y el calor en su asiento se hacía insoportable progresivamente. El noble intentaba apoyarse sobre un solo muslo, a fin de conceder al otro unos instantes de enfriamiento, pero su atención se dispersaba en tales majes y temía no poder anotar todo lo que su verdugo le solicitaba.
- ¡Deja ya de bailar! - Le objetó el cocinero.- Me estás distrayendo y luego me veré obligado a pedirte nuevos ingredientes en ausencia de tus ayudantes.

Aquel fue uno de los momentos más difíciles de la accidentada vida de José. Tuvo que realizar un esfuerzo sobrehumano para no rebelarse contra aquel cruel cocinero que creía poder asar impunemente las nalgas de sus subordinados mientras les dictaba el menú del día.
Por fin el suplicio terminó. Los camiones de abastecimiento llegaron y los ayudantes de José se fueron con la lista al pueblo, no sin antes haber escuchado las exhortaciones de su jefe.
El noble tuvo un tiempo de sosiego, durante el cual pudo conversar con sus compañeros de trabajo, sin alejarse del campo visual del cocinero-jefe de su grupo, quien a veces lo miraba con una insistencia que producía un extraño temblor en la piel del flamante responsable de compras.
José hizo amistad con los jefes de abastecimientos de los dos mostradores fronteros al suyo. Eran dos hombres aproximadamente de su misma edad y con una formación intelectual semejante a la suya. Uno se llamaba Nico y el otro Fredo. José necesitaba alguien para comunicar sus observaciones, de manera que Nico y Fredo llenaron este hueco que se había producido en su vida.
Le extrañaba sobretodo a José la brutalidad reinante en aquel pabellón del ala este y participó ese sentimiento a sus dos nuevos amigos.

- Es la Agencia quien ha exigido ese rigor - explicó Fredo.
- O por lo menos, se dice que es la Agencia - corrigió Nico, con un tono que quería dar a comprender que existía enorme diferencia entre lo uno y lo otro.
El subsecretario me ha hablado ya de esa Agencia - intervino José.- ¿En qué se ocupa concretamente?
- De todo - aseguró Fredo.- Ella es la que elabora los reglamentos, las normas y códigos por las que se rigen todas las gentes sujetas a cualquier empresa controlada por la Sociedad que preside el Sr. Barón. Si la Agencia nos exige rigor hacia nuestros subordinados, no hay duda que por algo será.
Mientras Fredo hablaba, Nico hacía gestos cada vez más visibles de desaprobación.
- Para ser mas exactos - dijo, - debemos reconocer que nada sabemos acerca de la Agencia. Nos dicen que la Agencia regula todas las relaciones entre los empleados de la sociedad, pero ¿quien ha recibido una orden cualquiera provinente de la Agencia? Nadie. A todos "les han dicho" y sobre la fe de una transmisión oral nos ofrecemos mutuamente un comportamiento de locos.

- ¿Por qué machacarse los sesos? - polemizó Fredo.- Ya sé que hay muchos que dudan sobre si ésta es o no la manera de congraciarse con el Sr. Barón. Dudan incluso de la utilidad de nuestro trabajo y se atormentan preguntándose si el Sr. Barón recibe o no las comisiones que diariamente nos anuncian. Seamos objetivos y miremos las cosas con lógica. Si el Sr. Barón no recibiera ninguna comisión, ¿mantendría acaso a su servicio a miles de hombres que le rompen platos, le estropean comida y le crean mil y una dificultades? Y los aviadores, los oficinistas, los mayordomos, los conserjes, todo este mundo, ¿lo habrían contratado con el solo fin de engañarnos? No. Para mi, las comisiones son recibidas y los alimentos gustados. Nada se pierde. Respetemos las reglas y tengamos confianza en el saber que nos han transmitido oralmente los que nos han precedido. Esa confianza es indispensable, a mi modo de ver, si un día se pretende laborar en las filas de la Agencia.
Llegado a ese punto, Fredo fue solicitado por su jefe y se alejo del grupo.

- Es un conformista - opinó Nico.- Vino un día con el deseo ardiente de encontrarse cara a cara con el Sr. Barón, pero ya lo ha olvidado. Y ahora, como tantos, se encuentra perdido en el engranaje, en el escalafón.
- ¿Lleva ya tiempo aquí? - inquirió José.
- Quien Fredo? Unos siete años.
- ¿Siete años y no ha visto nunca al Sr. Barón? - asombrose el noble.
- Nadie de nosotros lo ha visto jamás - arguyó Nico.
- Que nadie lo ha visto - recalcó José como si acabara de oír la mayor de las incongruencias.- Viven Vds., por así decirlo, al lado de la Residencia y ¿nadie ha visto al señor que diariamente sirven...?
Nico se asombró a su vez del asombro de José.
- Es que nadie tampoco ha visto la Residencia - dijo con naturalidad.

Sobrepasada su capacidad de asombro, esta revelación inspiró a José una reflexión profunda.
- Es increíble - susurró.- Y yo que he venido aquí con el único objeto de entrevistarme con el Sr. Barón...
- Todos los que estamos aquí tenemos con el Sr. Barón un asunto pendiente y todos deseamos entrevistarnos con él.
- Sin embargo - se obstinó José - el subsecretario me ha dicho que en cuanto pueda recibirme el jefe de personal, me será concedida una entrevista con el Sr. Barón.
- Todos hemos sido recibidos por un subsecretario que nos ha dicho, mas o menos semejante cosa - prosiguió Nico implacable.
- Pero yo llegué tarde a la cita del jefe de personal...
- Todos hemos llegado tarde a la cita del jefe de personal - interrumpió Nico - y se nos ha dicho que ya se nos llamaría cuando la Agencia creyera que es tiempo.
Esa interrupción acabo por desconcertar a José.
- Entonces, es inútil esperar... - balbuceó.
Nico le puso familiarmente una mano en el hombro como para animarle.

- Amigo José - le dijo - este es un camino que todos los que están aquí han recorrido: Esperanza, decepción, indignación. Es cuando la indignación se ha superado que se manifiestan dos tendencias: la de los conformistas, como Fredo, que aceptan como bueno todo cuanto les dicen, y la de los que se inclinan a pensar, como yo, que se mantienen en el error o, mas justamente, nos mantenemos en el error, a pesar de que a nuestro alcance deben estar los medios de liberarnos y conocer la verdad de nuestro destino.
- ¿Qué hacer pues...? - inquirió angustiosamente el noble.
- He aquí la gran incógnita - filosofó Nico.- Yo he pensado a veces...
Interrumpiose de pronto para mirar en derredor y con cierto misterio díjole a su colega.
- Es demasiado importante lo que iba a decirle para comentarlo aquí. Luego, después de comer, nos veremos.
Y sin añadir una sola palabra, Nico se alejó.

José se reintegró a su mostrador, fascinado por los problemas de aquel mundo que tan fácilmente pasaba de lo cómico a lo dramático. Afortunadamente su cocinero-jefe no parecía haber cambiado de idea sobre el menú a realizar y esperaba dar fin a su primer día de trabajo sin otro contratiempo.
El pabellón se animó de improviso con la llegada de los ayudantes del servicio de compras, cargados con cestos de hortalizas.
José recibió a sus cuatro ayudantes y les asistió en la descarga de bultos sobre el mostrador.
- Lo hemos traído todo - le informó el mas joven de los cuatro, que continuaba actuando de portavoz.
Con la fe de esa afirmación, José entregó los cestos al cocinero, que esperaba impaciente los ingredientes.
De pronto, en el pabellón empezaron a sonar las más estruendosas bofetadas que José oyera en su vida. El noble pudo constatar que eran los jefes de compras quienes las recibían de manos de los cocineros. Apenas efectuada la constatación, la mullida mano de su verdugo se aplastó en sus orejas.

- ¡Este es modo de servirme! - exclamaba el bruto.
José se enfrentó con él expresando la más absoluta inocencia.
- Tus ayudantes no me han traído ni uno solo de los ingredientes que te he pedido - aulló el cocinero sin dejar de maltratarle.
- ¡Cómo es posible! - exclamó José, tratando de parar los golpes.
- ¡Que cómo es posible, bandido! ¡Te voy a enseñar yo como se trabaja aquí!
El cocinero lo agarró por el cuello del chaleco y lo arrojó en el aire como si fuera una jabalina.
Si algo podía consolar a José era la generalización de las palizas. Raro era el cocinero que no vapuleaba de mala manera a su jefe de compras. Las víctimas huían en desbandada por el pasillo central, atropellando sin cesar a los lavaplatos cargados de vajilla y produciendo los más sensacionales destrozos.
Los cocineros acabaron por calmarse, intercambiando entre ellos las mercancías superfluas que les habían traído los jefes de compras. Entonces llegó el momento de saldar cuentas con los ayudantes, responsables materiales de los errores. Si brutales eran los métodos de los cocineros, los jefes de compras aplicaban a sus ayudantes suplicios de una rara crueldad, como sumergirles la cabeza en el agua sucia, arrastrarlos por los cabellos o retorcerles la nariz.

José se enfrentó con los suyos.
- ¿Por qué os habéis equivocado? - les preguntó.
- No hemos logrado descifrar lo que había apuntado en la lista - se disculparon.
El noble se acordó que, en efecto, lo había escrito mientras su culo quemaba sobre el fogón.
- Al diablo las recomendaciones de la Agencia - se dijo.- Yo no los sacudo a esos por una falta que no han cometido, aunque lo prescriban los reglamentos.
- Esta bien, muchachos. Otro día lo escribiré mejor - concedió.
Al ver que no tenía intención de pegarles, los cuatro ayudantes se arrodillaron ante él y le besaron las manos en medio de abundantes llantos.
José se dejó festejar y al volver la vista hacía el mostrador de Nico, vio que éste tampoco abalizaba a sus servidores.
Los equipos de compras pudieron al fin descansar, contemplando en espectadores los malos tratos que recibían los ayudantes de cocina por sus errores. José dio una vuelta por el pabellón gozando de aquella opera fastuosa que representaban miles de cocineros elaborando menús.
Absorbido por el espectáculo, el noble no se dio cuenta de la entrada en escena de una legión de individuos vestidos de maître de hotel. Una salva de aplausos los acogió cuando invadieron el pabellón.
- ¿Quienes son y por qué aplauden? - preguntó José a Nico, que se encontraba a su lado.

- Son los mayordomos del Sr. Barón - le informó su colega.- Viene para hacerse cargo de los menús y llevárselos a la Residencia. En cuanto a los aplausos, pronto comprenderás su razón. Fíjate en que ningún cocinero aplaude. Son sus subordinados quienes los aclaman. Ya veras, ya veras...
En efecto, los cocineros parecían presos de un nerviosismo alarmante. Algunos de ellos temblaban francamente, sin poder dominar su pánico.
Los mayordomos se desplegaron a lo largo del pasillo, integrándose cada uno en el mostrador que tenía por misión controlar. Insensibles a los aplausos, los mayordomos tenían en su rostro un marcado aire de superioridad, hecho de conciencia profesional y de sentido de la jerarquía.
José se reintegró rápidamente a su grupo para seguir desde allí los acontecimientos que se avecinaban.
El cocinero que le había asado las nalgas se hallaba sumergido en un pánico tal, que no lograba aguantar un cacharro en sus manos y eran sus ayudantes quienes debían realizar para él la labor.
El mayordomo del equipo llegó al fin.
- Veo que las cosas no te van bien esta mañana - dijo al cocinero a guisa de saludo.

- Mis ayudantes me boicotean - intentó explicar el hombre, sin dejar un solo instante de temblar.
- ¿Tus ayudantes, eh? - Exclamó con ironía.- ¿Son tus ayudantes quienes han frito esta cebolla? - encadenó dando un vistazo despreciativo a la salsa.- Mientras unos pedazos está, completamente carbonizados, otros están casi crudos - constató.
- Verá - intentó explicar el atemorizado cocinero.
- ¡Basta! - cortó el mayordomo.- De sobras veo lo que te ha ocurrido. Has cortado la cebolla de un modo desigual. No hay otra explicación que valga.- Y con un rictus de furor en los labios, añadió: - Pero te la vas a comer.
Y agarrando al cocinero por la nuca, hundió sus narices en la salsa hirviente de la sartén.
El cocinero dejó de temblar para proferir gritos atroces de dolor y arrepentimiento.

José comprendió entonces porque aplaudían los ayudantes. Los mayordomos eran para ellos sus justicieros, dedicándose a apalear sin miramientos a los cocineros-jefes ante los ojos de sus subordinados.
El pabellón se convirtió de nuevo en campo de batalla. Las sartenes volaban por el aire, salpicando a todos sin distinción con los más variados compuestos culinarios.
Los cocineros corrían como locos a lo largo del pasillo central en medio de las más insolentes burlas de parte de sus ayudantes.
Al alboroto sucedió el sosiego y los mayordomos fueron llevándose los menús improvisados de acuerdo con las circunstancias, puesto que la intervención de los enviados de la Residencia, había transformado por completo las concepciones primeras de los cocineros.
A medida que los equipos terminaban su labor, pasaban al pabellón frontero, dividido en pequeños departamentos que podían contener medio centenar de individuos.
Después de comer, José fue en busca de Nico para que le dijera aquello tan importante que no creyó prudente tratar en las cocinas.
Nico se lo llevó fuera de las dependencias, en pleno campo, para poder hablar con más tranquilidad.

- No sé si debería decirte lo que he pensado, día tras día, hasta convertirse en una obsesión - empezó Nico.- Pero tú acabas de llegar y es en ese instante que lo que pienso puede serte útil. Luego, si dejas que el tiempo pase, lo que hoy te parece absurdo lo hallarás normal a fuerza de repetirse y esperaras, como Fredo, como todos, a que el jefe de personal te llame, y pasarán los años y esa llamada no se producirá jamás.
- He venido aquí para entrevistarme con el Sr. Barón y lo conseguiré cueste lo que cueste - afirmó José en magnífico arranque lírico.- Si para ello debo quebrantar reglamentos, los quebrantaré - prosiguió,- nada podrá detenerme.
Nico le escuchaba con entusiasmo y admiración.
- No me he equivocado al juzgarte - exclamó.- Eres como yo y quizás tengas la audacia que a mi me falta - añadió con tristeza.
Hubo una pausa. Nico alzó su brazo derecho y con el índice señaló el horizonte.

- Mira, hacia allí está el oeste - dijo con transcendencia.
- Si, por allí debe encontrarse la Residencia - corroboró José.- Esta mañana he intentado verla, pero no he podido alcanzar la curva de la pendiente...
- ¿Has intentado ya verla? - Interrumpió Nico lleno de asombro.- ¡Qué estirpe! ¡Qué estirpe! - exclamó con admiración.
José se encogió de hombros sin comprender el motivo de tanto asombro.
- No he sabido dar con el camino - explicó.- Y he tenido que regresar para ser puntual a la cita del subsecretario.
- Esa iniciativa tuya, antes de comenzar tu trabajo, te revela - prosiguió Nico.- Algunos llevan años trabajando en el ala este y aún no han osado hacer lo que tú.
A pesar de hallarse en el campo, Nico dio una mirada en derredor antes de proseguir la charla. Una vez convencido de que nadie les escuchaba, Nico susurró:
- Ninguno de nosotros ha visto la Residencia, ni la verá nunca, José, porque esa Residencia no existe.
El tono de Nico se hizo progresivamente misterioso, a medida que sus palabras cobraban dramatismo, José se hallaba, mas que perplejo, asustado ante aquella revelación y, anuladas sus facultades de raciocinio, no sabía que decir.
- No existe - repitió Nico.- Por lo menos aquí, en las inmediaciones de la dependencia.

- Pero... es inimaginable - balbuceó José.- Que el Sr. Barón no reciba personalmente a las comisiones, es lógico; que algunas de las comisiones anunciadas falten a la cita, es posible; pero que no exista siquiera la Residencia... sobrepasa la razón. ¿Qué harían con los menús elaborados diariamente por miles de cocineros...?
- Tengo mi teoría sobre este asunto - afirmó Nico.- Los menús, somos nosotros quienes nos los comemos.
El asombro de José excedió todos los límites.
- Es tu primer día de trabajo y nada habrás observado - prosiguió Nico.- Pero nuestra comida está compuesta siempre de verdaderos monumentos culinarios, de lo más exótico que uno pueda imaginarse. Pero para mí, es una certidumbre: nos comemos lo que los cocineros indios y chinos fabrican y a ellos les dan sin duda lo que elaboramos nosotros.
- Sería fácil comprobarlo - razonó José - inspeccionando los distintos comedores a la hora del almuerzo.

- Sin duda ya habrán previsto esa posibilidad y lo que hacen es mezclar los ingredientes - opinó Nico.- Ya verás como nunca lograrás comer un plato de legumbres determinadas. Si te dan arroz, te lo comerás mezclado con garbanzos, zanahorias, macarrones, judías, lentejas y una variedad infinita de hortalizas. No te dan nada en su estado puro y ello por una razón: porque lo mezclan para despistarnos.
- Hay un modo de terminar con las dudas - resolvió José.- Comprobar con nuestros propios ojos la existencia de la casa del Sr. Barón. Si existe, desde aquella altura debe apercibirse la fachada.
- No es tan fácil como parece - objetó Nico.- Muchos, yo mismo, han intentado llegar a lo alto de la colina sin conseguirlo.
La conversación estaba derivando visiblemente hacia lo absurdo.
- ¿Cómo es posible? - exclamó José.- Si se pudiera andar en línea recta, no habría ni un cuarto de hora de camino.
- Si se pudiera andar en línea recta - subrayó Nico.- Pero no se puede andar en línea recta, y siguiendo las curvas de los sembrados, la distancia está calculada de tal modo que ningún servidor tenga tiempo de alcanzar la cumbre en sus horas de descanso. Los hay que han intentado levantarse de buena hora y subir a lo alto de la colina. Inútil. Han tenido que regresar en mitad del camino para ser puntuales al trabajo. Otros han emprendido el ascenso al mediodía con iguales resultados.

- ¿Por qué no sacrifican la puntualidad? Vale la pena si adquieren tan importante certeza - razonó José.
- Si abandonan su propósito en mitad del camino, no cabe duda que es porque consideran más importante el trabajo. O porque tienen miedo de lo que pueda acarrearles una falta de puntualidad.
Ambos contemplaron pensativamente el horizonte oeste. La duda se había enraizado de nuevo en José. Si la Residencia no existía, la maleta, su maleta no podía encontrarse allí y todo el tiempo que pasara en las dependencias era tiempo perdido. No obstante, algo significaba haber penetrado en el mundo de los servidores, aún cuando la presencia del señor fuera lejana y fantasmagórica.
- Pero si el Sr. Barón no está aquí, ¿donde estará? - se le ocurrió a José.
- He pasado muchas noches en vela intentando solucionar ese problema - confesó Nico.- He imaginado al Sr. Barón viajando constantemente de un lado a otro del planeta. Es lógico que viaje, puesto que preside una sociedad con ramificaciones en los cinco continentes. Pero el domicilio social se encuentra en el inmueble de la Agencia. Allí tiene su despacho el Sr. Barón y tal vez su domicilio particular. En consecuencia, yo, como todos, deseamos trabajar un día en la Agencia.

- Los mayordomos deben estar en contacto con el Sr. Barón - razonó José.
- Los mayordomos son empleados de la Agencia. Uno de ellos me dijo en cierta ocasión. Su misión es la de hacer todo lo posible por mantenernos en la ignorancia - afirmó Nico.
- Pero ¿por qué?
- Vete a saber. Solo los de la Agencia lo saben. Ellos nos cursan una orden y las oficinas deben obedecer sin discusión.
- ¿Y si se protesta? ¿Si se niega obediencia?
- No conozco precedente, pero debe ocurrir como en todas partes: o te echan o te encumbran para que te calles.
- ¿Sabes una cosa? - anunció José al cabo de una reflexión.- Yo alcanzaré la cumbre y si es preciso seguiré más allá.
- Llegaras tarde al trabajo y violarás el reglamento.
- Ya he violado otros y no tengo que arrepentirme. No tardaremos en saber si la Residencia existe o no.
- Te creo, José - exclamó Nico.- Tú tienes temple para llevar a cabo esta empresa. Ojala te presten crédito cuando anuncies en el pabellón la nueva verdad. De momento, no hables con nadie de lo que te he dicho. Se puede dudar de muchas cosas, pero poner en duda la existencia de la Residencia, va mas allá de lo que algunos pueden soportar. La Residencia son los cimientos sobre los que descansa todo su trabajo. Sería horrible que descubrieran que no existe antes de haber encontrado otra empresa en que laborar. Esa verdad solo la soporto yo y unos pocos como yo, que viven en la contradicción y el cinismo.

Hubo una pausa hecha de reflexión.
- Vamos ahora. Es casi tiempo de recomenzar el trabajo - aconsejó Nico.
- Ve tú. No tardaré en seguirte. Déjame reflexionar - pidió José.
Nico se alejó y José tumbose unos instantes sobre la yerba del campo. Necesitaba sentirse solo para pensar en su circunstancia.
Es lógica pura, tan absurdo resultaba el mundo de las cocinas con Residencia o sin ella. Tal vez fuera aún más absurdo si se pensaba que aquellos menús iban destinados a los paladares de las supuestas comisiones. Si el trabajo aprovechaba tan solo a los propios trabajadores, destrozo mas o menos, poco importaba. Pero, si debía servir para complacer a comisiones extranjeras, ¡vaya caos!
Era probable que tal como se lo dejara entrever el subsecretario, el trabajo de aquella humanidad no tuviera mas alta justificación que la de servir a los servidores, a perfeccionarlos en lo interior como en lo exterior. Pero en tal caso, ¿por qué no hacer las cosas simplemente y decir con claridad a todos que se les sometía a un período de pruebas, en vistas a ocupar un lugar más alto en el escalafón de la Sociedad?
Tal vez, tal vez era mejor así, que creyeran servir a un señor que los ignoraba. Su etapa de perfeccionamiento se haría sin duda con mayor rapidez.
Pero aquel ya no era el puesto de José. Su puesto estaba cerca de la maleta, allí donde se encontrara.
Se sentía triste y alegre a la vez de haber intuido esta nueva verdad. Triste, porque ello significaba que no había llegado al final de su peregrinación; alegre, porque había reconocido una vez mas lo transitorio del sitio, al contrario de tantos otros que lo adoptarán como hogar.
Kabaleb

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