La maleta (Capítulo I, 2ª parte)
José se rascó la barbilla.
- Mi habitación está en el tercer piso - reflexionó.- Imposible entrar de nuevo por la escalera... Además, la puerta esta cerrada con candado...
- Y por la ventana? - sugirió el camarero.
- ¿Cómo escalar tres pisos?
- Me permito una nueva sugerencia. Vaya al parque de bomberos de este barrio a que le presten una escalera...
Ante la mirada atónita de José, el camarero desarrolló su argumentación:
- Lo que le estoy diciendo no es absurdo, aunque lo parezca. La Sociedad que explota el Hotel y este café, posee numerosos establecimientos en este distrito, de forma que raro es el incendio que se declara y que no consume un pedazo de propiedad de esa gran corporación. Al Consejo de Administración le interesa pues que el cuerpo de bomberos esté bien equipado. Así la mayor parte del material, escalas, mangas de riego, coches, cascos... es donación de la Sociedad. Lo único que les pide el Consejo de Administración a cambio, es que la brigada de bomberos permita a los clientes de sus establecimientos utilizar el material en caso de necesidad.
José reflexionó un instante acerca de la complejidad de aquel organismo, cuyos reglamentos y disposiciones tan contrarios parecían a veces poseer sentido común.
- ¿Pero acaso se me puede considerar, en tales circunstancias, cliente del Hotel?
- No lo dude - replicó el camarero.- Su relación con la Sociedad que explota el Hotel no ha hecho mas que estrecharse al surgir el conflicto. Ahora Usted es lo que ellos llaman "un cliente sensible", para distinguirlo de aquellos que cumplen estrictamente con el reglamento y para los que no hay ninguna necesidad de abrir un expediente, ya que no generan problema alguno. Es como si estuvieran muertos para la Administración.
- Me ha prestado Usted un gran servicio informándome de todos estos detalles - agradeció José.- Aunque siendo el organismo con el cual debo enfrentarme tan poderoso, me pregunto si no sería más juicioso luchar dentro de los límites del reglamento en lugar de hacerlo con armas propias.
Oyendo tales propósitos, el camarero miró a José con cierto desprecio, pero una oleada de compasión le hizo proseguir su labor informativa. Debía tener en cuenta la condición de extranjero de José, siendo la primera vez que se enfrentaba con una empresa de jurisdicción tan complicada como aquella.
- Usted no ha comprendido sin duda los objetivos de la Sociedad - argumentó el camarero con voz autoritaria.- La lucha no es posible dentro del reglamento del Hotel o de cualquiera de sus filiales, entre otras razones porque los que viven acatando las leyes, lo desconocen. El reglamento sólo es revelado al cliente cuando éste, por un motivo u otro, quebranta una de sus normas. Únicamente en ese momento se le notifica que un reglamento existe.
- Si usted hubiese continuado pagando regularmente el hotel, nunca hubiera tenido noticia de que existe un reglamento que no tolera que un cliente permanezca en el hotel más de dos meses sin pagar. Cuando se vive dentro del sistema, a uno sólo se le presenta la posibilidad de obedecer, acatar ciegamente normas cuyo objetivo se desconocen. Una tal vida es incompatible con la sustentación de títulos de nobleza y de perseverar en ella, es seguro que nunca recuperaría su dignidad. Además, en el caso de que aspire a tener un puesto en la Sociedad, debe empezar por obligarles a que establezcan un expediente a su nombre, que es como una fe de vida para la Administración. Tener un expediente en los archivos de la compañía es la gran ambición de millones de individuos, pero pocos alcanzan ese privilegio, más por ignorar los medios requeridos para conseguirlo, que por entrañar dificultad.
La verdadera complicación es saber de su existencia, cuando se ignora incluso la existencia de la Sociedad. La mayor parte de los hoy funcionarios de la empresa, entraron en el escalafón como usted, de manera casual. En una palabra, el reglamento ha sido concebido para los débiles, los incapaces, los que no tienen la fuerza requerida para andar solos por la vida y crear su propia ley.- El camarero hizo una pausa para mirar, con ojo vigilante, a los clientes dormidos, mientras José se rascaba la cabeza, un gesto que repetía a menudo cuando se encontraba confundido, y prosiguió:
- Ver el reglamento vencido con métodos originales es, casi podríamos asegurar, el fin que persigue la Sociedad.
José miraba cada vez más perplejo, lo cual llevó al camarero a añadir:
- Es paradójico ¿verdad?, pero ya le he dicho que la Sociedad abarca numerosos negocios, tal vez más de los que podamos imaginar. Es posible que tenga también en sus manos las riendas de la alta política. No es extraño pues que precise constantemente la colaboración de hombres capacitados en toda clase de cuestiones.
Y, ¿qué mejor garantía para ellos que la ofrecida por el individuo que sale triunfador después de haber pasado por la tela de araña de todos sus reglamentos? Puede usted tener la completa seguridad de que al apoderarse de su maleta, al tiempo que se asegura la animadversión eterna de la patrona del Hotel, conquista la estima de las instancias elevadas de la administración, siendo ellos mismos quienes le buscarían para ofrecerle un puesto de responsabilidad.
José, con una cierta mirada de complacencia y ligeramente seducido por el discurso de su interlocutor, se detuvo a acariciarse la barbilla con el índice y el pulgar de su mano derecha, le gustaba encontrarse con la barba incipiente de dos días y rozarse a contrapelo.
- Nada desearía tanto como colaborar en esa gran empresa que me esta desvelando, pero ¿qué ocurrirá si a pesar de todos mis esfuerzos no logro apoderarme de la maleta?
- Será siempre un cliente deudor, en conflicto con el reglamento. Si desea trabajar para ellos, sin duda alguna lo aceptarán como medio de cobrarse la deuda, pero el empleo que le ofrecerán quedará reducido a un lugar insignificante de la Sociedad, naturalmente con posibilidades de ascensión por méritos propios.
Llegado a este punto, José se levantó rebosante de energía, y puso amistosamente la mano en el hombro del camarero.
- Estoy dispuesto a seguir el camino sugerido. ¿Dónde se encuentra el parque de bomberos?
- La segunda esquina a la izquierda - informó el camarero mirándolo con esa cara que uno se calza cuando se siente satisfecho por el deber cumplido.- No tiene más que decirles que es cliente del Hotel de Extranjeros y que ha olvidado la llave por ejemplo, y no quiere molestar al conserje a estas horas.
- ¿No puedo contar la verdad?
- ¿La verdad a un bombero? gracioso. Ya le he comentado que la única relación que existe entre el cuerpo de bomberos y la Sociedad, es que ésta les regala el material. No tienen pues por que estar enterados de las particularidades del reglamento interior de sus empresas. Ellos cumplen el acuerdo y se acabó. No tienen derecho a formular preguntas y nos las harán. Pero comprenda que si insinúa que solicita la escalera para robar, no se la van a prestar, aun refiriéndoles los antecedentes de la maleta.
- Me doy cuenta de mi ingenuidad - reconoció José y con tono súbitamente solemne, añadió: - Joven, me ha prestado usted un servicio impagable y le prometo que si llego a recuperar mis títulos, vendré para hacerle copartícipe de mi nobleza.
Una emoción desbordante se apoderó del camarero, que quiso arrodillarse para agradecerle su generosidad, y lo hubiese logrado si el propio José no lo hubiera firmemente impedido.
- No os pido tanto, señor - dijo el joven en tono devocional.- Pero si un día lográis elevaros hacia las altas esferas de la Administración, acordaos de este modesto camarero que un día os sirvió en el ejercicio de la profesión que había escogido.
José salió a la calle y casi se hubiera reído de la devoción del camarero, a no ser por la extraña singularidad de cuanto le estaba ocurriendo. A partir del instante en que entró en conflicto con la Administración del Hotel de Extranjeros, le parecía vivir en un mundo nuevo. La lógica de antaño se mostraba inservible, hasta el más ínfimo detalle, adquiría relieves sorprendentes. Un mundo, para el que permaneció ciego hasta entonces, se le revelaba a cada paso. Su determinación iba a llevarlo a vivir la más vertiginosa aventura de su vida.
El parque de bomberos podía apercibirse desde lejos por sus enormes puertas pintadas de rojo. Se trataba de un inmenso garaje lleno, en ese momento, con más de diez vehículos situados de cara a la puerta y dispuestos para salir en cualquier momento. Estaba abierto y en el fondo del local a la derecha, en un pequeño despacho, se encontraba el viejo Jerónimo absorbido por la lectura de un periódico ilustrado para niños.
Cuando José apareció ante el mostrador, Jerónimo le miró un instante y con voz atiplada lanzó:
- ¿Viene usted a denunciar un incendio?
- No, yo quería pedirle...
- Entonces tenga la bondad de esperar un momento - rogó el bombero, interrumpiéndole para hundirse de nuevo en la lectura.
José veía reflejado en el rostro de Jerónimo todas las heroicidades del protagonista de la aventura del cómic que leía, los peligros por los que pasaba, las traiciones de que era objeto. Al cabo de unos minutos, ante la proximidad de un final feliz, la expresión del bombero empezó a dilatarse.
Al terminar la lectura, Jerónimo se puso en pie.
- Soy cliente del Hotel de Extranjeros - explicó José - y me han dicho que ustedes podrían prestarme una escalera para alcanzar la ventana del tercer piso.
El bombero abrió uno de los cajones de su mesa, sin mostrar ni asombro ni curiosidad.
- Tendrá que llenar una ficha - y alargándole el talonario, añadió: - Puro formulismo, sabe usted, el Consejo de Administración nos exige esas fichas tan solo para comprobar que realmente prestamos servicios de vez en cuando a sus clientes.
En el impreso se pedía nombre y dirección, fecha de nacimiento y objeto de la demanda de servicio. Una vez rellenada, el bombero guardó de nuevo el talonario dentro del cajón, sin leer siquiera lo escrito.
"Se nota - pensó José - que este hombre no trabaja en ninguna de las empresas que controla la Sociedad". Y en el bombero reconoció a esa categoría de gentes sencillas, a las que había acordado siempre trato preferente. De pronto, José sintió una emoción semejante a la vergüenza, por haber pertenecido a aquella clase de humanidad que saciaba su apetito espiritual con revistas ilustradas, sin preguntarse la razón por la cual la gente actuaba de una forma determinada, limitándose a cumplir unas consignas al pié de la letra. Jerónimo era la imagen reflejada de lo que hubiera sido el propio José de no haber entrado un día por casualidad en el Hotel de Extranjeros, desencadenando así toda la serie de acontecimientos que estaba viviendo.
Los dos se pusieron a examinar en el garaje las escalas para encontrar la apropiada a las necesidades del momento.
- Algunos de mis compañeros se encuentran en un incendio y otros de guardia, así que no podemos utilizar ningún coche. Tendremos que ir arrastrando de la escala con ruedas.
- No importa, el trayecto no es largo.
José empezaba ya a impacientarse.
Ayudó al bombero a sacar la escala a la calle y ambos iniciaron la marcha empujando.
- Puede usted sentarse en un escalón, con uno que empuje, basta - ofreció Jerónimo.
José se negó a ello, le parecía demasiado humillante para el bombero.
- Entonces, me permitirá que sea yo quien monte., con uno que empuje basta.
El bombero se abrió paso entre los barrotes de la escalera y una vez instalado dio orden a José de iniciar la marcha. El hombre se hallaba visiblemente colmado, como si aquel fuera el más grande homenaje que pudiera rendírsele y una vez en marcha, desplegó el cuaderno infantil y se puso a leer con avidez. Cuando algún noctámbulo retrasado se cruzaba con ellos, Jerónimo agitaba la revista a guisa de saludo, acompañando el gesto de gritos y onomatopeyas que traducían su júbilo interior.
José soportaba la prueba con la esperanza de que al final podría entrar en posesión de los títulos depositados en su maleta y con ellos en mano nunca volvería a vivir momentos tan humillantes como los que aquel inconsciente bombero le hacía sufrir.
Llegaron por fin ante la fachada trasera del Hotel de Extranjeros, donde se hallaba la ventana de la habitación de José.
- Aquí es - le dijo al bombero, señalándo la ventana.
Jerónimo empezó a accionar la escalera. Sin duda alguna el material llevaba tiempo fuera de servicio porque parecía que estuvieran estirando de la cola de un gato.
- ¿No podría Usted hacerlo con menos ruido - gritó José.
- ¿Que dice usted? - inquirió el bombero, llevándose la mano a la oreja a guisa de trompetilla.
- Vamos a despertar a todo el mundo - clamó José con todas sus fuerzas.
- Bueno - contestó el estoico Jerónimo.- Somos un servicio público y no pueden pedirnos responsabilidad. Ya volverán a dormirse.
Tal como había previsto, las ventanas del Hotel empezaron a abrirse y los clientes, con los codos apoyados en el alféizar, contemplaban divertidos la maniobra. José fue reconocido por sus antiguos compañeros de Hotel, quienes le señalaban con el dedo y le mandaban saludos amistosos para alentarle en su empresa.
“Menos mal que no tengo a nadie en contra” pensó José.
Otro de los motivos de satisfacción era que nadie se había asomado por la ventana de su habitación, prueba de que no estaba ocupaba, y la patrona no parecía haberse despertado con el ruido. A pesar del escándalo, el camino de su habitación estaba libre y una vez tuviese la maleta en sus manos, ya cuidaría él de que nadie se la arrebatase.
- Puede Usted subir - anunció el bombero.
Un silencio escandaloso presidió la ascensión, bajo las miradas curiosas de los clientes del hotel. José nunca hubiera imaginado que para defender sus títulos de nobleza se vería obligado a obrar de forma tan singular, más propia de un artista de circo que de un individuo de su alcurnia, pero ninguna consideración de orden estético iba a lograr detener su impulso. Con la vista fija en la altura y sin preocuparse del balanceo, cada vez mayor, de la escalera, alcanzó la ventana de su habitación, mientras los clientes del hotel, entusiasmados por la hazaña, aplaudían calurosamente.
La ventana estaba abierta y José no tuvo dificultad en penetrar en el interior. Buscó a tientas el conmutador de la luz. Todavía a oscuras se sobresaltó al oír un ruido que provenía de la zona donde estaba la cama. Al acercarse aumentó su ansiedad viendo la figura de un hombre en su cama. A pesar del susto inicial, pudo sobreponerse gracias a que los ronquidos le garantizaban que estaba dormido.
Pero la sorpresa no le hizo olvidar su objetivo. Pasó revista al cuarto, abrió el armario y buceó debajo de la cama, en vano. La maleta no estaba en la habitación.
Fue después de haberla inspeccionado totalmente cuando el durmiente inició el despertar. Miró a José parpadeando y frotándose los ojos, para quedarse sentado en la cama.
Hubo un momento de silencio, durante el cual ambos desconocidos se observaron. El ocupante de la habitación era un hombre de mediana edad, dotado de una barriga prominente y mal afeitado, aunque en sus ojos, un reflejo penetrante desvanecía su aparente vulgaridad.
- Usted debe de ser sin duda José - dijo con una voz tranquila, la cual no delataba ningún rencor por haberle interrumpido el sueño.
- Exacto. El ocupante de esta habitación - respondió con una mal reprimida agresividad, como invitándole a explicar la circunstancia que lo había llevado allí.
- Le sorprende encontrarme ocupando su antiguo aposento, ¿verdad?
- Si se tratara de mi antiguo aposento, no tendría por qué sorprenderme - devolvió José con sequedad.- Pero de acuerdo con el reglamento de este Hotel, esta habitación me pertenece hasta el mediodía de hoy, de modo que no le niego mi extrañeza ante el hecho de que las normas hayan sido quebrantadas por la patrona de forma tan manifiesta. Pero esto es lo de menos - encadenó José.- Lo que me interesa ahora es recuperar mi maleta. ¿Sabe donde se encuentran los objetos de mi pertenencia depositados en esta habitación?
En lugar de responder a la pregunta, el intruso se acomodó en la cama y iniciando un análisis de la cuestión, como si su profesión fuera la de abogado.
- Estoy al corriente de su problema y crea que todas mis simpatías están de su parte. Pero ante todo quiero que sepa que no ha habido violación del reglamento por parte de nadie, ya que no soy un cliente fortuito del hotel, sino un empleado del Sr. Barón, presidente de la compañía que explota el Hotel de Extranjeros.
El rostro de José cambió de súbito su expresión al saber que se encontraba frente a un funcionario y se sentó en la silla que había junto a la cama, la que utilizaba para colgar la ropa cada noche al desvestirse.
- Inicialmente - prosiguió el hombre - este edificio no fue destinado a Hotel, sino que estaba habilitado como residencia al servicio de los numerosos empleados de la Administración y de las dependencias particulares de Presidentes y Secretarios, que vivían en la periferia o en provincias. Cada vez que uno de esos trabajadores debía ir a la ciudad, pernoctaba aquí. Pero como esas visitas no eran frecuentes, la Residencia permanecía desocupada la mayor parte del año. Es por ello que el Consejo de Administración decidió convertirla en Hotel. Sin embargo, no estaba en el ánimo de los dirigentes perjudicar con esa medida a sus propios empleados, de forma que en el reglamento figuró una cláusula según la cual cuando el Hotel estuviera ocupado, si uno de los funcionarios pedía alojamiento, la gerente estaba en la obligación de albergarle, en detrimento, si era preciso, de uno de los clientes del Hotel.
El forastero hizo una pausa y comprobó que José se hallaba totalmente absorbido por el relato. La imagen que su mente hacía de la Sociedad iba aumentando en grandiosidad y esplendor a medida que iba enterándose de nuevos detalles sobre su imponente organización.
- Esta noche - prosiguió el forastero - me he visto obligado a hacer uso de esa prerrogativa. El Hotel está completo y la gerente me ha dado esta habitación porque, debido a sus circunstancias particulares, a usted es a quien menos injustamente perjudicaba con esa medida. Espero que esa explicación le será suficiente para comprenderlo todo - terminó el forastero.
- Si, comprendo que he sido víctima de las circunstancias - reflexionó José.- Si usted no hubiese ocupado mi habitación, seguramente hubiera encontrado mi maleta aquí y ahora sería poseedor de todos mis títulos. En cambio ahora debe hallarse ya en el sótano, en el cementerio de maletas perdidas - repuso, acordándose de la expresión del camarero.
El forastero le dirigió una mirada y una sonrisa casi fraternal al ver la desesperación escrita en su sembante.
- Yo no quiero en ningún modo perjudicarle, sino al contrario. El hecho de que haya ido a parar a esa habitación me hace partícipe de su destino y quiero entrar en él defendiendo sus intereses y no perturbándolos. Así pues, mire lo que le propongo: Usted se queda aquí y comparte la cama conmigo. Mañana tengo que cobrar la prima de un seguro por la muerte de mi padre, a cuyo objeto me he desplazado a la ciudad. Usted me acompaña y yo le doy el dinero que le hace falta para pagar el Hotel. Ya me lo devolverá cuando haya hecho valer sus títulos. Viene a liquidar antes del mediodía y recupera así la maleta.
Al escuchar esas palabras, un mar de emociones invadieron el corazón de José, sin que acertase a expresar su reconocimiento.
- Lo que acaba de decir, significa tanto para mi... - titubeó.- Yo le prometo que le haré compartir mi nobleza en cuanto triunfe definitivamente.
El forastero sonrió sin responder a este ofrecimiento concreto.
- Ahora tratemos de dormir un poco. Ah, mi nombre es Tuliferio - añadió.
Se estrecharon la mano y José entró en las sábanas. Nunca había experimentado una mayor sensación de felicidad.
En el exterior, había cesado el ruido infernal de la escalera y Jerónimo ya se la estaba llevando. La quietud, el silencio y la paz se apoderaron de nuevo de la noche.
Kabaleb