Presentamos aquí la interpretación que Kabaleb hizo de el Padrenuestro, en su libro “Cómo descubrir al maestro interior”. A través de este texto descubrimos que el Padrenuestro está compuesto de siete oraciones. Y cuando las recitamos a conciencia, la elevación es inmediata.
El Padrenuestro se convierte así en más que una plegaria, en un tema de meditación y una enseñanza que conduce al perfeccionamiento. Si la plegaria consigue movilizar la mente y el corazón, si pone a trabajar el pensamiento y los deseos, será uno de los instrumentos más eficaces en nuestro desarrollo.
Jesucristo dijo:
«Al rogar, no multipliquéis las vanas palabras, como los paganos, que se imaginan que a fuerza de palabras serán escuchados. No os parezcáis a ellos, ya que vuestro Padre sabe lo que necesitáis, antes incluso de que formuléis la demanda. He aquí pues cómo debéis rogar:
¡Padre nuestro que estás en los cielos!
Santificado sea tu nombre,
Venga a nosotros tu Reino,
Que se haga tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo.
El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy,
Y perdona nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonemos a los que nos han ofendido.
No nos induzcas en tentación, sino libéranos del maligno,
Ya que a ti pertenece por los siglos de los siglos el Reino, el poder y la gloria. ¡Amén!»
Este es el modelo de plegaria que figura en el Evangelio de San Mateo (Vl, 9 13), pero según fuentes esotéricas, tras la demanda de «pan cotidiano», figuraba una línea en la que se pedía: «Refresca nuestras almas con las aguas vivas», y al final se suprimen las últimas líneas y se añade: «Haznos cada vez más perfectos, como tú mismo eres perfecto.» La demanda de pan y agua corresponde al elemento sólido procedente del Binah y al líquido luminoso procedente de Hochmah.
El padrenuestro quedaría entonces así:
¡Padre nuestro que estás en los cielos!
Santificado sea tu nombre.
Venga a nosotros tu Reino.
Que se haga tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo.
El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy,
y refresca nuestras almas con las aguas vivas.
Y perdona nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonemos a los que nos han ofendido.
No nos induzcas en tentación, sino libéranos del maligno
Y haznos cada día más perfectos como tú eres perfecto.
Amén (Aleph-Mem-Noun)
El Padrenuestro ha quedado instituido como la plegaria de los cristianos y constituye un modelo para todo ruego que pueda ser dirigido al Eterno. Deberíamos rezar el Padrenuestro por lo menos una vez al día, pero, sobre todo, se debe comprender el sentido de esta plegaria y vivirla, ya que si nos limitamos a la simple repetición mecánica, no tendrá efectos, o muy pocos, sobre nosotros.
«¡Padre nuestro que estás en los cielos!», es como las direcciones que se ponen en los sobres. Pero hay algo más en esta primera línea que es preciso retener, y es que se dirige a la instancia más elevada de la espiritualidad, al aspecto divino llamado Padre y no a instancias espirituales intermedias. Sólo el Padre abre los sobres que van dirigidos a él, pero, tal como Cristo indica, si reclamáis su atención hacedlo con pocas palabras y para cosas esenciales. Si vuestras peticiones son secundarias, si se refieren a las anécdotas de vuestra vida, entonces es mejor dirigirse a las potencias intermedias, pero no olvidéis poner su nombre y dirección, tal como Jesús lo hace en el Padrenuestro. Una plegaria bien dirigida reúne ya la condición primordial para ser escuchada.
«Santificado sea tu nombre».Esta proclamación ha de sugerir la determinación de otorgar un trato privilegiado a todo lo que viene del nombre del Padre, o sea a lo que procede de Kether-voluntad. Santificar significa celebrar, exaltar, ponerse de gala, venerar, festejar, distinguir. Podríamos permutar la expresión «tu nombre» por: Santificada sea “mi voluntad” y decir: “que esa voluntad que hay en mí sea exaltada y se exprese con toda su pureza, con todas sus galas y que esa voluntad sea celebrada”, es decir, que sea ejercida día a día, que se reserve un espacio en la jornada para que nuestra voluntad, que es un don del Padre, actúe en nosotros para eliminar lo caduco y renovar nuestra vida.
En la vida social, santificar el nombre de Dios significa dejar espacio libre para que nuestra voluntad humana pueda manifestarse. Vivimos prisioneros de la rutina, doblegados por un trabajo mecanizado para el que la voluntad facilita una energía de consumo para ir tirando y que la producción no se detenga. En tales condiciones, sólo los días de fiesta dejan el terreno libre para que la voluntad se exprese, y ahora vemos cómo esos días de fiesta se van reduciendo, se va sacralizando la producción material y no el nombre del Padre.
Para que ese nombre pueda ser santificado, todos cuantos trabajamos en el advenimiento del Reino debemos defender las fiestas tradicionales y promover nuevos festejos para que le sea posible al hombre ejercer esa voluntad creadora que le viene del Padre. En esa voluntad es donde se encuentra la solución de los problemas sociales, siempre y cuando la organización de la vida favorezca su ejercicio.
«Venga a nosotros tu Reino». ¡Qué riqueza de sugerencias encierra esta expresión! Se trata del Reino de Kether y pedimos aquí que llegue hasta Malkuth, centro que representa nuestra realidad material. El objetivo supremo de toda vida humana no es otro que el de conseguir que el Reino de Kether descienda de la cima en que se encuentra y se instale en nuestro yo material, penetrando en la carne, en la sangre, moviendo los resortes de nuestros músculos y nervios, manifestándose en nuestros gestos. La obra de Cristo puede resumirse precisamente en conseguir ese logro: el que venga a nosotros el Reino del Padre. ¿Qué debemos hacer para que esto se cumpla?
El Reino del Padre ya está en nosotros. Se encuentra situado en un punto misterioso de nuestro cráneo, pero las conexiones entre nuestro corazón y el cerebro no están vivificadas y el Padre se encuentra sin medios para gobernar. Es como un rey que, sentado en su trono, estuviera en un palacio vacío, sin ministros, sin servidores para ejecutar su política. Para que ese monarca pueda reinar, será preciso dotarlo de una red de conductos que le permitan hacerse oír por sus súbditos.
Esos conductos, en lo que se refiere a nuestro organismo, son nuestros pensamientos y nuestros deseos. Si ellos se ponen al servicio de ese rey, sus órdenes llegarán al mundo de abajo. Al decir ¡Venga a nosotros tu Reino! expresamos un deseo y un pensamiento a la vez, es decir, abrimos el camino de penetración a nuestro mítico rey interno.
Pero ese camino es largo y difícil. Si contemplamos el esquema del árbol de la vida, vemos que Kether y Malkuth están unidos por una serie de senderos que van de una a otra de las tres columnas. Existe una vía rápida en la columna central, pero sólo unos pocos privilegiados pueden deslizarse por ella. El grueso del pelotón de la humanidad transita por los senderos serpenteantes que van de un centro de vida de la derecha a uno de la izquierda y es por ellos por los que el reino del padre ha de transcurrir, desde las alturas de Kether hasta las profundidades de Malkuth.
En ese largo viaje del Padre para visitar a sus hijos, los hombres, la primera etapa lo llevará a esa ciudadela espiritual que conocemos con el nombre de Hochmah. Allí Kether Padre tomará un rostro, adquirirá una apariencia que lo haga reconocible: se vestirá con la túnica deslumbrante del amor y la sabiduría y emprenderá el viaje hacia Binah. En esa aduana, los funcionarios le preguntarán si tiene algo que declarar y el Padre dirá: traigo conmigo el amor que todo lo une y la sabiduría que disipa todos los misterios.
El guardián de la frontera de Binah le responderá: Señor, para entrar en nuestro mundo, deberéis someteros a nuestras reglas. Aquí somos muy severos con nuestros súbditos y quizá vuestro amor significara una tolerancia inadmisible para nuestras leyes. Aquí, Señor, se aprende por la experiencia y no hay otra sabiduría que la conseguida por el esfuerzo. Despojaos pues de una parte de vuestro amor y olvidad vuestro saber si deseáis penetrar en nuestro país.
Así Kether, en cada una de sus etapas que lo conducirán sucesivamente a Hesed, Gueburah, Tiphereth, Netzah, Hod, Yesod y Malkuth, encontrará una aduana que irá despojándolo de los adornos de su túnica, hasta convertirlo en un puro harapo. El trabajo humano consiste en permitir el paso de la divinidad por cada uno de los centros motores de nuestro organismo sin ponerle trabas ni filtros. Se trata de suprimir fronteras y discriminaciones y de ser, en lo interior y en lo exterior, perfectos ciudadanos del mundo. ¡Venga a nosotros tu Reino! Es el clamor que ha de permitirnos recibir al soberano sin restricciones, sin exigirle que se presente en nuestra vida de una forma determinada. Si ese deseo se expresa con fuerza, si es auténtico, si obedece a una necesidad imperiosa, un día veremos al soberano irrumpir victorioso por las avenidas de nuestra sangre, músculos y nervios para proclamar en nosotros su reinado para siempre jamás.
«¡Que se haga tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo!» Este punto del Padrenuestro es consecuencia del anterior. Si el Reino del Padre viene a nosotros es para que establezca su voluntad en nuestra tierra humana, para que actúe en nosotros según sus divinas normas, convirtiéndonos en artesanos conscientes de su obra.
La voluntad del Padre, de cualquier padre que no se vea perturbado por oscuros complejos, consiste en que su hijo pueda ir más allá de sí mismo, de que pueda superarlo en conocimientos, sabiduría y bienestar. Y ese padre pondrá todas sus posibilidades morales y materiales al servicio del hijo, hasta el sacrificio si es preciso. Si así lo hace el padre físico, ¿qué no hará por sus hijos el Padre espiritual? La Voluntad de Kether se manifiesta en Hochmah en forma de sabiduría amor, y se manifiesta en Binah en forma de Inteligencia penetrante que permite conocer el misterio de la creación mediante las leyes activas en el cosmos. La voluntad divina no es pues coercitiva, no se manifiesta despóticamente imponiendo un orden arbitrario y ocultando las reglas que permiten comprenderlo, sino al contrario, clarificándolo todo, dando armas a la inteligencia para que pueda penetrar en el conocimiento de todas las cosas.
Por ello, al decir ¡Hágase tu voluntad en mi tierra!, No estamos pidiendo un «caudillo» que nos diga lo que tenemos que hacer, sino que estamos solicitando que, del mismo modo que se hace en el cielo, donde Kether Padre establece amor sabiduría e inteligencia-comprensión, lo establezca también en nosotros, que nos conceda las prerrogativas divinas que concedió a Hochmah y a Binah. Le pedimos, en suma, que con su voluntad, nos convierta en creadores, elevándonos a la categoría de dioses, nos haga participar con la conciencia despierta, en la obra creadora.
«El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy y refresca nuestras almas con las aguas vivas». En este punto de la plegaria se pide lo esencial, ya que como diría Jesús más adelante, si se busca el reino de Dios y su justicia, lo demás viene por añadidura. Se piden las cualidades de Hochmah y de Binah, tal como apuntábamos en el punto anterior. En la época en que vivió Jesús, el pan solía ser elaborado por cada familia y de todos modos, debemos interpretar esta petición, no solamente en el sentido alimenticio, sino en el más amplio de permitirnos la elaboración de ese pan. Las enseñanzas tradicionales dicen que en la elaboración del pan participan los siete Séfiras que van de Binah a Yesod; es decir, los siete centros de vida activos en cada uno de nosotros se movilizan en la tarea panificadora, de modo que teniendo esto en cuenta, lo que estamos pidiendo es que diariamente el Padre mantenga activos en nosotros los sietes centros de la vida que elaboran nuestra existencia, porque en el proceso evolutivo, nosotros pasamos por fases parecidas a las del pan, desde que la pasta se amasa hasta que se cuece; le pedimos que no exista en nosotros ninguna tendencia muerta, que todo se encuentre vivificado y en estado de alerta porque, siendo así, el pan físico no nos faltará, y será el producto natural del trabajo humano.
La referencia a las aguas vivas, que no figura en la plegaria tal y como nos ha llegado, es una demanda del amor sabiduría de Hochmah. Trabajo humano y amor, tales son las peticiones esenciales que debemos dirigir al Padre, no el amor de la sociedad hacia nosotros, sino amor nuestro hacia todo lo creado; amor que, al darlo, nos será devuelto, de acuerdo con la dinámica del mecanismo cósmico.
«Y perdona nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonemos a los que nos han ofendido». Dirigir esta petición a un Dios externo no tendría sentido porque él ya conoce las reglas cósmicas y sabe que las ofensas perdonadas abajo disparan automáticamente los mecanismos del perdón en los mundos de arriba y nuestras ofensas se borran. Cristo introdujo ese punto en la plegaria para que el discípulo medite sobre la cuestión y pueda tomar conciencia de que su propia actitud respecto a los demás, determinará la actitud del Padre respecto a él. Esto no significa que el Padre cambie en la forma de enjuiciarlo, sino que nuestra actitud humana nos hará beneficiarnos de unos mecanismos activos en la obra divina.
Por otra parte, el Padre Kether, como hemos dicho, se encuentra interiorizado en cada uno y si tomamos conciencia de esta realidad, resultará que es de nuestro interior, de lo que en nosotros hay de divino, de donde ha de venirnos el perdón, de acuerdo con la regla que Cristo expresaría más tarde al decir «la caridad bien entendida empieza por uno mismo».
Perdonar las ofensas a los demás es tarea primordial para que el Padre pueda establecer su Reino en nosotros, porque si nuestro Reino humano aparece surcado de odios, rencores y desavenencias, por mucho que despejemos los senderos por otro lado, el soberano no pondrá nunca los pies en nuestra tierra. Cuando pronunciamos esa parte de la oración, debemos pensar en si estamos resentidos contra alguien y, si lo estamos, vayamos a su encuentro y hagámosle saber que nuestra ofensa ha prescrito. Si no es así, no vale la pena seguir rezando, porque no reuniremos las condiciones para que sea efectiva y no dejará de ser un movimiento inocuo de los labios.
«No nos induzcas en tentación, sino libéranos del maligno». La tentación aparece, inevitablemente, al alcanzar cierto nivel evolutivo, porque el maligno es un agente activo en nuestro proceso formador. Él ha sido el tutor en la toma de conciencia de nuestros deseos y llega ineludiblemente un momento en que debemos despedirnos de este viejo profesor, experto en las artes de la izquierda, para vincularnos a la corriente crística que circula por la derecha. La tentación, muchas veces, es la de seguir siendo lo que somos, la de no transformarnos, la de incorporar a medias los nuevos valores, a la manera de un manto que cubre los antiguos. Muchas de las prácticas que hoy llamamos cristianas no son más que unos ropajes transparentes que ocultan apenas la doctrina antigua.
El Padre ha de librarnos de ese mal sutil, otorgándonos la suficiente lucidez para reconocerlo, porque en el momento del tránsito de una doctrina a la otra, cuando vayamos al encuentro del viejo profesor Mefisto para despedirnos de él, el maligno astuto nos dirá: «¿Por qué romper nuestras buenas relaciones? Yo sé mucho acerca de la nueva doctrina y puedo instruirte en ella como lo he hecho en el terreno de la experiencia». Si aceptamos su ayuda, ya estaremos endosando las dos túnicas y los viejos métodos aparecerán con un barniz nuevo. Debemos tener el valor de romper, de quemar las naves, como lo hiciera Cortés al llegar al nuevo mundo. Sólo entonces, cuando ya no sea posible mirar hacia atrás, descubriremos en toda su plenitud los valores del nuevo universo que es ahora el nuestro. Entonces, el Reino del Padre cobrará vida y su realidad irá penetrando en nuestra conciencia.
“Haznos cada día más perfectos, como tú eres Perfecto. Amén” Termina la oración, reclamando una condición sin la cual el padre no podrá penetrar en nosotros, porque la perfección necesita para expresarse un medio adecuado a su naturaleza, y si el hombre no adquiere la cualidad de la perfección, el Padre se quedará en la puerta, esperando a que esa perfección se cumpla.
Kabaleb