(Capítulo IV, 2ª parte) La primera hora de la tarde llegó y en el pasillo se reanudó la actividad. José pudo ver a través de la reja como el dossier violeta salía de la "Comisión de Expulsión" para entrar en una de las últimas puertas del pasillo, donde debía encontrarse la sede del Bureau de las Naciones.
Unos minutos mas tarde, tres policías morenos salían del Bureau de las Naciones y a paso de ceremonia avanzaban en dirección a la sala de espera de los encausados. Una vez ante la reja, se detuvieron y esperaron a que le telón se levantara. El que iba en el centro llevaba en la mano un papel y por la expresión de su rostro se adivinaba que era portador de una misión. Los otros dos tenían aire de simple escolta...
Los tres penetraron en la sala y la reja cayo tras ellos. Se detuvieron en el centro y el que sostenía el papel leyó un nombre. Nadie respondió a su llamada, pero los tres hombres que se metían los dedos en la nariz, señalaron disimuladamente al encausado que dormía en el suelo.
- Traidores y soplones!, están en todas partes - le susurró al oído el compañero de José.
Los tres policías morenos avanzaron hacía el encausado dormido y se detuvieron ante su cuerpo.
- ¡Despertadle! - ordenó el que sostenía el papel.
Como si sólo aguardaran este imperativo, los dos policías de la escolta se precipitaron sobre el dormido, arrastrándolo hasta el banco mas próximo y sentándolo en él, sostenido por ambas axilas para que no cayera de nuevo.
- ¿Está despierto? - inquirió el policía que llevaba el peso de la ceremonia.
Sus dos colegas movieron la cabeza afirmativamente repetidas veces, agarrando por los cabellos al encausado para evitar que su cabeza cayera inerte.
Cumplidas las condiciones que sin duda requería el reglamento, el policía extendió ante su vista el papel y repitió el nombre del encausado, al que iba dirigido el oficio.
- Por infracción a la legislación de extranjeros, el Ministerio del Interior niega su permiso de residencia en todo el territorio nacional y en consecuencia decreta su expulsión del país.- Hizo una pausa y añadió: - Vistas las circunstancias particulares del encausado, ningún país ha manifestado su deseo de darle acogida.
Leyó la fecha y dando media vuelta se marchó.
Los policías que sostenían al encausado, por el contrario, se quedaron en el interior de la sala, en la que penetró también uno de los conserjes cojos llevando un gran saco y refunfuñando en alta voz.
- Otra vez la misma historia - gruñía -. Y ha sido inútil que pida el traslado a otra sección en la que se pueda trabajar de acuerdo con el reglamento.
Mientras hablaba extendía en el suelo el saco, al tiempo que los policías habían acostado en el banco al expulsado, que dormía de nuevo.
- Metedle ahí - ordenó el conserje a los dos policías, señalando el saco.
Los policías eran muy jóvenes y se dispusieron a obedecer, colocando el cuerpo dormido del expulsado de manera que reposara enteramente encima del saco.
José y los encausados despiertos seguían con curiosidad la operación.
Uno de los policías se quitó la chaqueta y se puso un mandil que había tenido la precaución de traerse en uno de los bolsillos. Fue al descubrir un enorme y afilado cuchillo, que los encausados se dieron cuenta de lo que se proponía hacer.
- Lo van a matar? - preguntó José con un sobresalto.
- ¡Qué remedio! - contestó el conserje en tono abrumado.- Qué quiere que hagamos con él si le han denegado el permiso de residencia y ningún país quiere aceptarlo. Anteriormente se concedía a los encausados uno o dos días de residencia, lo cual permitía cogerlos y transportarlos hasta la frontera más próxima, obligándoles a pasarla clandestinamente. Pero los países vecinos nos pagaban con la misma moneda y así teníamos un constante tráfico de fronteras, un aumento del contrabando... En fin, que no era solución. Se decidió pues no conceder un solo día de permiso a los expulsados y es forzoso hacerlos desaparecer para que no se conviertan en una anomalía, que inevitablemente estimularía otros abusos contra la legalidad. Pero como no han sido, ni mucho menos, condenados a muerte, nos vemos obligados a hacerlos desaparecer con una falta total de medios.
- Estos pobres muchachos - añadió señalando a los policías jóvenes - se encargan de esas tareas por puro celo profesional y sin percibir ninguna prima. Y lo que es peor, si como a menudo ocurre, después de este servicio salen con los trajes manchados de sangre, la administración se niega incluso a pagarles los gastos del tinte. Así son todas las administraciones, una vergüenza.
Entretanto, el policía encargado del sacrificio examinaba meticulosamente el cuello del expulsado, sin duda a fin de escoger el mejor punto en que hundir el cuchillo.
- Mucho cuidado - aconsejó el conserje.- Según como le pinches la vena, puede salir un chorro de sangre que nos salpique a todos.
El expulsado continuaba durmiendo, extenuado por varios días de ayuno y cuando el policía le hundió el cuchillo en el cuello, apenas se movió.
- Muy bien. Se ve que vas aprendiendo - dijo el conserje al policía, a manera de felicitación.
El muchacho parecía satisfecho de su obra y contemplaba como la sangre espesa iba saliendo a borbotones por el cuello del expulsado, empapando el saco.
- Lleváoslo pronto - ordenó el conserje.- Conviene no manchar el suelo de sangre, ya que las mujeres de la limpieza no están obligadas a quitar ese género de manchas, que se resisten a desaparecer con un lavado normal.
Con grandes precauciones, el cuerpo del expulsado fue arrastrado con el saco hasta el pasillo.
- ¿Qué es lo que harán ahora con él? - preguntó uno de los encausados al conserje cojo.
- Ese es un problema que hemos resuelto recientemente - explicó el conserje.- Nos es imposible trasladarlo al depósito de cadáveres, donde no aceptarían un cliente tan irregular. Además, ¿quien iba a pagar los gastos de sus traslado hasta allí?. Anteriormente, algunos policías jóvenes se habían comprometido a incinerar los cadáveres por su propia cuenta, pero jamás fueron reintegrados en sus gastos por la administración. Finalmente, hemos optado por una solución bien simple: como sea que cerca de la Prefectura pasa el rió, arrojamos allí los cadáveres de los expulsados. La brigada fluvial acaba, un día u otro, descubriendo los cuerpos. Entonces se inicia una información contra X para averiguar quien ha dado muerte al expulsado, y al cabo de un tiempo, al no surgir un culpable, el dossier se archiva y no se habla más del asunto. O bien caen sobre un infeliz que se confiesa culpable del crimen y lo meten en la cárcel. Ocurra lo que ocurra, el asunto ya no nos concierne y si lo seguimos es por pura curiosidad.
El telón de reja cayó sobre la puerta de la Sala de espera y por unos momentos todo volvió a su quietud. José se sentía anonadado. La magnitud de la tragedia que se había desarrollado ante sus ojos paralizaba su facultad de pensar. Triste condición la del hombre flotando en una pleamar de acontecimientos que ordena, braceando desesperadamente para moldear, para construir a su imagen una materia que es patrimonio común de la especie humana y que se desfigura apenas sensibilizada con nuestra huella personal.
Tal pensamiento cruzó el cerebro de José como algo independiente de su materia gris. A veces tenía la sensación de que su intelecto no era más que un teclado, sobre el cual entes extrañas imprimían intrincados pensamientos, empujando su cuerpo a la acción como un autómata. En ese preciso instante le parecía que una legión de individuos se servía de su cerebro para transmitir mensajes que no llegaba a descifrar. Ello le hizo ponerse de pie nerviosamente y acercarse a la reja.
En el pasillo había recomenzado la actividad. Agentes rubios y morenos circulaban con prisa y en gran número. Un dossier de color azul no tardó en hacer su aparición. José lo contemplaba con las manos crispadas, apretujando los hierros de la reja.
- Este soy yo - confesó a su compañero.- Me siento participar en la vida de este dossier azul.
- Pues el comienzo es bueno - observó el encausado.- Son los rubios quienes lo conducen.
- Si, pero los morenos forman legión, y...
José se interrumpió de pronto. Algo insólito acababa de ocurrir en el pasillo. Algo que hizo que los dos encausados se miraran siniestramente en los ojos. Los morenos acababan de sacar al pasillo un dossier de color negro, que iban llenando de papeles, en acción simultánea con los rubios, quienes continuaban en posesión de un dossier azul.
- Dos dossiers! - exclamó el compañero de José.
- Si, y los dos me pertenecen - confesó el noble exilado. Y con un suspiro cargado de remembranzas, añadió: - Así ha sido siempre mi vida.
Una lucha gigantesca empezó en el interior de José. En cada uno de los agentes morenos veía simbolizado, con una imagen esquemática y viva en su espíritu, sus errores. Sus grandes y monstruosos errores que le condujeron, primero al exilio, a la pérdida de su nobleza después, y a la pérdida incluso de los papeles susceptibles de hacerle recuperar sus títulos, para alcanzar, en un máximo declive, la triste situación de un indocumentado en instancia de expulsión.
Pero en los agentes rubios se hallaban vivificados sus triunfos parciales, los pequeños éxitos que le permitieron viajar, sin destruirse, de error en error.
Era como si dos fuerzas tiraran de su cuerpo en sentido contrario, como si estuvieran descuartizando su alma, separando los errores de las verdades. El film de su vida fue proyectado sobre la pantalla de su memoria en sentido inverso al de su evolución, comenzando por la última escena vivida y avanzando de forma metódica hacia su principio. Un tal proceso le permitía ver la relación causa-efecto en episodios que habían constituido su campo de experiencias.
Era un film monstruoso, irreconocible, el que pasaba ante su memoria. Los personajes no hablaban, ni siquiera tenían bien dibujado el rostro. Su única dialéctica eran los gestos y más que éstos, el sentido último de sus acciones. Así, el policía presentándose en el Hotel para pedirle los papeles, se le antojaba a José como la consecuencia directa de su actitud de unas horas antes, cuando se entregó al placer sexual que le brindaba Tulita. José se sentía representado, se sentía inductor, como si una partícula de su propia alma viviera en el policía y constituyera la fuerza que lo empujara hacía él para aportarle su pedazo de experiencia. Del mismo modo se sentía representado en el alma de Tulita, solicitando a través de ella su propia sexualidad.
José comprendió de golpe, visionando esas imágenes, toda la magnitud desoladora de su libertad. Era libre de crear su vida y contaba con medios poderosos para orientar a su vehículo físico hacia el bien o lanzarlo por el camino de la inconsciencia, que tan fielmente había seguido a lo largo de su existencia.
A la luz de esta revelación, José se dio perfecta cuenta de que los agente rubios y morenos eran, por así decirlo, partículas de su propio ser y recíprocamente, él era una partícula de ellos. Si era cierto, José podría mentalmente, y en cierta medida, dirigirlos, hacerse defensor de su propia causa.
Apenas formulado el pensamiento, José constató que el tráfico de agentes morenos había disminuido de forma considerable en el pasillo. Era evidente que para el dossier negro se había agotado el filón y los agentes que lo conducían viajaban de una puerta a otra, sin entrar en los despachos, como si se equivocaran de puerta, en plena deriva, vacilando caminar.
De pronto, el milagro se produjo. Los ojos de José y de su compañero se iluminaron con una suprema alegría, con un grito de triunfo. El dossier negro acababa de desaparecer. Cierto que el dossier azul, blasón de los agentes rubios, había desaparecido también. Una fusión acababa de operarse, dando vida a un nuevo y más resistente dossier de color rojo, que conducían con gran aplomo los agente rubios.
- Enhorabuena! - exclamó el compañero de José.
- Gracias. Pero a decir verdad, esperaba este cambio - aseguró el noble exilado.
No dio más razones a su compañero y continuó observado con una sonrisa que testimoniaba su gran contento interior. José se sentía satisfecho de sí y de la calidad de su espíritu, que le hacía intuir verdades tan esenciales para mejor conducir su vida.
- Es uno mismo y nadie más quien puede otorgarse un permiso de residencia en el país - se dijo.- Ese expulsado que con mis propios ojos he visto degollar, ya estaba en realidad muerto. Las fuerzas vitales que alimentan el cerebro y el sistema emotivo no lograban ya dar movimiento a su cuerpo. Las condiciones requeridas para morir estaban así creadas y era necesario que alguien certificara, por decirlo así, su defunción. El policía joven fue el encargado de esa tarea.
- Así debe ser como ocurre – se dijo José.- Nadie puede morir asesinado, si previamente no se ha tomado la molestia de crearse a su propio asesino.
Entretanto, en esos instantes de inatención, las cosas habían cambiado en el pasillo. Los agentes morenos desarrollaban una ofensiva; su número había aumentado y aún cuando los rubios continuaban conduciendo el dossier, sus fuerzas flaqueaban, apoyándose en la pared como para descansar, extenuados por la lucha.
José observaba con el alma en un hilo los vaivenes del dossier. Algo fallaba. El razonamiento que tanto orgullo le produjera estaba a punto de hundirse. Pero si era cierto su postulado, ello sólo podía significar que José, en sus instantes de reflexión, había vivificado sus errores, materializados en policías morenos, que adquirían preponderancia en el pasillo. Tal vez fuera su orgullo, su vanidad, la causante de aquel trastorno. Tal vez no pudiera influir sobre sus errores con la sola arma del pensamiento. Tal vez los errores, una vez diferenciados, cobraran vida propia y negaran obediencia al ser que los engendró.
Sea lo que fuera, José vio, impotente y crispado, como los agentes morenos arrebataban de las manos de sus colegas rubios el dossier.
Su compañero lo miró con incomprensión. José desfallecía. El mundo tan sólido que se creara un momento antes se volvía vaporoso y vago. Gruesas gotas de sudor inundaban sus mejillas y su frente. Las fuerzas le faltaban y José cayó de rodillas en un lamentable estado de postración.
- Dios mío, ayúdame - suplicó.- Todos mis errores han sido debidos a la incertidumbre, a mi ignorancia y también a mis deseos de hacer felices a los demás. Me arrepiento de mi último error. No era Tulita el camino para encontrar mi maleta. No lo fue nunca. Lo sé. Lo sé... Si es esto lo que debía comprender, comprendido está.
Era la primera vez que José se humillaba voluntariamente, confesando su error por ignorancia y no debido a supuestos tácticos, con que a menudo justificaba su acción.
Ese estado de humildad pareció tener efectos benéficos en el pasillo. Los rubios se habían recuperado y libraban a los morenos una batalla sin cuartel. Pero por desgracia, ya era tarde. La instrucción del dossier había tocado a su fin y un agente moreno lo conducía, debidamente atado, pasillo arriba, camino de la Comisión de Expulsión.
Cuando ya todo parecía perdido, allá en lo hondo del pasillo surge un sobrenatural resplandor, mientras un toque de cornetas anuncia la llegada de alguien o algo excepcional. Los agentes morenos echan a correr por el pasillo, tratando de encontrar refugio en las puertas laterales, pero éstas fueron violentamente cerradas por lo rubios, dejando a sus colegas en un estado de pánico atroz.
Los encausados observaban a través de la reja. La esperanza había vuelto en el corazón de José. Por fin apareció en el fondo del pasillo una mujer de larga cabellera rubia, montada en un deslumbrante caballo blanco y enarbolando un látigo amenazador en su mano derecha. Tras ella, todo un escuadrón de mujeres a caballo y armadas de látigos aparecen.
- Son las Asistentas Sociales - informa uno de los conserjes cojos, buscando la salvación detrás de la reja de la sala de espera.- Vienen tan solo cuando se ventila un dossier que vale la pena defender.
José lloraba de agradecimiento ante esa ayuda inesperada y casi milagrosa. Las Asistentas cabalgaban por el pasillo, prodigando latigazos a diestro y siniestro sobre las espaldas de los agentes morenos, que lanzaban gritos de terror.
Cuando el pasillo quedó libre de agentes morenos, bien porque yacieran inconscientes o porque emprendieran la huída por los pasillos laterales, las Asistentas Sociales se reagruparon, retirándose entre cantos gloriosos de triunfo de una polifonía imponente y perfecta.
Cuando el ruido de cascos de los caballos que montaban las Asistentas se hubo desvanecido, José se fijó en que su dossier yacía por el suelo, junto al cuerpo examine de un agente moreno. Pasado el peligro, un agente rubio recogió el dossier rojo y enarbolándolo por encima de sus espaldas, como para confirmar su triunfo, lo mostró a sus camaradas, que habían surgido de todas las puertas y armaban gran alboroto por el pasillo.
Pasaron aún varias horas antes de que José fuera llamado a las oficinas administrativas, de donde salió con un nuevo permiso de residencia en el país.
- Busque trabajo - fue la recomendación que le hizo el policía al entregarle el papel.
Anochecía cuando José salió de la Prefectura. En la puerta principal del edificio encontró a Tulita que lo esperaba. Estaba sola en la calle y vista de lejos, su silueta se recortaba sobre el fondo de nubes iluminadas por el último sol. Más que una mujer, a José le pareció un símbolo dibujado en pleno espacio. El símbolo de la soledad y de la compañía al mismo tiempo; lo impenetrable y lo familiar. Sentía a Tulita ya lejos de su mundo concreto, pero cerca, muy cerca del ser trascendente que vivía prisionero dentro de su piel.
Al apercibirlo, ella corrió a lanzarse contra sus brazos.
- ¡Por fin, José! - le dijo con una voz en la que se mezclaba el gozo, el sosiego y el llanto.
- Tulita, el único ser que podía esperarme - reflexionó tiernamente José acariciando los cabellos de la muchacha.
Se alejaron de la Prefectura enlazados por la cintura.
- Debes estar muy cansado - dijo Tulita y añadió:- En casa podrás descansar.
En lugar de responder, José hizo signo de que deseaba entrar en un café. Una vez instalados, el hombre cogió entre las suyas las manos de Tulita, para hablarle con una serenidad y unos deseos de comprensión poco habituales en él.
- Tulita - dijo.- Deseo que nos separemos un tiempo.
Hizo una pausa para observar la reacción de la mucha y al constatar su serenidad, prosiguió:
- Ambos nos hemos dado, por lo menos en lo que a mí respecta, experiencias fundamentales, que contarán sin duda al resumir nuestras vidas. Ello nos impedirá ser extraños el uno a otro y estoy persuadido de que nos encontraremos más tarde para amarnos de un modo puro y desinteresado, sin que ese amor sea, como ahora, condicionado a ciertas anécdotas, y que mirando la vida de un modo superficial, podríamos incluso creer que han sido esas anécdotas las que lo han creado.
Tulita seguía los razonamientos de José con una sonrisa de serenidad y altruismo en los labios. Parecía un símbolo y contemplándola, José se sentía estimulado a hablar.
- Yo sé que ese amor ya existía entre tú y yo - prosiguió - y que ha sido el amor lo que nos ha juntado para que, al encontrarnos frente a frente, de nuestras divergencias naciera la comprensión de ciertas verdades que no podían ser asimiladas en su estado puro por nuestro intelecto. En nombre de este amor, te pido que dejes que siga mi camino lejos de ti para volver, portador de mayores riquezas, a tu lado.
La sonrisa de Tulita era radiante cuando José terminó de hablar.
- La maleta... ¿José? - inquirió con un mohín de aprobación en los labios.
- Si - asintió él.- Ya nada logrará desviarme...
- Bien, José - repuso la muchacha.- Durante el tiempo en que hemos vivido juntos he podido admirar tu fidelidad por ese ideal. Si has pactado, si te has comprometido, ha sido siempre con la esperanza de mejor alcanzar tus fines. Puede que hayas errado en los medios, pero ni un solo momento has renunciado a tu ideal. Al llevarte preso esta mañana, he decidido ayudarte en la consecución de tu propósito y a tal fin me he entrevistado con Tuliferio-camarero. En resumen, hemos conseguido que te den un empleo en la Residencia del Sr. Barón. El jefe de personal te espera mañana a las siete.
José apenas podía creer lo que oía y la emoción y la gratitud que sentía hacia Tulita le impedían hablar.
- Así... ¿me han admitido en la casa del Sr. Barón...? - balbuceó.- Allí podré hablarle y él que está por encima de todo reglamento, me devolverá la maleta.
- Si, José - asintió Tulita.- Tu maleta está en casa del Sr. Barón y yendo a trabajar allí, no te será difícil recuperarla.
José abrazó a Tulita, estrechándola hasta que sus huesos crujieron, como para dar la medida del sentimiento anidado en el alma del noble extranjero. Luego se levantó con gran energía y dijo:
- Me voy.
- ¿Dónde José?
- A la Residencia del Sr. Barón.
- Ahora no, sino mañana de madrugada, a las siete - puntualizó Tulita.
- Me voy ahora y a pie - afirmó José con decisión.
- ¡Qué locura!. La Residencia está por lo menos a cincuenta kilómetros.
- No es locura, Tulita. Según mis referencias, la Residencia el Sr. Barón no es lugar al que se vaya descendiendo de un tren y con autobús hasta la puerta. Hay que ir allí en peregrinaje y buscando en la noche la mansión. Así iré yo. No me digas siquiera en que dirección debo ir, le quitaría grandeza a la epopeya. Un sexto sentido me guiará, como me ha guiado hasta ahora al encontrar sin proponérmelo, a gentes que trabajan en los negocios del Sr. Barón. De igual modo que caí en el Hotel de Extranjeros cuando mi vida precisaba esa experiencia fundamental, así también llamaré en la puerta de la Residencia mañana a las siete, puntual a la cita fijada. Adiós, Tulita. Nos veremos, nos veremos...
Al terminar las últimas palabras, estaba ya lejos de la muchacha, perdiéndose en los claroscuros de la ciudad mal alumbrada.
Tulita sólo pudo responder al gesto de adiós que le hacía con la mano y lo siguió con la vista hasta que se perdió entre la oscuridad y la muchedumbre de la calle.
Kabaleb
La Maleta 8 (el dossier)
13:53
Novelas