(Capítulo V (1ª parte). José anduvo toda la noche sin experimentar el menor cansancio. Mientras andaba, recorría mentalmente las distintas etapas de su vida y se hacía el propósito de ser más útil a sus semejantes en el porvenir.
En las primeras horas de la noche, le fue difícil encontrar la pista de la Residencia del Sr. Barón, pero al comenzar el nuevo día, un camión, con el sello de la Residencia le dio el primer indicio serio sobre la dirección que debía tomar. El resto lo hizo su percepción interior, guiándose por la imagen que se hacía de la mansión, tal como se presentan las cosas en el mundo de los sueños...
Al amanecer, José se encontraba ya muy próximo a su destino, dándole la medida de su proximidad el desfile constante de camiones que, procedentes del mercado central, efectuaban el servicio de abastecimiento de la Residencia y sub dependencias anexas.
Por fin alcanzó la muralla exterior de la Residencia, una de cuyas paredes se extendía paralela al camino que seguía. Después de recorrer unos centenares de metros de esta inacabable muralla, José se encontró ante la puerta, por la que iban entrando los camiones.
José entró, pero un hombre fornido, equipado con un mono azul y una camisa caqui, le cortó el paso.
- ¿Qué desea? – le preguntó en tono severo.
- ¿Es ésta la Residencia del Sr. Barón? - inquirió José.
- Es ésta. Pero esta puerta sólo es accesible a los coches – le informó.- La puerta para los peatones se encuentra un poco más allá, en línea recta.
José saludó y prosiguió el camino que le indicara el empleado. Sin embargo, una cosa le extrañó. En el interior de la muralla, ninguna edificación era visible desde la puerta de coches. Sólo una explanada inmensa, desprovista de árboles y vegetación. Sin duda alguna, aquella muralla constituía un simple límite de propiedad y la Residencia debía encontrarse aún muy lejos de allí.
José anduvo más de un kilómetro sin que la puerta de peatones apareciera por ningún lado. La muralla lisa y sin fisuras proseguía mucho más allá del alcance de su vista. Siguió andando; un poblado había sucedido al anterior y sin embargo la muralla seguía inacabable.
Finalmente alcanzó uno de sus ángulos, sin que la puerta de peatones apareciera por parte alguna. El empleado le indicó que siguiera en línea recta, pero si tal hacía, le era forzoso abandonar el muro, que se extendía ahora a través del campo desierto. Por otra parte, unos alambres seguían paralelos al camino, como una prolongación provisional de la muralla que hasta entonces José había fielmente recorrido.
Cierto que los alambres permitían holgadamente la entrada de un hombre en la propiedad privada, pero José se dijo que habiendo sido aceptado para trabajar al servicio del Sr. Barón, no tenía porque violentar su propiedad, aunque se tratara de forzar la entrada de un campo aparentemente rústico y sin importancia.
Siguió pues el alambre y varios villorrios se sucedieron, del otro lado de la carretera, antes de que la puerta de peatones apareciera. Se trataba de una simple caseta y una columna de yeso, que abrían una intermitencia en el alambre. Un hombre uniformado de azul, sentado en una silla de mimbre, completaba el modesto cuadro.
- ¿Es ésta la entrada de peatones de la Residencia del Sr. Barón? - preguntó José al anciano conserje.
- Esta es. ¿En que puedo servirle? - inquirió el hombre.
- He sido llamado al servicio del Sr. Barón - explicó José.- El jefe de personal me espera esta mañana. Me ha dado cita a las siete...
El conserje se levantó, dirigiéndose al interior de la caseta.
- Voy a comprobar si es cierto - dijo.
Descolgó el teléfono y dando vueltas al manubrio de llamada, esperó la respuesta de las oficinas. Esperó mucho tiempo. Sin duda las oficinas estaban desiertas.
- Se interesan poco por las llamadas procedentes de la puerta - comentó el conserje mientras esperaba.- Si se les llamara del interior, habría que verlos correr.
Por fin obtuvo contestación y la personalidad de José fue reconocida.
- Ya puede Vd. entrar.
José exhaló un suspiro de alivio. Pero la muralla había desaparecido del alcance de su vista y al cruzar la puerta de peatones, creyó oportuno preguntar al conserje qué camino debía seguir.
- Espere el jeep - le contestó - ya que esto no es ninguna puerta y por aquí no se va a parte alguna. La única puerta que tiene acceso a la Residencia es la de coches.
- Entonces, ¿por qué me han dirigido hacía aquí? – se indignó José, - ¿he sido acaso víctima de una broma?
- Yo no sabría decirle – se disculpó el conserje. - Llevo ya años guardando esta falsa puerta. Tal vez se proyectara en un principio abrir aquí una verdadera puerta y en consecuencia se instaló a un portero, y luego ese proyecto fuera abandonado y se me dejara aquí por lástima de despedirme. Tal vez lo hayan hecho para despistar a los numerosos aspirantes al servicio el Sr. Barón, quienes al no encontrar la puerta de entrada, acaban cansándose de dar vueltas y se marchan, renunciando a su propósito.
- Si, debe ser eso - reflexionó el hombre, sentándose de nuevo en su silla.- En las horas que paso aquí solo, me pregunto muchas veces cuál es mi función. A veces mi respuesta parece satisfacerme y otras no. A veces creo que mi labor es útil al indicar falsas puertas a los que vienen sin ser llamados y otras veces pienso que esas mentiras acabarán perjudicándome. Pero no sé... No sé porque estoy aquí...
José no insistió más y se sentó en el suelo en espera del jeep. No obstante, el conserje continuó expresando en voz alta sus dudas.
- ¿Por qué? Por qué habrán construido esa puerta que no conduce a ninguna parte y, sobre todo, ¿por qué, mandan aquí a los llamados, si saben que no podrán entrar? Y yo, ¿qué hago? ¿Qué represento? ¿En qué soy útil?
José no intentó responder a tales interrogantes. Su encuentro con el guardián de la falsa puerta le confirmaba en su idea de que la vida en la Residencia estaría llena de dificultades. Sin lugar a dudas, vivir cerca del Sr. Barón y servirle no era el paraíso que parecía desprenderse del relato que le hiciera Tuliferio-cocinero en sus idas y venidas de la Interplanetaria.
Varias horas transcurrieron. El sol iba ascendiendo hacia el cenit sin que en la inmensa explanada se presintiera la llegada del jeep. José se impacientaba y de lo hondo de su ser surgía la duda de si valía la pena de ir al encuentro de tantas contingencias manifiestamente absurdas. El cansancio influía de nuevo sobre su ánimo y el calor del sol reducía su cuerpo a un estado de somnolencia próximo al abandono.
Habría quizá renunciado a su maleta de no hallarse tan próximo a la Residencia. Si renunciaba, debería regresar a la ciudad y José no se sentía con fuerzas para hacerlo. Estaba ya allí y allí quedaría esperando la llegada del jeep. Su vida estaba ya limitada y condicionada por el esfuerzo hecho la noche anterior, viéndose así impedido de hacer marcha atrás.
Esa constatación dio a José nuevas fuerzas para resistir la espera sin dormirse. Pero, se acordó de pronto que el jefe de personal, según le dijera Tulita, le esperaba a las siete de la mañana. Al no encontrarse en su despacho a esa hora, pudiera bien ocurrir que diera a otro el empleo que le reservaran.
- ¿Qué hora debe ser? - preguntó al conserje con inquietud.
- Hace ya años que se paró mi reloj, pero por lo subido que está el sol, deben estar cerca las doce.
- ¡Y mi cita era para las siete de la mañana! - se lamentó José.- Vd. podrá en todo caso decirle al señor jefe de personal que ya estaba aquí esta mañana a las siete.
- No se preocupe por eso – le tranquilzó el conserje.- El reloj del despacho del jefe de personal está también parado. Se paró un día justamente a las siete y a partir de entonces, da sus citas a las siete, queriendo indicar con ello que a cualquier momento en que le visitante aparezca, será siempre la buena hora, las siete.
La explicación satisfizo a José, quien incluso sonrió, como celebrando ese sentido del humor tan particular que era común a las gentes de la Residencia.
- Y el jeep, ¿es seguro que vendrá? - preguntó aún.
- Pasa todos los días, pero no tiene hora fija.
José suspiró y se resignó a esperar. Era evidente que en la Residencia los relojes andaban muy mal.
Por fin el jeep apareció entre una nube de polvo, justo cuando José comenzaba de nuevo a despertar.
El noble tomó plaza en el asiento trasero y saludó con la mano levantada al conserje, quien correspondió a su saludo hasta perderlo de vista en la lejanía y el polvo.
Apenas instalado en el vehículo, como el chofer no le dijera palabra, José no pudo resistir sus ganas de dormir y, acunado por el ruido del motor, cayó en un sueño profundo.
Despertó bruscamente cuando el motor del jeep se paró. Al abrir los ojos tuvo que hacer un esfuerzo para tomar conciencia del lugar en que se encontraba. A menudo le ocurría que al despertar de golpe le parecía encontrarse en su antigua patria, gozando aún de sus privilegios nobles.
Las primeras imágenes que se presentaron ante sus ojos en lo que debía ser el interior de la Residencia, fueron desconcertantes. José miró hacía el cielo, buscando una medida del tiempo transcurrido. El sol se hallaba próximo a su caída, prueba de que habían pasado varias horas desde que subiera al jeep.
El vehículo se encontraba parado delante de un viejo caserón en ruinas, cubierto de hiedra y musgo. El muro estaba perforado por numerosas grietas, recubiertas de vegetación. Unos árboles, con el tronco podrido, lo circundaban. En ningún modo podía tratarse de la Residencia del Sr. Barón. El primer pensamiento que acudió al espíritu de José fue que el chofer, aprovechando la inconsciencia de su sueño, lo había conducido a un falso lugar. El tiempo empleado en la carrera justificaba esta convicción. Por amplia que fuera la muralla exterior, resultaba inimaginable que pudieran tardarse cuatro horas para alcanzar aquellas ruinas.
El chofer del jeep no le pasó desapercibida la extrañeza de José.
- Hoy ha llegado Vd. a su destino - le dijo.
Ello hacía suponer que ese destino era provisional.
- ¿Es ésta la Residencia? - inquirió José, a fin de obtener la negativa que lo tranquilizara.
- De ningún modo - respondió el chofer con un gesto que daba a comprender la magnitud del absurdo.- Este es el albergue para los recién llegados que no pueden ser recibidos en las oficinas.
- Pero yo tengo cita con el Sr. jefe de personal - protestó José.
- Lo verá Vd. mañana. Hoy las oficinas han cerrado ya y no puede Vd. ser presentado - explicó el chofer.- Mañana a primera hora yo mismo vendré a por Vd.
José contempló el albergue visiblemente decepcionado.
- No le extrañe su estado ruinoso - dijo el chofer.- Como el albergue se utiliza únicamente para dar acogida a los servidores por una sola noche, la administración de la Residencia aplaza siempre la aplicación de las reformas que hace tiempo fueron decididas. Mañana le darán alojamiento en las dependencias. Por esta noche, espero que no la pase demasiado mal.
El chofer descendió del coche y enfrentándose con las paredes del albergue, gritó repetidas veces: "José", "José", "José".
El noble exilado se aproximo al chofer, siguiendo con inquietud esa nueva maniobra.
- No le llamo a Vd. - aclaró el chofer - sino al guardián de turno en el albergue, que también se llama José.
No tardó en aparecer entre las yedras el guardián del albergue. José no pudo reprimir un gesto de horror y de asco al ver al extraño personaje. Se trataba de un monstruo inimaginablemente horrible. Le extrañó quizá más cuando en su imaginación se había forjado la idea de que en la Residencia todo era armonía y perfección.
A medida que se acercaba a ellos, José constataba la exuberancia de su monstruosidad. Sus brazos eran largos y deformes, más parecidos a los de un gorila que a los de un hombre. Su cabeza tenía unas proporciones dobles con respecto a lo normal y en su cara no había un solo rasgo que no fuera desorbitado y caótico. Su boca se extendía casi hasta las mandíbulas y cuando reía dejaba ver unos colmillos afilados como los de un perro. Sus ojos eran grandes y purulentos y en su inmenso cogote se había instalado un furúnculo, rodeado de mugre, del que manaba abundante pus, que se empapaba en el sucio cuello de su camisa. Sus vestidos eran harapos sucios y malolientes.
El chofer, que no parecía afectado por aquella visión repugnante, hizo las presentaciones. El monstruo se mostró con José extremadamente cordial, no contentándose con apretarle la mano, que el noble le diera de mala gana, sino que se abrazó a su cuello, tan estrechamente, que José sintió correr por su piel una emanación espesa de pus.
Al noble exilado le entró un tal asco, que todo su cuerpo crispado se puso a temblar, cosa que el monstruo interpretó como una demostración de afecto, estimulando así la prolongación de la cordialidad.
El chofer tuvo que intervenir para poner fin a la escena.
- Vamos, vamos, José - reprochó al monstruo.- Nuestro amigo está fatigado y harías bien ocupándote de su alojamiento de esta noche.
El monstruo se acercó al chofer, sonriente, y señalando a José, que se secaba el cuello con un pañuelo, dijo con una pronunciación defectuosa que daba un extraño tono de burla a sus palabras:
- ¡Me ha sido simpático! - y se rió con socarronería, intentando abrazar de nuevo a José, que se refugió corriendo detrás del jeep.
- José, ¡vete a preparar el albergue! – le ordenó el chofer con autoridad.
Esta vez el monstruo obedeció, desapareciendo en el interior del caserón en ruinas.
José se acercó al chofer aún con los nervios sensibilizados.
- Por favor - le dijo - lléveme lejos de aquí. Dormiré en cualquier parte, en cielo raso, no me importa, con tal de que esté lejos del monstruo.
- Lo que me pide es imposible - replicó el chofer tomando asiento junto al volante.- Las normas que nos rigen son muy severas y en ningún modo puedo quebrantarlas.
- ¿Pero es que hay alguna norma que pueda obligarme a pasar una noche con un monstruo? - inquirió José en plena rebeldía interior.
El chofer lo miró fijamente como dudando entre decirle la verdad o dejar que José la averiguara por su propia cuenta. Finalmente se decidió a hablar.
- Puesto que ha sido llamado al servicio del Sr. Barón, tiene Vd. derecho a la verdad sobre las normas y reglamentos a que estamos sometidos; - hizo una pausa y añadió.- Este monstruo le está destinado, José. Le pertenece y para poder entrar en la Residencia, esta noche tendrá que afrontarlo solo. Por otra parte, ya ha visto que le monstruo es totalmente inofensivo.
- ¿Quiere Vd. decir que todos los que están hoy al servicio del Sr. Barón han tenido que pasar una noche en este albergue con semejante monstruo?
- No todos - respondió el chofer - porque si bien existen reglamentos que nos gobiernan a todos en general, cada uno obedece a una ley particular que es inoperante para cualquier otro. Así pues, todos los que trabajan en la Residencia han librado, en un momento de su vida, combate con el monstruo, pero no en las mismas circunstancias ni con el mismo monstruo.
José no preguntó más y esperó que la comprensión surgiera, como siempre por análisis interno.
El chofer puso el motor en marcha.
- Le dejo, José. Mañana a primera hora vendré a por usted.
El jeep desapareció detrás del albergue, dejando a José pensativo, eterno solitario ente el caserón en ruinas.
Contempló, a la luz del crepúsculo, la explanada desierta que lo rodeaba. Se dio cuenta entonces que más allá del albergue se alzaba una nueva muralla; sin duda la muralla interior que daba acceso definitivo a la Residencia.
José avanzó contorneando el albergue, que le ocultaba parte del paisaje. Confiaba en que el monstruo, ocupado en preparar la cama, le molestaría lo menos posible. Pero se equivocaba. Al cruzar sigilosamente la pared lateral, de una de las grietas, entre la hiedra, el monstruo dejo oír su voz.
- Tu cama está preparada, José - dijo con su pronunciación defectuosa que parecía hecha adrede para burlarse de la gente.- Ven a acostarte, que estás cansado - añadió con una monstruosa risotada.
De un salto se plantó junto a José, tratando de levantarlo para conducirlo al interior del albergue. Los esfuerzos del noble para librarse de la presa provocaban en José-monstruo inacabables ataques de hilaridad.
Por la pestilencia de su aliento, José comprendió que el monstruo estaba borracho y al asco que le inspiraba aquella criatura se añadió la indignación. Podía aún admitir que en virtud de un extraño reglamento se le obligara a pasar una noche con el monstruo, pero caía fuera de lo imaginable el hecho que se emborrachara al individuo en virtud de otro reglamento, o ley, o norma, de las que tanto gustaba hablar a las gentes de la Sociedad. Como era impensable una tal cosa, el monstruo se encontraba borracho por propia iniciativa y era intolerable que los encargados de la administración permitieran a un guardián de albergue recibir a sus huéspedes borrachos.
Sus pensamientos no le hicieron olvidar su lucha, logrando librarse al fin de los brazos del monstruo. Huyó hacia la muralla interior, esperando que el guardián se quedara guardando el albergue. Pero José-monstruo no estaba dispuesto a perder a su huésped y corrió tras él, mientras no dejaba de aconsejarle:
- Es inútil que sigas fatigándote; vete a descansar - y acompañaba sus palabras de grandes risotadas.
José alcanzó la muralla interior y viendo unas brechas abiertas en la pared, decidiose a escalarla. Si pudiera penetrar en el recinto interior de la Residencia, allí aguardaría el jeep, quizá infringiendo una ley, pero librándose de la repugnancia insoportable a su sensibilidad.
Empezó a escalar la muralla lleno de esperanzas, pero el monstruo llegó a tiempo de retenerlo por los pies.
- ¿Qué haces, José? - le dijo con su sonrisa burlona.- Te fatigas en vano, puesto que esta noche debes dormir conmigo en el albergue - y dando un brusco tirón de los pies de José, lo arrojó al suelo.
El noble, caído de bruces, contemplaba a su monstruo en pleno ataque de hilaridad.
- Déjame que te ayude a levantarte - le dijo.
Pero antes de que lo tocara, José logró escurrirse y siguió corriendo, esta vez en dirección del albergue. El monstruo, con mayor lentitud, seguía tras él y aquella carrera parecía divertirle enormemente.
José cruzó el albergue a través del campo, hacia el lugar en que debía encontrarse la muralla exterior. Al poco tiempo se dio cuenta de que el monstruo ya no le seguía, sino que se había detenido junto al caserón en ruinas y desde allí lanzaba gritos y signos a su huésped para que regresara.
José se tumbó en el suelo para descansar, al tiempo que analizaba la conducta del monstruo.
- Es demasiado curioso para que no sea también una ley - se dijo - el hecho de que el monstruo me persiga cuando intento avanzar hacia el interior de la Residencia y me deje en paz cuando me dirijo al exterior. Aquí, hasta los monstruos están sujetos a leyes.
No lejos del lugar en que descansaba, José descubrió una bicicleta, aparentemente abandonada. Ella le dio la idea de dar un paseo hasta la muralla exterior. De este modo podría adquirir la certidumbre de que estaba realmente en la antesala de la Residencia, puesto que cruzó la puerta estando dormido, y por otra parte lo alejaría del monstruo durante unas horas. Si para cruzar el umbral era indispensable pasar una noche con la horrible criatura, ¿por qué prolongar voluntariamente el contacto a lo largo del crepúsculo?
Kabaleb
La maleta 9 (el monstruo)
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