CAPÍTULO VII
Pasaron unos días sin que José tomara una determinación. Hubiera deseado un consejo, una ayuda, pero si bien todo el mundo estaba dispuesto a aconsejarle de cocinas para adentro, en lo tocante al Sr. Barón, la prudencia era de rigor.
Por otra parte, las circunstancias parecían confabularse para decidirlo a quedarse. Sus ayudantes daban un rendimiento inesperado, de tal modo que al cocinero le era dificilísimo encontrar pretextos para maltratar a José. En un mundo donde todos andaban a porrazo limpio, José era una excepción. En su mostrador, el ejemplo había cundido y ya casi nadie se pegaba. José era venerado y querido tanto por sus ayudantes como por sus superiores y al azar de los mostradores, su nombre era a menudo citado en ejemplo...
Este éxito, que a otros hubiera halagado, era para él motivo de temor. Temía crearse lazos, afecciones, que inevitablemente harían interferencia en su deseo de buscar la maleta.
Desde el día en que fuera desposeído de sus títulos, José solo había querido a las gentes que podían ayudarle en el camino de la recuperación. Con ellos había realizado una parte de la marcha, para abandonarlos después en las encrucijadas, siempre con proa firme hacia su meta. Si ahora empezaba a amar a gentes que no marchaban al ritmo de él, ya podía ir cambiando de ideales, porque no llegaría jamás.
Sin embargo, José se había humanizado enormemente en el transcurso de su cruzada y pensaba que no dejaba de ser hermoso sacrificar un tiempo a sus camaradas de empresa. Pero, ¿qué decirles, qué aportarles que no tuvieran ya? ¿Acaso no sería mas bello que siguiera adelante, para regresar después pidiéndoles informar de lo que había visto y aprendido mas allá de las dependencias, en los terrenos inexplorados que se extendían hacia el oeste?
Una madrugada, al despertar, se encontró madurada su decisión. Se levantó con sigilo para no despertar a sus ayudantes que dormían en el suelo y abandono la habitación de puntillas.
A pesar de la discreción, el más joven de sus asistentes apercibió la fuga y lanzose en persecución de su jefe.
José se hallaba ya en pleno campo cuando su subordinado lo alcanzó.
- Te he visto salir y vengo a pedirte que no nos abandones - le dijo agarrándose a su brazo con decisión.
- No es mi propósito abandonaros, muchacho - aseguró José con ternura.- Pretendo tan solo llegar a aquella cumbre - añadió señalándola.- Probablemente antes del mediodía estaré de regreso en la dependencia.
- No - negó el ayudante con resolución.- Si alcanzas la cumbre, sabemos que ya no volverás.
El joven servidor continuaba expresándose en nombre de los demás ayudantes.
- ¿Por qué dices eso, muchacho? inquirió José con cierta intranquilidad.
- Un compañero nos lo ha dicho - explicó sin dejar de sujetarlo.- Un día su jefe partió hacia la cumbre y no han vuelto a verle mas. Algo muy malo debe ocurrir en esa cumbre.
José no pudo menos que sonreír al darse cuenta de que el muchacho pretendía protegerle de una desgracia.
- Óyeme, chico... ¿Cómo te llamas?
- Silfo, señor
- Escúchame Silfo... - José se interrumpió al reflexionar sobre el hecho de que había sido por unos días el jefe de aquel muchacho sin conocer siquiera su nombre, y una oleada de gratitud le invadió al pensar que debía a Silfo y a sus tres compañeros el haber obtenido el puesto de jefe de compras, que le daba mando y honor en las dependencias.
- Escúchame - repitió José acariciando los cabellos de su servidor.- Si el jefe de tu amigo no se le ha vuelto a ver, no es porque le haya sucedido nada malo, sino algo muy bueno...
El muchacho pareció desconcertado.
- Este es el camino que conduce a la mansión del señor que servimos - prosiguió el noble.- Nada malo puede ocurrir siguiendo esta ruta.
- ¿Por qué no ha vuelto pues el jefe de nuestro amigo? - interrogó Silfo.- ¿Acaso el Sr. Barón no permite que los servidores que van a visitarle regresen a su punto de partida?
- Es seguro que el Sr. Barón desea aproximarse de sus servidores tanto como nosotros deseamos acercarnos a él. Tener las dependencias tan alejadas no debe ser nada cómodo. Pero los reglamentos, que en otro tiempo han tenido sin duda su utilidad, nos paralizan ahora y nos impiden llevar a cabo la acción necesaria para ese acercamiento.
Silfo continuaba agarrándole del brazo, sin comprender muy bien los móviles de su jefe.
- Mira, Silfo - prosiguió José.- Asuntos personales me empujan hacia la Residencia del Sr. Barón, pero puedes estar seguro que el ayudaros es también una preocupación personal. Cuanto mas cerca esté de nuestro señor, mas eficaz ayuda podré prestaros. Regresa a las dependencias y diles a tus amigos esto que te he dicho. Si no regreso, es que habré encontrado la casa del Sr. Barón y allí estaré laborando para el bien de todos.
Silfo pareció comprender.
- Rogaremos a ti todas las noches para que no nos olvides - dijo.
- Lo creado, creado está. Aquella noche en la muralla exterior contraje con vosotros una deuda y no me iré de este mundo sin pagarla.
Silfo lo dejó partir. José le acarició el cabello y el muchacho lo miró rígidamente para contener el llanto.
Pronto la exuberancia de las cosechas cortó todo contacto visual entre el noble y su ayudante.
José tenía conciencia de haber emprendido un camino largo y difícil. La principal dificultad consistía en la exasperación, la irritabilidad, que acababan por dominar el ánimo al venir obligado a seguir caminos tortuosos, avanzando en líneas quebradizas, que hacían dificultosa la progresión.
El hombre tuvo ciertamente la idea de avanzar a campo a través sin preocuparse de estropear los sembrados. Sin duda esa idea volvería a él en el curso del camino, cuando las dificultades arreciaran. José sabía que debía combatirla con todas sus fuerzas. Bastantes contratiempos había sufrido a causa de su habilidad en resolver las situaciones para que continuara haciendo uso de las facilidades. Aquel camino, por momentos inusualmente estrecho, adquiría en su espíritu proporciones de ley y los campos sembrados eran el hacho terreno de las infracciones. Bien pudiera ser que nada le ocurriera si marchase por los cultivos, pero si surgía de improviso el servidor-responsable y elevaba un proceso verbal, ¿cómo presentarse luego ante le Sr. Barón con peticiones si era acusado de andar sin miramientos sobre sus sembrados, con menosprecio del camino? No, por grande que fuera la tentación, por inmensas que fueran las posibilidades de impunidad, José se mantendría en el camino. Además, si pisaba los sembrados, sus huellas serían registradas, sin lugar a dudas, por los radares de la Agencia.
Al cabo de varias horas de marcha, José se echó al borde del sendero para descansar. Se encontraba ahora en un desnivel, entre dos campos elevados que cubrían por completo la línea del horizonte. Imposible saber si estaba cerca o lejos de la cumbre.
El hombre apercibiose de su excelente estado de ánimo. Tumbado en la cuneta, oyendo el transcurrir de un riachuelo que daba frescura al paisaje, experimentaba una agradable sensación de libertad y sentía trepar a su garganta canciones de su infancia, que le recordaban los campos fecundos de su país. No tenía prisa y durante un momento entretuvo su pensamiento proyectado en su antigua vida familiar y le pareció que un nuevo ser había nacido en él con la madurez y el advenimiento en el mundo de los problemas sociales.
Saciado de recuerdos silvestres, José prosiguió la marcha. Había cambiado tan frecuentemente de dirección, los caminos emprendidos eran de tal modo sinuosos, que le resultaba ya muy difícil determinar si la dirección seguida era buena o mala. De vez en cuando aparecía ante sus ojos la línea de la cumbre, pero la distancia que lo separaba de ella no le permitía apreciar con precisión se aproximaba o no.
Sin embargo, su sorpresa fue total cuando se encontró, tras horas de marcha, a pocos metros del lugar donde tuviera la conversación con su servidor Silfo. Imperceptiblemente había girado en redondo, hasta alcanzar el punto de partida. ¿Qué hacer? El sol se hallaba casi en el cenit. El mediodía debía estar próximo. El calor y el apetito le aconsejaban fuertemente regresar a las dependencias y dejar la empresa para otro día.
- Otro día es el fracaso - se dijo José.- Y no solamente el mío personal, sino el que pueda procrear mi ejemplo. Si regreso a las dependencias, mi fallo servirá para reforzar la teoría de los inmovilistas y para cortar las alas a los que, como Nico, desean volar. Es preciso que recomience de nuevo. Primero andaré a través de los campos antes que volver hacia atrás.
Sostenido por la fuerza de ese razonamiento, José emprendió un nuevo camino. Lo que debía hacer era estar atento a las orientaciones del camino, en lugar de dejarse conducir con la mente ocupada en la evocación el pasado.
La peregrinación a través de los campos recomenzó, agravada por el calor, la fatiga y el hambre, que surgía del fondo del estómago, amenazador. Afortunadamente, no era la primera vez que José tenía tratos con el hambre y sabía que desaparecería pasada la hora habitual de la comida. Por largo que fuera el camino, por la noche habría dado ya con la Residencia o bien su inexistencia quedaría demostrada. Se trataba tan solo de resistir media jornada de esfuerzo intenso y descansar después.
Este era el pensamiento de José, pero una vez mas sus previsiones pecaron de optimistas. Un primer fracaso no debía significar automáticamente que le segundo intento triunfara y así, a lo largo de la tarde, el noble anduvo bordeando los campos sin que lograra aproximarse de forma sensible de la cumbre de la prominencia.
Desesperaba ya de alcanzarla, cuando hacia la puesta del sol dio con un camino que apuntaba directo hacia la cima. Con energía hecha de esperanza, el peregrino emprendió el sendero. Esta vez no debía salir defraudado. Cuando el crepúsculo apareció en el horizonte este, José llegaba a la altura que dominaba los campos.
Una explanada inmensa se extendía ante sus ojos. La reverberación solar le indicaba la dirección oeste, donde debía encontrarse emplazada la Residencia. José proyectó su mirada hacia aquel horizonte. No se distinguía otra cosa que campos de diferentes colores, decorados con un sentido exquisito del arte.
Pero, confundida con la luz gris del horizonte, se alzaba una arboleda. Árboles gigantes, de generosa exuberancia, cambiaban radicalmente el tono del paisaje. Lo primero que se le ocurrió a José fue que aquellos árboles no habían crecido espontáneamente. Su disposición en cuadro no permitía equivocarse. Habían sido plantados con algún fin. Eran demasiado altos por ser árboles frutales. No. Los árboles estaban allí para hacer sombra, no había duda, y, en aquel lugar, ¿a qué otra cosa podía hacer sombra que no fuera la Residencia?
Aquella constatación, llevada a cabo con una lógica implacable, decepcionó a José. Era preciso confesarlo, se había forjado la idea de que la Residencia no existía y le decepcionaba tener que admitir de nuevo su realidad.
Entonces las observaciones de Nico resultaban falsas. Los cocineros, lavaplatos y equipos de compras, realizaban un trabajo útil... Las comisiones eran auténticas... ¿Qué hacer? ¿Cómo presentarse al Sr. Barón diciéndole que lo único que le había atraído a su servicio era el deseo de recuperar la maleta y no de servir?
Entre esas dudas, José hizo nuevas constataciones que le confirmaron la existencia de la Residencia. En efecto, a lo lejos, en dirección sur, se encontraba el campo de aviación, de donde despegaban constantemente los aviones dedicados a las compras. Aquel debía ser el puerto de llegada a la Residencia. Allí debían desembarcar las comisiones.
José se sentó en aquella cima para reflexionar. Si regresaba a las dependencias, ¿qué podría decirles a sus compañeros? ¿Qué había visto unos árboles y el campo de aviación? Imaginaba la cara de decepción que pondrían todos al escucharle. No. Era preciso seguir y aportarles en todo caso datos concretos sobre la existencia de la Residencia, su organización, sus reglamentos interiores, lo que piensan y dicen los servidores del interior.
Tomada la decisión de seguir adelante, José hizo un descubrimiento que lo llenó de júbilo. Ocupado en explorar el horizonte, le había pasado desapercibida la existencia de un camino, casi una carretera, que avanzaba en línea recta hacia el lugar en que se encontraban los árboles, cruzando la campiña de este a oeste. Su meta se veía lejana, pero aquel camino le permitía no perderse. Comería cualquier hortaliza y caminaría de noche, eliminando así la fatiga del calor. ¡Un camino! ¡Era para volverse loco de júbilo! ¡Un camino!
Así la noche fue cayendo sobre el dominio del Sr. Barón. Toda actividad ceso en el campo de aviación próximo y solo José continuaba despierto, en el camino, lanzado hacia su objetivo grandioso. Pronto la noche cubrió todo con sus sombras y sus sonoridades y empezó su vida un mundo que el noble José había hasta entonces ignorado.
Lechuzas y búhos iniciaron su cósmica serenata, instrumentada con el pioteo de los pájaros nocturnos, las ranas, los grillos y las cucarachas. Hubo un momento en que los alaridos en dos tiempos de los búhos, le parecía al peregrino que clamaban tétricamente Jo - sé, Jo - sé y que todo un universo de búhos diseminado por el espacio respondía Jo - sé, Jo - sé. Luego las ranas y los grillos y los tábanos repetían en distintas voces Jo-sé, Jo - sé, Jo - sé, Jo - sé, Jo - sé, Jo - sé.
José andaba imperturbable por la carretera desierta, sin conciencia del tiempo ni de la fatiga. Sin darse cuenta, imitaba los distintos cantos de las aves nocturnas y, sincronizado con el ritmo de sus pasos iba repitiendo Jo - sé, Jo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé. Obsesionado por aquel ritmo monótono, por su nombre extrañamente repetido, por la noche, por la soledad, el noble sintió que su personalidad se transmutaba en la de un búho y allí en el campo, con los demás búhos, ejecutaba una danza ritual al compás de una música, cuyas palabras repetían hasta lo inverosímil Joo - sé, Joo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé... Desde su altura de búho, José vio dos piernas que avanzaban resueltas por la carretera. Dos piernas que andaban a un paso militar, imperturbables, fatales, sin que nada ni nadie pudiera detenerlas. Y todo el paisaje a coro: los árboles, las piedras, los cepos, el trigo en rama, atronaban el espacio clamando: Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé... y sus ecos se perdían en los confines del mundo, en el limite del universo, en las puertas del caos.
Cuando la conciencia volvió a centrarse en el cuerpo en marcha de José, le habría sido imposible al noble calcular el tiempo transcurrido. La capa de oscuridad que cubría el cielo parecía tenue, síntoma de un no lejano amanecer.
De pronto, un peso enorme se había cernido sobre su cuerpo. Sus músculos parecían de plomo y sus piernas eran incapaces de soportar la densidad del cuerpo. José salió de la carretera y se dejó caer sobre un campo de trigo espigado. Nunca cama le pareciera más mullida que la ofrecida por aquellas espigas. Nunca sueño le pareciera más maravilloso, más excelso y reparador.
Si largo y sostenido fue su esfuerzo de la víspera, extenso y profundo fue también su sueño. Se le despertó el hambre, que surgía ahora avasallador. Antes de formular pensamiento alguno, todo su cuerpo lanzose en busca de alimento. Las espigas de trigo que le sirvieron de cuna saciaron esta nueva necesidad. Los granos el trigo descubrieron a su paladar un sabor exquisito y pocas espigas bastaron para darle la sensación precisa de plenitud interior.
Solo entonces José pudo volver a pensar. En su espíritu había conservado la impresión de haber andado mucho la víspera, tanto que temió por un momento haber sobrepasado la Residencia sin darse cuenta de ello. Lo primero que cabía hacer era orientarse.
José se levantó para reconocer el terreno. El núcleo de árboles había desaparecido de su alcance visual. Sin embargo, esa constatación no era alarmante, puesto que los árboles habían sido observados desde una prominencia. Nada extraño que al descender en terreno llano el campo visual se viera sensiblemente reducido. Pero José hizo otra constatación mucho más desconcertante. Por la altura del sol, debían ser las cuatro o las cinco de la tarde y el astro se encontraba mucho más al sur del puesto teórico en que debía hallarse si José hubiese seguido el camino Este-Oeste. Después de unos minutos de reflexión, José concluyó que, o bien el sol se había desviado de su ruta habitual, lo cual era poco probable, o él había seguido un camino orientado hacia el norte.
- Entonces la carretera seguida no era recta - se dijo.- Y no obstante lo parecía... Y si no conduce a la Residencia, ¿dónde demonios puede conducir?
La solución de este problema era lo de menos. Lo cierto era que si la Residencia se encontraba al Oeste de las dependencias en que había laborado, era preciso buscarla al sur de aquel lugar.
- ¡Como he podido ser tan imbécil! - Se increpó José.- La experiencia adquirida en esta empresa debía haberme hecho comprender que la Residencia no podía encontrarse jamás al final de un camino recto. como pude cometer la ingenuidad de creer que un camino fácil y recto me llevaría a un lugar que valiera la pena? Imbécil! Imbécil!.
José sentía deseos de abofetearse.
Emprendió de nuevo el camino que bordeaba dos campos de cultivos distintos y trató de orientarse ligeramente hacia el sur. La empresa era difícil, ignorando donde se encontraba la meta, pero no tenia mas alternativa que intentarlo.
La noche le sorprendió de nuevo entre aquellos corredores de circunstancias. Imposible seguir adelante sin llevar una dirección definida. De obstinarse en ello corría el riesgo de pasar la noche dando vueltas en torno al mismo punto.
José se tumbo en el campo e intentó dormir. Pero su anterior sueño había sido demasiado reparador para que una nueva dormida fuera materialmente posible. Quiso distraerse pensando en su pasado, en su futuro, cuando hubiera recuperado sus títulos de nobleza, pero la noche se revelaba desesperadamente larga en relación con lo veloces que transcurrian sus pensamientos. Además, todo su cuerpo se llenaba de un hormigueo extraño, que le obligaba a cambiar de posición constantemente. Los mosquitos le picaban y sus huesos le dolían. Aquella noche fue la peor de su vida, dándole ocasión de apreciar los horrores de la inactividad, de la desocupación, de la carencia de objetivos vitales.
Lo peor fue que al amanecer, cuando era tiempo de levantarse y obrar, sintió que el sueño se apoderaba de su cuerpo, imposibilitandole de luchar contra esa sensación invasora.
Pero al filo del mediodía despertó. El calor era insoportable y José se veía obligado a detenerse con frecuencia para refrescarse la cabeza en el agua de la acequia que circundaba el campo.
No llevaría media hora de marcha, cuando llegó a un punto en que el terreno iniciaba un ligero declive. La visión que se le ofreció llenó su espíritu de paz. En efecto, no lejos de aquel lugar se encontraba la arboleda que vislumbrara unos días antes.
El ramaje de los árboles no permitía discernir lo que se ocultaba detrás, pero la sola frondosidad de aquel lugar, en medio de un campo abrasado por el sol, era una promesa de las mas bellas realizaciones.
- Gracias a Dios mi esfuerzo no ha sido vano - clamó José.- Un empujón mas y estaré en la Residencia del Sr. Barón.
El arbolado se hallaba a una media hora de marcha en línea recta, calculó José, pero siguiendo el camino sinuoso de los campos, tardaría mas en alcanzarlo. Sea lo que fuere, aquellos árboles, por su altura y su proximidad, era ya imposible perderlos de vista y constituirian para él una guía segura.
No obstante, el noble exilado no había llegado aún al final de todas sus calamidades y tras el calor intenso sufrido, la naturaleza quiso obsequiarle con el polo contrario. El cielo se cubrió rápidamente de nubarrones, que no tardaron en dejar caer una espesa cortina de agua. Pocos minutos bastaron para transformar los campos y el propio José en un inmenso charco.
Imposible protegerse de aquel diluvio. El telón de agua era tan espeso, que nada se veía a dos metros de distancia, e modo que la arboleda había desaparecido enteramente de su campo visual.
José, en mitad del torrente, no podía menos que maldecir su suerte. Precisamente ahora que se hallaba en el umbral de la Residencia, debía verse envuelto en semejante percance. Como presentarse ante el Sr. Barón en aquellas condiciones físicas? Su ropa olía el mojado y la suciedad, y se estaba calando de tal modo que tardaría varios días en secarse.
Esos elementos no tenían la virtud de hacer disminuir el aguacero. Ya no era agua sino piedras lo que caía, con tal fuerza, que José llegó a temer por su vida. En vano intentaba protegerse con el chaleco por encima de su cabeza; las piedras no cesaban de aumentar de tamaño y parecían hallar en el cuerpo de José su campo de atracción natural.
La tempestad se desencadenó por fin con todo su esplendor. Los relámpagos cortaban magistralmente el telón de agua y los truenos aportaban su nota de caos y renovación. fue allí donde José se descubrió talentos de pararrayos. Pasados los primeros instantes de indecisión, los rayos mostraron su preferencia por la figura del peregrino, yendo a describir sus curvas de fuego a pocos centímetros de su piel. El noble se echaba al suelo, tal como aprendiera a hacerlo en el campo de batalla, librando él solo contra el cosmos el mas terrible y desigual de los combates.
Pronto el barro formó en él una segunda piel, modelandolo. Cuando, pasada la angustia del combate, José pudo contemplarse en aquel estado, se dijo que solo faltaba el Dios que le diera el soplo para que la historia de Adán se repitiera.
La tormenta cedió poco a poco y el cielo acabó por mostrar una mas limpia transparencia. Los elementos reencontraron su equilibrio cuando el sol había descendido ya de la línea del horizonte. Poco tiempo le quedaba a José para proseguir su peregrinación, pero poco tiempo le era preciso para dar cima a su propósito.
En efecto, ante él, mas exuberantes y lujuriosos que nunca, después de la lluvia, se hallaban los árboles que ejercían sombra en la Residencia. José olvidó su mojadura y sus penas, extasiado en la visión serena de los árboles, majestuosos, insensibles a todas las contingencias humanas.
- Por fin he llegado! - clamó José conteniendo su júbilo.- Ya nunca mas tendré que sufrir las calamidades pasadas. La hora de entrar en posesión de mis títulos esta próxima.
Luego, reflexionando sobre sus pasados excesos de optimismo, corrigió.
- Bueno, está mas cerca que no estaba cuando servía en las dependencias.
Avanzó por el fango con grandes dificultades. Sus zapatos se hundían en el barro y cada paso exigía un esfuerzo. Con las primeras sombras de la noche, José alcanzó la arboleda. Su peregrinación había durado tres días. Parecía inimaginable que tres días de marcha a pié separarán la Residencia del Sr. Barón de las cocinas donde se elaboraban los menús.
El noble se adentró en el follaje. Pronto se dio cuenta de que, mas que una arboleda, aquello era una verdadera selva inexplorada. Debía darse prisa en encontrar el camino del edificio antes de que la noche lo sorprendiera, ya que le sería imposible dormir con la doble humedad de la tierra y de su propia piel.
Atravesó los primeros arbustos con energía de explorador, pero cuando mas avanzaba mas inextrincable y tupida parecía la selva. La luz del día disminuía progresivamente y una oleada de sudor frío invadió a José, al tiempo que una terrible duda: Y si los árboles hubiesen sido plantados para atraer la lluvia y no para dar sombra a la Residencia? Sabido era de todos los familiarizados con los problemas agrícolas, que los árboles atraían la lluvia, indispensable para la fecundidad de las cosechas. En la campiña del Sr Barón los árboles escaseaban y bien pudiera ser que se hubiese establecido un cuadro de selva en el centro de aquella inmensa planicie, en vistas al regadío.
Si se había equivocado, una cosa era cierta: que aquel sería el último error de su vida. José no se sentía con fuerzas para avanzar un paso mas y si allí no estaba la Residencia, sus huesos servirían de abono a los campos solitarios del intangible señor Barón.
Apenas formulado ese juicio pesimista, la naturaleza, como si pretendiera dar alientos a José, disminuyó su follaje y ofreciole una suerte de camino silvestre que lo condujo a un claro del bosque, un cuadrado suficientemente grande para contener una casa.
El noble comprendió que aquel era el centro de la arboleda. Si allí no estaba la Residencia, era inútil buscarla por otro lado y , ciertamente, allí no estaba.
Sin embargo, aproximándose mas hacia el centro, José apercibiose que en el suelo surgían los cimientos de una casa en edificación. El musgo y la hierba recubrían casi por completo las paredes salientes, prueba de que la obra había sido abandonada hacía mucho tiempo.
Entregado a esas constataciones, no se dio cuenta de que un hombre, portador de una linterna, ascendía por una escalera provinente del sótano.
- Quién va por aquí? Ah del peregrino! - exclamó.
José volvióse hacia el lugar en que había sonado la voz. Era un vagabundo el que se hallaba frente a él, iluminando su rostro con la linterna. Sus andrajos y su barba mal pulida lo clasificaban como tipo social.
- Qué buscas por aquí a estas horas? - inquirió el extraño.
- Iba buscando la Residencia del Sr. Barón - respondió José.
El vagabundo lo enfocó de pies a cabeza con su linterna y dijo:
- Entonces has llegado a tu destino. Aquí es la Residencia.
Y como viera que José escrutara los alrededores con incredulidad, añadió:
- O mas bien aquí será - y con un gesto señaló el lugar en que se encontraban.
Al ver que el recién llegado no salía de su perplejidad, el vagabundo inquirió:
- Te has mojado, eh?
- Si - asintió el noble en plena confusión.
- Tu debes ser José, no?
Esta pregunta acabo de desconcertar al peregrino.
- Como sabes mi nombre? - inquirió a su vez.
- Está en la lista que me trajo hace ya tiempo e correo de la Agencia - respondió el vagabundo con naturalidad.
- Entonces en la Agencia ya sabían que emprendería el camino - quiso hacerse precisar José.
- Claro. La Agencia se ocupa precisamente de ese género de cuestiones - aclaró el extraño.
José se indignó al sentirse de nuevo juguete de las gentes de aquella empresa que obraban de modo tan singular; con tanto menosprecio de la personalidad.
- Y tu quién eres? - demandó al extraño, casi agresivamente.
- Me llaman el conserje Tiba - informó el vagabundo.- Pero en realidad no soy conserje de nada y estoy aquí porque me place. Tengo carnet de la Agencia autorizandome.
Se interrumpió de pronto, sin duda al darse cuenta de que lo que iba a contar era demasiado largo, y con cierta amabilidad en el tono ofreció:
- Por qué no entramos para hablar mas cómodamente? En el sótano podré responderte cuantas preguntas quieras hacerme.
José déjose convencer. Comprendía que aquel hombre no tenía la culpa de sus desgracias y se arrepintió de haberse dirigido a él duramente, tomándolo como instrumento de su mal humor.
El sótano estaba compuesto de varias habitaciones, algunas enteramente terminadas y otras sin asfaltar. En una de ellas Tiba había edificado su morada, precisamente en el departamento en que se hallaba la caldera de calefacción.
- Siéntate aquí - ofreció Tiba, señalando su camastro.- Encenderé fuego para secar tus ropas. Quitatelas entretanto y ponte lo que encuentres por ahí.
José obedeció sin replicar.
- Bueno, espero a que me preguntes algo - prosiguió el vagabundo al cabo de un rato de silencio, mientras partía leña para la estufa.- A fuerza de responder a las mismas preguntas, me sé la lección como un cicerone.
- Estoy desconcertado - confesó José, reposando en su cama.- No sé por donde empezar, ni si vale la pena buscar la respuesta. He llegado hasta aquí porque estaba persuadido de la inexistencia de la mansión del Sr. Barón. Ese convencimiento me llegó por vías de la razón y de la lógica mas objetiva. En consecuencia, me puse en camino y de lo alto de la explanada divisé la arboleda y el campo de aviación próximo. Por deducción lógica reconocí que los árboles no habían crecido espontaneamente, sino que habían sido plantados. Inmediatamente me pregunté que con qué objeto? No cabía otra respuesta: dar sombra a la Residencia del Sr. Barón. Llego aquí, tras infinitas penalidades, para encontrarme solo con los cimientos.
El tono con que fueron pronunciadas las últimas palabras traducían el desaliento de José.
- Poco mas o menos las mismas palabras he oído de boca de todos los peregrinos - replicó Tiba con filosofía.- El error consiste en juzgar la existencia de las cosas en función de nuestra propia existencia, o simplemente de la labor que ocupa nuestras horas. Cuando empezais a servir en las dependencias, os decís: Puesto que elaboramos diariamente los mas exquisitos manjares, puesto que se consume una fortuna en prepararlos, es lógico que paladares muy delicados los gusten. La existencia del Sr. Barón, su existencia aquí, en lo inmediato quiero decir, no se pone en duda porque él es la fuerza que centraliza todas esas comisiones que diariamente se anuncian por los micrófonos.
Tiba hizo una pausa para encender la caldera y prosiguió:
- Luego, al constatar que la cita tan esperada con el Sr. Barón no viene nunca, al ver que la gente se muere y desaparece sin ser llamada, se empieza a dudar de la proximidad del Sr. Barón y de la existencia de la Residencia. La lógica se desplaza de lo general a lo particular; ya no se tiene en cuenta el hecho de que miles de individuos trabajen para un patrón; lo importante es que no se nos manifiesta. La razón trabaja para crear una lógica y todos los detalles le sirven para forjarse esa creencia. Viene así el momento de la partida. Se abandonan las dependencias con la seguridad de que la Residencia no existe, y sin embargo, cuantas cosas arreglaría su existencia! El deseo sobconsciente de que la Residencia esté ahí, hace que la simple visión de unos árboles rodeados de tierra de cultivo, sirva para convencernos de nuevo de que todo ha sido un mal entendido, un momento de duda y de que la meta está próxima.
José escuchaba sin despegar los labios.
- Ah! Si pudiéramos romper esa lógica materialista que quiere que un acto sea necesariamente el complemento de otro acto, que si yo hago comida es, fatalmente, para que tú te la comas... Si pudiéramos romper esa lógica, cuantos errores se evitarían! - exclamose Tiba.
Al observar que José iniciaba un gesto de protesta, el vagabundo se precipitó a decir:
- Ya sé, ya sé que en un cierto mundo esa es moneda corriente y normal y que la costumbre ha dado a ese estado de cosas categoría de ley. Pero en la Sociedad que preside el Sr. Barón la mecánica de los actos es otra. Algunos han comprendido hasta cierto punto esta nueva orientación y se dicen: Si estamos en las cocinas es para perfeccionarnos y hacernos aptos para servir realmente al Sr. Barón. Los que así piensan no ponen en duda la existencia de la Residencia. Creen solamente que aún no sirven, pero que un día lo harán realmente como cocineros, lavaplatos o encargados de compras, por supuesto. LO que escapa a su comprensión es que esa perfección es menos física que caractereológica. Se trata, sobretodo, de adquirir un dominio sobre si mismo. A los individuos así preparados la Sociedad puede emplearlos después como motoristas, agentes de difusión, secretarios generales, inspectores o vete a saber. La experiencia de una profesión se adquiere rápidamente; lo importante, lo difícil, es adquirir un dominio sobre si mismo y para conquistarlo, que se emplee una cocina o un taller de mecánica, es puro detalle de sistema y no tiene nada que ver con el fin perseguido.
José escuchó sin decir palabra la exposición teórica de Tiba. Era un punto de vista interesante, pero situado en aquel terreno movedizo, tenia la misma consistencia que cien mil otros puntos de vista.
- Comprendo que debe ser así - asintió el noble.- Pero la realidad no desmiente totalmente la lógica de mis deducciones. La arboleda me ha llevado a concluir que la Residencia existía y ello es falso solo en parte, ya que aquí se encuentran sus sótanos y sus cimientos. Si la obra ha sido empezada, es forzoso creer que un día se terminará, o es que todo este trabajo ha sido hecho exclusivamente para atraer a los peregrinos?
- Otra vez caes en el error de creer que el mundo entero ha sido hecho para tí - sonrió Tiba.- Llevas poco tiempo al servicio de esta gran empresa para darte cuenta de sus características esenciales. A medida que la vayas conociendo, te apercibiras de que todo está por terminar. Unas obras están mas adelantadas que otras, pero pocas o ninguna se encuentran definitivamente rematadas. Es natural que sea así, si tenemos en cuenta que la Sociedad se halla en período de expansión. Todo sigue pues un ritmo general desprovisto de intenciones particulares. Un día, las distintas empresas controladas por la Sociedad alcanzarán su perfección, formando en conjunto un todo coherente, que se justificará a los ojos de la lógica y de la razón y al propio tiempo servirá a un fin superior, para un mas lato desarrollo de la empresa. En la actual etapa, es comprensible que ese estado de imperfección parezca a veces caótico, sobre todo teniendo en cuenta que en el lenguaje administrativo se habla siempre de la obra refiriéndola a los planos, es decir, como si ya estuviera terminada, cuando en la práctica no hace, por así decirlo, mas que empezar.
Mientras José reflexionaba, Tiba, que ya había extendido junto a la caldera la ropa mojada, empezaba a preparar la cena.
- He aquí un ejemplo de la organización de los servicios en la futura casa del Sr. Barón - observó el vagabundo.- En este sótano figura una dependencia destinada a almacén de provisiones. Pues bien, la sección de aprovisionamiento deposita regularmente la mercancía como si la Residencia estuviera terminada ya y como si se consumieran las cantidades previstas. El resultado es que como no consume nadie mas que yo, me veo obligado a echar fuera todos los días la mercancía podrida.
- Pero, y el responsable del aprovisionamiento, no se da cuenta de la incongruencia? - exclamó José.
- Para él es de una lógica aplastante. Muchas veces se lo he reprochado y siempre me contesta sibilinamente que primero fue el órgano que la función y no, como se cree comunmente, la función precede el órgano.
- Y qué quiere decir? - preguntó José.
- Vete a saber. Seguramente piensa que a fuerza de pudrirse mercancía, el equipo de albañiles acabará por decidir la edificación de la Residencia. Y no va desencaminado, ya que a menudo son esos detalles oscuros los promotores de las grandes realizaciones, son como un complemento material indispensable a toda idea para que fecunde y fructifique.
- Así, puede que la Residencia se edifique, no con el fin de que viva en ella el Sr. Barón, sino para evitar que las patatas sigan pudriendose! - arguyó José.
- Esto es. O, dicho de otro modo, las patatas podridas serán las que decidan al Sr. Barón a instalarse en su Residencia.
La comida, rociada de buen vino, transcurrió en un clima casi familiar.
- Y tú, vives aquí siempre, Tiba? - acabó por preguntar José.
En efecto, ocupado en filosofar sobre el trabajo, el vagabundo no había referido nada de su vida.
- Yo fui en otro tiempo cocinero en las dependencias este - dijo el viejo con melancolía.- Un día también partí a campo a través como has hecho tú, en busca de la Residencia,. Llegué agotado y hambriento a estos sótanos y el depósito de mercancías me salvó, entonces la vida. Tras unos días de descanso proseguí el camino y alcancé, como tú alcanzarás ahora, las dependencias del ala oeste.
José redobló su atención al oir que Tiba se refería al camino que le faltaba recorrer.
- Claro, debía encontrarme esas dependencias - reflexionó, - no había caído en ello...
- Allí me dieron un traje nuevo - prosiguió el vagabundo - y tras unos días de auténtico descanso, días inolvidables de felicidad, fuí enviado a trabajar a la Agencia.
Al llegar a este punto, Tiba vaciló, como si le diera de improviso un ataque de vértigo.
- Sería inútil que te dijera lo que allí ocurre - siguió con voz cansada.- Trabajar en la Agencia es una experiencia que nos se olvida. Hay que ver para creer...
Tiba se calló, inmovilizando su vista sobre el plato, prosiguiendo la evocación en silencio.
- De qué se ocupa esta Agencia? - incitole José.
Tiba se encogió de hombros, como si no acertara a responder.
- De todo - dijo finalmente.- Ya te dirán... Inútil explicártelo si no lo ves...
Los dos hombres comieron durante unos minutos en silencio, el uno sumido en sus recuerdos del pasado; el otro pensando en lo que le reservaría el porvenir.
- Lo cierto es que no me adapté a la clase de vida que exigía mi trabajo en la Agencia - reanudó Tiba.- Los días pasados en la oficina fueron días de dolor. No estaba preparado para aquello. Los hay que tienen vocación de médico pero no pueden soportar la visión de la sangre. A mi me ocurrió algo parecido. El trabajo de la Agencia no era para mi y pedí la baja unas semanas mas tarde, renunciando a los derechos a una herencia que le Sr Barón debía tramitarme...
- Yo intento recuperar unos títulos de nobleza - interrumpió José.- Crees que me será fácil llegar al Sr. Barón?
- Depende - respondió Tiba.- En el inmueble de la Agencia tiene su despacho y en él se encuentran todos sus asuntos personales de trámite. Depende del servicio en que te afecten el que te se fácil o difícil entrevistarte con el Sr. Barón. Ahí donde yo fracasé puedes tú triunfar.
Hizo una pausa y prosiguió:
Salí de la Agencia, pero pronto me convencí de que me sería imposible vivir lejos del contacto de las gentes que laboran en la Sociedad. Las normas por las que se rige esta empresa parecen absurdas al tropezar por primera vez con ellas, pero cuando se han integrado en tu propia vida hasta formar parte inseparable de tu yo, entonces es todo lo demás lo que te parece falto de sentido. No habían en mi fuerzas para seguir adelante, pero tampoco las tenia para volver hacia atrás. Me encontraba en una situación muy particular y pedí a la Agencia autorización para vivir en este sótano, que se encuentra, por así decirlo, en mitad del camino que conduce a las oficinas centrales.
- Yo no concibo que se pueda hacer marcha atrás, cuando han tenido que vencerse tantas dificultades para llegar hasta aquí - polemizó José.
- Es que las dificultades aumentan en la medida que se ocupan cargos de responsabilidad. Las dificultades no cesan jamás. No son solo contratiempos materiales, sino que toda la estructura del ser se quebranta. En un principio no se nota nada de particular, pero a medida que los reglamentos penetran en tu sangre y en tus músculos, convirtiéndose en gestos y acciones, te apercibes que las cosas que antes te producían placer, ya no te lo producen. Todo sería perfecto si tales cosas te fueran indiferentes, pero no lo son. Te sientes extrañamente atraído hacia ellas, como promotoras de momentos de felicidad antiguos que se desearía renovar. Vives como ciudadano en un mundo, pero experimentas la nostalgia de tu anterior patria. Esa nostalgia te lleva a violar los reglamentos y a buscar los antiguos placeres, pero, a la decepción del placer no experimentado, se une la tristeza de haber quebrantado unas normas aceptadas como justas al entrar a formar parte de los servidores del Sr. Barón. Luego, la nostalgia también desaparece y queda solo la amargura de ser ya insensible a unos placeres a los que no se ha encontrado substitución.
- Sin embargo, esos placeres deben también existir dentro de la Sociedad que preside el Sr. Barón - objetó José.
- Si, seguro que existen - convino Tiba.- Pero por lo inhabitual de las normas y de los mismos negocios en que el Sr. Barón se ocupa, entrar a formar parte de la sociedad equivale a un segundo nacimiento. Y si tardamos veinte años en abrir plenamente los ojos sobre los placeres del mundo que es ajeno a la empresa, bastante mas tardaremos en abrirlos en ese universo de las oficinas y las dependencias, ya que en el mundo común a todos, tenemos padres y amigos que nos inician a esos placeres. En cambio en la empresa del Sr. Barón, es uno mismo el que tiene que ir descubriendo el complicado engranaje y extraer el placer. Mi experiencia me autoriza a decirte que, por lo menos en los primeros tiempos de servir en la Agencia, uno se encuentra solo, radicalmente solo.
José siguió con extrema atención las explicaciones de Tiba, pero no le convencieron. Tiba era sin duda un sensitivo; su aspecto y su gusto por el vagabundaje lo acreditaban.
Por el contrario José era de temperamento racional. En la empresa en que estaba empeñado, era el fin perseguido quien le dictaba la conducta a seguir en las distintas etapas. Con frecuencia sus sentidos y sus emociones eran los causantes de errores en su conducta, en virtud de los cuales se veía proyectado lejos del camino que conducía a la meta; pero una vez reconocido el error, su intelecto dominaba la situación y apartaba de su corazón los sentimientos culpables de haberle llevado a una falsa pista.
- Si, debe ser difícil - comentó para Tiba.- Pero entrenado a vivir en la dificultad, siendo las complicaciones mi medio ambiente natural, lo superaré todo con tal de recuperar mis papeles de nobleza.
- Si tal es tu estado de espíritu al llegar a este refugio; tras los tres días de peregrinación por el campo, no dudo que lograrás la entrevista con el Sr. Barón y que los papeles de nobleza serán tuyos.
Con estas palabras de Tiba se cerró la conversación. José, relajando todos sus músculos después de tres días de lucha, se entregó al sueño.
Tiba inspeccionó el estado de la ropa y preparóse también para dormir. Contemplando a su compañero con los ojos cerrados antes de apagar las velas, susurró:
- Este es de los que llega. Ahora ya nada le detendrá.
Kabaleb
Pasaron unos días sin que José tomara una determinación. Hubiera deseado un consejo, una ayuda, pero si bien todo el mundo estaba dispuesto a aconsejarle de cocinas para adentro, en lo tocante al Sr. Barón, la prudencia era de rigor.
Por otra parte, las circunstancias parecían confabularse para decidirlo a quedarse. Sus ayudantes daban un rendimiento inesperado, de tal modo que al cocinero le era dificilísimo encontrar pretextos para maltratar a José. En un mundo donde todos andaban a porrazo limpio, José era una excepción. En su mostrador, el ejemplo había cundido y ya casi nadie se pegaba. José era venerado y querido tanto por sus ayudantes como por sus superiores y al azar de los mostradores, su nombre era a menudo citado en ejemplo...
Este éxito, que a otros hubiera halagado, era para él motivo de temor. Temía crearse lazos, afecciones, que inevitablemente harían interferencia en su deseo de buscar la maleta.
Desde el día en que fuera desposeído de sus títulos, José solo había querido a las gentes que podían ayudarle en el camino de la recuperación. Con ellos había realizado una parte de la marcha, para abandonarlos después en las encrucijadas, siempre con proa firme hacia su meta. Si ahora empezaba a amar a gentes que no marchaban al ritmo de él, ya podía ir cambiando de ideales, porque no llegaría jamás.
Sin embargo, José se había humanizado enormemente en el transcurso de su cruzada y pensaba que no dejaba de ser hermoso sacrificar un tiempo a sus camaradas de empresa. Pero, ¿qué decirles, qué aportarles que no tuvieran ya? ¿Acaso no sería mas bello que siguiera adelante, para regresar después pidiéndoles informar de lo que había visto y aprendido mas allá de las dependencias, en los terrenos inexplorados que se extendían hacia el oeste?
Una madrugada, al despertar, se encontró madurada su decisión. Se levantó con sigilo para no despertar a sus ayudantes que dormían en el suelo y abandono la habitación de puntillas.
A pesar de la discreción, el más joven de sus asistentes apercibió la fuga y lanzose en persecución de su jefe.
José se hallaba ya en pleno campo cuando su subordinado lo alcanzó.
- Te he visto salir y vengo a pedirte que no nos abandones - le dijo agarrándose a su brazo con decisión.
- No es mi propósito abandonaros, muchacho - aseguró José con ternura.- Pretendo tan solo llegar a aquella cumbre - añadió señalándola.- Probablemente antes del mediodía estaré de regreso en la dependencia.
- No - negó el ayudante con resolución.- Si alcanzas la cumbre, sabemos que ya no volverás.
El joven servidor continuaba expresándose en nombre de los demás ayudantes.
- ¿Por qué dices eso, muchacho? inquirió José con cierta intranquilidad.
- Un compañero nos lo ha dicho - explicó sin dejar de sujetarlo.- Un día su jefe partió hacia la cumbre y no han vuelto a verle mas. Algo muy malo debe ocurrir en esa cumbre.
José no pudo menos que sonreír al darse cuenta de que el muchacho pretendía protegerle de una desgracia.
- Óyeme, chico... ¿Cómo te llamas?
- Silfo, señor
- Escúchame Silfo... - José se interrumpió al reflexionar sobre el hecho de que había sido por unos días el jefe de aquel muchacho sin conocer siquiera su nombre, y una oleada de gratitud le invadió al pensar que debía a Silfo y a sus tres compañeros el haber obtenido el puesto de jefe de compras, que le daba mando y honor en las dependencias.
- Escúchame - repitió José acariciando los cabellos de su servidor.- Si el jefe de tu amigo no se le ha vuelto a ver, no es porque le haya sucedido nada malo, sino algo muy bueno...
El muchacho pareció desconcertado.
- Este es el camino que conduce a la mansión del señor que servimos - prosiguió el noble.- Nada malo puede ocurrir siguiendo esta ruta.
- ¿Por qué no ha vuelto pues el jefe de nuestro amigo? - interrogó Silfo.- ¿Acaso el Sr. Barón no permite que los servidores que van a visitarle regresen a su punto de partida?
- Es seguro que el Sr. Barón desea aproximarse de sus servidores tanto como nosotros deseamos acercarnos a él. Tener las dependencias tan alejadas no debe ser nada cómodo. Pero los reglamentos, que en otro tiempo han tenido sin duda su utilidad, nos paralizan ahora y nos impiden llevar a cabo la acción necesaria para ese acercamiento.
Silfo continuaba agarrándole del brazo, sin comprender muy bien los móviles de su jefe.
- Mira, Silfo - prosiguió José.- Asuntos personales me empujan hacia la Residencia del Sr. Barón, pero puedes estar seguro que el ayudaros es también una preocupación personal. Cuanto mas cerca esté de nuestro señor, mas eficaz ayuda podré prestaros. Regresa a las dependencias y diles a tus amigos esto que te he dicho. Si no regreso, es que habré encontrado la casa del Sr. Barón y allí estaré laborando para el bien de todos.
Silfo pareció comprender.
- Rogaremos a ti todas las noches para que no nos olvides - dijo.
- Lo creado, creado está. Aquella noche en la muralla exterior contraje con vosotros una deuda y no me iré de este mundo sin pagarla.
Silfo lo dejó partir. José le acarició el cabello y el muchacho lo miró rígidamente para contener el llanto.
Pronto la exuberancia de las cosechas cortó todo contacto visual entre el noble y su ayudante.
José tenía conciencia de haber emprendido un camino largo y difícil. La principal dificultad consistía en la exasperación, la irritabilidad, que acababan por dominar el ánimo al venir obligado a seguir caminos tortuosos, avanzando en líneas quebradizas, que hacían dificultosa la progresión.
El hombre tuvo ciertamente la idea de avanzar a campo a través sin preocuparse de estropear los sembrados. Sin duda esa idea volvería a él en el curso del camino, cuando las dificultades arreciaran. José sabía que debía combatirla con todas sus fuerzas. Bastantes contratiempos había sufrido a causa de su habilidad en resolver las situaciones para que continuara haciendo uso de las facilidades. Aquel camino, por momentos inusualmente estrecho, adquiría en su espíritu proporciones de ley y los campos sembrados eran el hacho terreno de las infracciones. Bien pudiera ser que nada le ocurriera si marchase por los cultivos, pero si surgía de improviso el servidor-responsable y elevaba un proceso verbal, ¿cómo presentarse luego ante le Sr. Barón con peticiones si era acusado de andar sin miramientos sobre sus sembrados, con menosprecio del camino? No, por grande que fuera la tentación, por inmensas que fueran las posibilidades de impunidad, José se mantendría en el camino. Además, si pisaba los sembrados, sus huellas serían registradas, sin lugar a dudas, por los radares de la Agencia.
Al cabo de varias horas de marcha, José se echó al borde del sendero para descansar. Se encontraba ahora en un desnivel, entre dos campos elevados que cubrían por completo la línea del horizonte. Imposible saber si estaba cerca o lejos de la cumbre.
El hombre apercibiose de su excelente estado de ánimo. Tumbado en la cuneta, oyendo el transcurrir de un riachuelo que daba frescura al paisaje, experimentaba una agradable sensación de libertad y sentía trepar a su garganta canciones de su infancia, que le recordaban los campos fecundos de su país. No tenía prisa y durante un momento entretuvo su pensamiento proyectado en su antigua vida familiar y le pareció que un nuevo ser había nacido en él con la madurez y el advenimiento en el mundo de los problemas sociales.
Saciado de recuerdos silvestres, José prosiguió la marcha. Había cambiado tan frecuentemente de dirección, los caminos emprendidos eran de tal modo sinuosos, que le resultaba ya muy difícil determinar si la dirección seguida era buena o mala. De vez en cuando aparecía ante sus ojos la línea de la cumbre, pero la distancia que lo separaba de ella no le permitía apreciar con precisión se aproximaba o no.
Sin embargo, su sorpresa fue total cuando se encontró, tras horas de marcha, a pocos metros del lugar donde tuviera la conversación con su servidor Silfo. Imperceptiblemente había girado en redondo, hasta alcanzar el punto de partida. ¿Qué hacer? El sol se hallaba casi en el cenit. El mediodía debía estar próximo. El calor y el apetito le aconsejaban fuertemente regresar a las dependencias y dejar la empresa para otro día.
- Otro día es el fracaso - se dijo José.- Y no solamente el mío personal, sino el que pueda procrear mi ejemplo. Si regreso a las dependencias, mi fallo servirá para reforzar la teoría de los inmovilistas y para cortar las alas a los que, como Nico, desean volar. Es preciso que recomience de nuevo. Primero andaré a través de los campos antes que volver hacia atrás.
Sostenido por la fuerza de ese razonamiento, José emprendió un nuevo camino. Lo que debía hacer era estar atento a las orientaciones del camino, en lugar de dejarse conducir con la mente ocupada en la evocación el pasado.
La peregrinación a través de los campos recomenzó, agravada por el calor, la fatiga y el hambre, que surgía del fondo del estómago, amenazador. Afortunadamente, no era la primera vez que José tenía tratos con el hambre y sabía que desaparecería pasada la hora habitual de la comida. Por largo que fuera el camino, por la noche habría dado ya con la Residencia o bien su inexistencia quedaría demostrada. Se trataba tan solo de resistir media jornada de esfuerzo intenso y descansar después.
Este era el pensamiento de José, pero una vez mas sus previsiones pecaron de optimistas. Un primer fracaso no debía significar automáticamente que le segundo intento triunfara y así, a lo largo de la tarde, el noble anduvo bordeando los campos sin que lograra aproximarse de forma sensible de la cumbre de la prominencia.
Desesperaba ya de alcanzarla, cuando hacia la puesta del sol dio con un camino que apuntaba directo hacia la cima. Con energía hecha de esperanza, el peregrino emprendió el sendero. Esta vez no debía salir defraudado. Cuando el crepúsculo apareció en el horizonte este, José llegaba a la altura que dominaba los campos.
Una explanada inmensa se extendía ante sus ojos. La reverberación solar le indicaba la dirección oeste, donde debía encontrarse emplazada la Residencia. José proyectó su mirada hacia aquel horizonte. No se distinguía otra cosa que campos de diferentes colores, decorados con un sentido exquisito del arte.
Pero, confundida con la luz gris del horizonte, se alzaba una arboleda. Árboles gigantes, de generosa exuberancia, cambiaban radicalmente el tono del paisaje. Lo primero que se le ocurrió a José fue que aquellos árboles no habían crecido espontáneamente. Su disposición en cuadro no permitía equivocarse. Habían sido plantados con algún fin. Eran demasiado altos por ser árboles frutales. No. Los árboles estaban allí para hacer sombra, no había duda, y, en aquel lugar, ¿a qué otra cosa podía hacer sombra que no fuera la Residencia?
Aquella constatación, llevada a cabo con una lógica implacable, decepcionó a José. Era preciso confesarlo, se había forjado la idea de que la Residencia no existía y le decepcionaba tener que admitir de nuevo su realidad.
Entonces las observaciones de Nico resultaban falsas. Los cocineros, lavaplatos y equipos de compras, realizaban un trabajo útil... Las comisiones eran auténticas... ¿Qué hacer? ¿Cómo presentarse al Sr. Barón diciéndole que lo único que le había atraído a su servicio era el deseo de recuperar la maleta y no de servir?
Entre esas dudas, José hizo nuevas constataciones que le confirmaron la existencia de la Residencia. En efecto, a lo lejos, en dirección sur, se encontraba el campo de aviación, de donde despegaban constantemente los aviones dedicados a las compras. Aquel debía ser el puerto de llegada a la Residencia. Allí debían desembarcar las comisiones.
José se sentó en aquella cima para reflexionar. Si regresaba a las dependencias, ¿qué podría decirles a sus compañeros? ¿Qué había visto unos árboles y el campo de aviación? Imaginaba la cara de decepción que pondrían todos al escucharle. No. Era preciso seguir y aportarles en todo caso datos concretos sobre la existencia de la Residencia, su organización, sus reglamentos interiores, lo que piensan y dicen los servidores del interior.
Tomada la decisión de seguir adelante, José hizo un descubrimiento que lo llenó de júbilo. Ocupado en explorar el horizonte, le había pasado desapercibida la existencia de un camino, casi una carretera, que avanzaba en línea recta hacia el lugar en que se encontraban los árboles, cruzando la campiña de este a oeste. Su meta se veía lejana, pero aquel camino le permitía no perderse. Comería cualquier hortaliza y caminaría de noche, eliminando así la fatiga del calor. ¡Un camino! ¡Era para volverse loco de júbilo! ¡Un camino!
Así la noche fue cayendo sobre el dominio del Sr. Barón. Toda actividad ceso en el campo de aviación próximo y solo José continuaba despierto, en el camino, lanzado hacia su objetivo grandioso. Pronto la noche cubrió todo con sus sombras y sus sonoridades y empezó su vida un mundo que el noble José había hasta entonces ignorado.
Lechuzas y búhos iniciaron su cósmica serenata, instrumentada con el pioteo de los pájaros nocturnos, las ranas, los grillos y las cucarachas. Hubo un momento en que los alaridos en dos tiempos de los búhos, le parecía al peregrino que clamaban tétricamente Jo - sé, Jo - sé y que todo un universo de búhos diseminado por el espacio respondía Jo - sé, Jo - sé. Luego las ranas y los grillos y los tábanos repetían en distintas voces Jo-sé, Jo - sé, Jo - sé, Jo - sé, Jo - sé, Jo - sé.
José andaba imperturbable por la carretera desierta, sin conciencia del tiempo ni de la fatiga. Sin darse cuenta, imitaba los distintos cantos de las aves nocturnas y, sincronizado con el ritmo de sus pasos iba repitiendo Jo - sé, Jo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé. Obsesionado por aquel ritmo monótono, por su nombre extrañamente repetido, por la noche, por la soledad, el noble sintió que su personalidad se transmutaba en la de un búho y allí en el campo, con los demás búhos, ejecutaba una danza ritual al compás de una música, cuyas palabras repetían hasta lo inverosímil Joo - sé, Joo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé... Desde su altura de búho, José vio dos piernas que avanzaban resueltas por la carretera. Dos piernas que andaban a un paso militar, imperturbables, fatales, sin que nada ni nadie pudiera detenerlas. Y todo el paisaje a coro: los árboles, las piedras, los cepos, el trigo en rama, atronaban el espacio clamando: Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé, Jooo - sé... y sus ecos se perdían en los confines del mundo, en el limite del universo, en las puertas del caos.
Cuando la conciencia volvió a centrarse en el cuerpo en marcha de José, le habría sido imposible al noble calcular el tiempo transcurrido. La capa de oscuridad que cubría el cielo parecía tenue, síntoma de un no lejano amanecer.
De pronto, un peso enorme se había cernido sobre su cuerpo. Sus músculos parecían de plomo y sus piernas eran incapaces de soportar la densidad del cuerpo. José salió de la carretera y se dejó caer sobre un campo de trigo espigado. Nunca cama le pareciera más mullida que la ofrecida por aquellas espigas. Nunca sueño le pareciera más maravilloso, más excelso y reparador.
Si largo y sostenido fue su esfuerzo de la víspera, extenso y profundo fue también su sueño. Se le despertó el hambre, que surgía ahora avasallador. Antes de formular pensamiento alguno, todo su cuerpo lanzose en busca de alimento. Las espigas de trigo que le sirvieron de cuna saciaron esta nueva necesidad. Los granos el trigo descubrieron a su paladar un sabor exquisito y pocas espigas bastaron para darle la sensación precisa de plenitud interior.
Solo entonces José pudo volver a pensar. En su espíritu había conservado la impresión de haber andado mucho la víspera, tanto que temió por un momento haber sobrepasado la Residencia sin darse cuenta de ello. Lo primero que cabía hacer era orientarse.
José se levantó para reconocer el terreno. El núcleo de árboles había desaparecido de su alcance visual. Sin embargo, esa constatación no era alarmante, puesto que los árboles habían sido observados desde una prominencia. Nada extraño que al descender en terreno llano el campo visual se viera sensiblemente reducido. Pero José hizo otra constatación mucho más desconcertante. Por la altura del sol, debían ser las cuatro o las cinco de la tarde y el astro se encontraba mucho más al sur del puesto teórico en que debía hallarse si José hubiese seguido el camino Este-Oeste. Después de unos minutos de reflexión, José concluyó que, o bien el sol se había desviado de su ruta habitual, lo cual era poco probable, o él había seguido un camino orientado hacia el norte.
- Entonces la carretera seguida no era recta - se dijo.- Y no obstante lo parecía... Y si no conduce a la Residencia, ¿dónde demonios puede conducir?
La solución de este problema era lo de menos. Lo cierto era que si la Residencia se encontraba al Oeste de las dependencias en que había laborado, era preciso buscarla al sur de aquel lugar.
- ¡Como he podido ser tan imbécil! - Se increpó José.- La experiencia adquirida en esta empresa debía haberme hecho comprender que la Residencia no podía encontrarse jamás al final de un camino recto. como pude cometer la ingenuidad de creer que un camino fácil y recto me llevaría a un lugar que valiera la pena? Imbécil! Imbécil!.
José sentía deseos de abofetearse.
Emprendió de nuevo el camino que bordeaba dos campos de cultivos distintos y trató de orientarse ligeramente hacia el sur. La empresa era difícil, ignorando donde se encontraba la meta, pero no tenia mas alternativa que intentarlo.
La noche le sorprendió de nuevo entre aquellos corredores de circunstancias. Imposible seguir adelante sin llevar una dirección definida. De obstinarse en ello corría el riesgo de pasar la noche dando vueltas en torno al mismo punto.
José se tumbo en el campo e intentó dormir. Pero su anterior sueño había sido demasiado reparador para que una nueva dormida fuera materialmente posible. Quiso distraerse pensando en su pasado, en su futuro, cuando hubiera recuperado sus títulos de nobleza, pero la noche se revelaba desesperadamente larga en relación con lo veloces que transcurrian sus pensamientos. Además, todo su cuerpo se llenaba de un hormigueo extraño, que le obligaba a cambiar de posición constantemente. Los mosquitos le picaban y sus huesos le dolían. Aquella noche fue la peor de su vida, dándole ocasión de apreciar los horrores de la inactividad, de la desocupación, de la carencia de objetivos vitales.
Lo peor fue que al amanecer, cuando era tiempo de levantarse y obrar, sintió que el sueño se apoderaba de su cuerpo, imposibilitandole de luchar contra esa sensación invasora.
Pero al filo del mediodía despertó. El calor era insoportable y José se veía obligado a detenerse con frecuencia para refrescarse la cabeza en el agua de la acequia que circundaba el campo.
No llevaría media hora de marcha, cuando llegó a un punto en que el terreno iniciaba un ligero declive. La visión que se le ofreció llenó su espíritu de paz. En efecto, no lejos de aquel lugar se encontraba la arboleda que vislumbrara unos días antes.
El ramaje de los árboles no permitía discernir lo que se ocultaba detrás, pero la sola frondosidad de aquel lugar, en medio de un campo abrasado por el sol, era una promesa de las mas bellas realizaciones.
- Gracias a Dios mi esfuerzo no ha sido vano - clamó José.- Un empujón mas y estaré en la Residencia del Sr. Barón.
El arbolado se hallaba a una media hora de marcha en línea recta, calculó José, pero siguiendo el camino sinuoso de los campos, tardaría mas en alcanzarlo. Sea lo que fuere, aquellos árboles, por su altura y su proximidad, era ya imposible perderlos de vista y constituirian para él una guía segura.
No obstante, el noble exilado no había llegado aún al final de todas sus calamidades y tras el calor intenso sufrido, la naturaleza quiso obsequiarle con el polo contrario. El cielo se cubrió rápidamente de nubarrones, que no tardaron en dejar caer una espesa cortina de agua. Pocos minutos bastaron para transformar los campos y el propio José en un inmenso charco.
Imposible protegerse de aquel diluvio. El telón de agua era tan espeso, que nada se veía a dos metros de distancia, e modo que la arboleda había desaparecido enteramente de su campo visual.
José, en mitad del torrente, no podía menos que maldecir su suerte. Precisamente ahora que se hallaba en el umbral de la Residencia, debía verse envuelto en semejante percance. Como presentarse ante el Sr. Barón en aquellas condiciones físicas? Su ropa olía el mojado y la suciedad, y se estaba calando de tal modo que tardaría varios días en secarse.
Esos elementos no tenían la virtud de hacer disminuir el aguacero. Ya no era agua sino piedras lo que caía, con tal fuerza, que José llegó a temer por su vida. En vano intentaba protegerse con el chaleco por encima de su cabeza; las piedras no cesaban de aumentar de tamaño y parecían hallar en el cuerpo de José su campo de atracción natural.
La tempestad se desencadenó por fin con todo su esplendor. Los relámpagos cortaban magistralmente el telón de agua y los truenos aportaban su nota de caos y renovación. fue allí donde José se descubrió talentos de pararrayos. Pasados los primeros instantes de indecisión, los rayos mostraron su preferencia por la figura del peregrino, yendo a describir sus curvas de fuego a pocos centímetros de su piel. El noble se echaba al suelo, tal como aprendiera a hacerlo en el campo de batalla, librando él solo contra el cosmos el mas terrible y desigual de los combates.
Pronto el barro formó en él una segunda piel, modelandolo. Cuando, pasada la angustia del combate, José pudo contemplarse en aquel estado, se dijo que solo faltaba el Dios que le diera el soplo para que la historia de Adán se repitiera.
La tormenta cedió poco a poco y el cielo acabó por mostrar una mas limpia transparencia. Los elementos reencontraron su equilibrio cuando el sol había descendido ya de la línea del horizonte. Poco tiempo le quedaba a José para proseguir su peregrinación, pero poco tiempo le era preciso para dar cima a su propósito.
En efecto, ante él, mas exuberantes y lujuriosos que nunca, después de la lluvia, se hallaban los árboles que ejercían sombra en la Residencia. José olvidó su mojadura y sus penas, extasiado en la visión serena de los árboles, majestuosos, insensibles a todas las contingencias humanas.
- Por fin he llegado! - clamó José conteniendo su júbilo.- Ya nunca mas tendré que sufrir las calamidades pasadas. La hora de entrar en posesión de mis títulos esta próxima.
Luego, reflexionando sobre sus pasados excesos de optimismo, corrigió.
- Bueno, está mas cerca que no estaba cuando servía en las dependencias.
Avanzó por el fango con grandes dificultades. Sus zapatos se hundían en el barro y cada paso exigía un esfuerzo. Con las primeras sombras de la noche, José alcanzó la arboleda. Su peregrinación había durado tres días. Parecía inimaginable que tres días de marcha a pié separarán la Residencia del Sr. Barón de las cocinas donde se elaboraban los menús.
El noble se adentró en el follaje. Pronto se dio cuenta de que, mas que una arboleda, aquello era una verdadera selva inexplorada. Debía darse prisa en encontrar el camino del edificio antes de que la noche lo sorprendiera, ya que le sería imposible dormir con la doble humedad de la tierra y de su propia piel.
Atravesó los primeros arbustos con energía de explorador, pero cuando mas avanzaba mas inextrincable y tupida parecía la selva. La luz del día disminuía progresivamente y una oleada de sudor frío invadió a José, al tiempo que una terrible duda: Y si los árboles hubiesen sido plantados para atraer la lluvia y no para dar sombra a la Residencia? Sabido era de todos los familiarizados con los problemas agrícolas, que los árboles atraían la lluvia, indispensable para la fecundidad de las cosechas. En la campiña del Sr Barón los árboles escaseaban y bien pudiera ser que se hubiese establecido un cuadro de selva en el centro de aquella inmensa planicie, en vistas al regadío.
Si se había equivocado, una cosa era cierta: que aquel sería el último error de su vida. José no se sentía con fuerzas para avanzar un paso mas y si allí no estaba la Residencia, sus huesos servirían de abono a los campos solitarios del intangible señor Barón.
Apenas formulado ese juicio pesimista, la naturaleza, como si pretendiera dar alientos a José, disminuyó su follaje y ofreciole una suerte de camino silvestre que lo condujo a un claro del bosque, un cuadrado suficientemente grande para contener una casa.
El noble comprendió que aquel era el centro de la arboleda. Si allí no estaba la Residencia, era inútil buscarla por otro lado y , ciertamente, allí no estaba.
Sin embargo, aproximándose mas hacia el centro, José apercibiose que en el suelo surgían los cimientos de una casa en edificación. El musgo y la hierba recubrían casi por completo las paredes salientes, prueba de que la obra había sido abandonada hacía mucho tiempo.
Entregado a esas constataciones, no se dio cuenta de que un hombre, portador de una linterna, ascendía por una escalera provinente del sótano.
- Quién va por aquí? Ah del peregrino! - exclamó.
José volvióse hacia el lugar en que había sonado la voz. Era un vagabundo el que se hallaba frente a él, iluminando su rostro con la linterna. Sus andrajos y su barba mal pulida lo clasificaban como tipo social.
- Qué buscas por aquí a estas horas? - inquirió el extraño.
- Iba buscando la Residencia del Sr. Barón - respondió José.
El vagabundo lo enfocó de pies a cabeza con su linterna y dijo:
- Entonces has llegado a tu destino. Aquí es la Residencia.
Y como viera que José escrutara los alrededores con incredulidad, añadió:
- O mas bien aquí será - y con un gesto señaló el lugar en que se encontraban.
Al ver que el recién llegado no salía de su perplejidad, el vagabundo inquirió:
- Te has mojado, eh?
- Si - asintió el noble en plena confusión.
- Tu debes ser José, no?
Esta pregunta acabo de desconcertar al peregrino.
- Como sabes mi nombre? - inquirió a su vez.
- Está en la lista que me trajo hace ya tiempo e correo de la Agencia - respondió el vagabundo con naturalidad.
- Entonces en la Agencia ya sabían que emprendería el camino - quiso hacerse precisar José.
- Claro. La Agencia se ocupa precisamente de ese género de cuestiones - aclaró el extraño.
José se indignó al sentirse de nuevo juguete de las gentes de aquella empresa que obraban de modo tan singular; con tanto menosprecio de la personalidad.
- Y tu quién eres? - demandó al extraño, casi agresivamente.
- Me llaman el conserje Tiba - informó el vagabundo.- Pero en realidad no soy conserje de nada y estoy aquí porque me place. Tengo carnet de la Agencia autorizandome.
Se interrumpió de pronto, sin duda al darse cuenta de que lo que iba a contar era demasiado largo, y con cierta amabilidad en el tono ofreció:
- Por qué no entramos para hablar mas cómodamente? En el sótano podré responderte cuantas preguntas quieras hacerme.
José déjose convencer. Comprendía que aquel hombre no tenía la culpa de sus desgracias y se arrepintió de haberse dirigido a él duramente, tomándolo como instrumento de su mal humor.
El sótano estaba compuesto de varias habitaciones, algunas enteramente terminadas y otras sin asfaltar. En una de ellas Tiba había edificado su morada, precisamente en el departamento en que se hallaba la caldera de calefacción.
- Siéntate aquí - ofreció Tiba, señalando su camastro.- Encenderé fuego para secar tus ropas. Quitatelas entretanto y ponte lo que encuentres por ahí.
José obedeció sin replicar.
- Bueno, espero a que me preguntes algo - prosiguió el vagabundo al cabo de un rato de silencio, mientras partía leña para la estufa.- A fuerza de responder a las mismas preguntas, me sé la lección como un cicerone.
- Estoy desconcertado - confesó José, reposando en su cama.- No sé por donde empezar, ni si vale la pena buscar la respuesta. He llegado hasta aquí porque estaba persuadido de la inexistencia de la mansión del Sr. Barón. Ese convencimiento me llegó por vías de la razón y de la lógica mas objetiva. En consecuencia, me puse en camino y de lo alto de la explanada divisé la arboleda y el campo de aviación próximo. Por deducción lógica reconocí que los árboles no habían crecido espontaneamente, sino que habían sido plantados. Inmediatamente me pregunté que con qué objeto? No cabía otra respuesta: dar sombra a la Residencia del Sr. Barón. Llego aquí, tras infinitas penalidades, para encontrarme solo con los cimientos.
El tono con que fueron pronunciadas las últimas palabras traducían el desaliento de José.
- Poco mas o menos las mismas palabras he oído de boca de todos los peregrinos - replicó Tiba con filosofía.- El error consiste en juzgar la existencia de las cosas en función de nuestra propia existencia, o simplemente de la labor que ocupa nuestras horas. Cuando empezais a servir en las dependencias, os decís: Puesto que elaboramos diariamente los mas exquisitos manjares, puesto que se consume una fortuna en prepararlos, es lógico que paladares muy delicados los gusten. La existencia del Sr. Barón, su existencia aquí, en lo inmediato quiero decir, no se pone en duda porque él es la fuerza que centraliza todas esas comisiones que diariamente se anuncian por los micrófonos.
Tiba hizo una pausa para encender la caldera y prosiguió:
- Luego, al constatar que la cita tan esperada con el Sr. Barón no viene nunca, al ver que la gente se muere y desaparece sin ser llamada, se empieza a dudar de la proximidad del Sr. Barón y de la existencia de la Residencia. La lógica se desplaza de lo general a lo particular; ya no se tiene en cuenta el hecho de que miles de individuos trabajen para un patrón; lo importante es que no se nos manifiesta. La razón trabaja para crear una lógica y todos los detalles le sirven para forjarse esa creencia. Viene así el momento de la partida. Se abandonan las dependencias con la seguridad de que la Residencia no existe, y sin embargo, cuantas cosas arreglaría su existencia! El deseo sobconsciente de que la Residencia esté ahí, hace que la simple visión de unos árboles rodeados de tierra de cultivo, sirva para convencernos de nuevo de que todo ha sido un mal entendido, un momento de duda y de que la meta está próxima.
José escuchaba sin despegar los labios.
- Ah! Si pudiéramos romper esa lógica materialista que quiere que un acto sea necesariamente el complemento de otro acto, que si yo hago comida es, fatalmente, para que tú te la comas... Si pudiéramos romper esa lógica, cuantos errores se evitarían! - exclamose Tiba.
Al observar que José iniciaba un gesto de protesta, el vagabundo se precipitó a decir:
- Ya sé, ya sé que en un cierto mundo esa es moneda corriente y normal y que la costumbre ha dado a ese estado de cosas categoría de ley. Pero en la Sociedad que preside el Sr. Barón la mecánica de los actos es otra. Algunos han comprendido hasta cierto punto esta nueva orientación y se dicen: Si estamos en las cocinas es para perfeccionarnos y hacernos aptos para servir realmente al Sr. Barón. Los que así piensan no ponen en duda la existencia de la Residencia. Creen solamente que aún no sirven, pero que un día lo harán realmente como cocineros, lavaplatos o encargados de compras, por supuesto. LO que escapa a su comprensión es que esa perfección es menos física que caractereológica. Se trata, sobretodo, de adquirir un dominio sobre si mismo. A los individuos así preparados la Sociedad puede emplearlos después como motoristas, agentes de difusión, secretarios generales, inspectores o vete a saber. La experiencia de una profesión se adquiere rápidamente; lo importante, lo difícil, es adquirir un dominio sobre si mismo y para conquistarlo, que se emplee una cocina o un taller de mecánica, es puro detalle de sistema y no tiene nada que ver con el fin perseguido.
José escuchó sin decir palabra la exposición teórica de Tiba. Era un punto de vista interesante, pero situado en aquel terreno movedizo, tenia la misma consistencia que cien mil otros puntos de vista.
- Comprendo que debe ser así - asintió el noble.- Pero la realidad no desmiente totalmente la lógica de mis deducciones. La arboleda me ha llevado a concluir que la Residencia existía y ello es falso solo en parte, ya que aquí se encuentran sus sótanos y sus cimientos. Si la obra ha sido empezada, es forzoso creer que un día se terminará, o es que todo este trabajo ha sido hecho exclusivamente para atraer a los peregrinos?
- Otra vez caes en el error de creer que el mundo entero ha sido hecho para tí - sonrió Tiba.- Llevas poco tiempo al servicio de esta gran empresa para darte cuenta de sus características esenciales. A medida que la vayas conociendo, te apercibiras de que todo está por terminar. Unas obras están mas adelantadas que otras, pero pocas o ninguna se encuentran definitivamente rematadas. Es natural que sea así, si tenemos en cuenta que la Sociedad se halla en período de expansión. Todo sigue pues un ritmo general desprovisto de intenciones particulares. Un día, las distintas empresas controladas por la Sociedad alcanzarán su perfección, formando en conjunto un todo coherente, que se justificará a los ojos de la lógica y de la razón y al propio tiempo servirá a un fin superior, para un mas lato desarrollo de la empresa. En la actual etapa, es comprensible que ese estado de imperfección parezca a veces caótico, sobre todo teniendo en cuenta que en el lenguaje administrativo se habla siempre de la obra refiriéndola a los planos, es decir, como si ya estuviera terminada, cuando en la práctica no hace, por así decirlo, mas que empezar.
Mientras José reflexionaba, Tiba, que ya había extendido junto a la caldera la ropa mojada, empezaba a preparar la cena.
- He aquí un ejemplo de la organización de los servicios en la futura casa del Sr. Barón - observó el vagabundo.- En este sótano figura una dependencia destinada a almacén de provisiones. Pues bien, la sección de aprovisionamiento deposita regularmente la mercancía como si la Residencia estuviera terminada ya y como si se consumieran las cantidades previstas. El resultado es que como no consume nadie mas que yo, me veo obligado a echar fuera todos los días la mercancía podrida.
- Pero, y el responsable del aprovisionamiento, no se da cuenta de la incongruencia? - exclamó José.
- Para él es de una lógica aplastante. Muchas veces se lo he reprochado y siempre me contesta sibilinamente que primero fue el órgano que la función y no, como se cree comunmente, la función precede el órgano.
- Y qué quiere decir? - preguntó José.
- Vete a saber. Seguramente piensa que a fuerza de pudrirse mercancía, el equipo de albañiles acabará por decidir la edificación de la Residencia. Y no va desencaminado, ya que a menudo son esos detalles oscuros los promotores de las grandes realizaciones, son como un complemento material indispensable a toda idea para que fecunde y fructifique.
- Así, puede que la Residencia se edifique, no con el fin de que viva en ella el Sr. Barón, sino para evitar que las patatas sigan pudriendose! - arguyó José.
- Esto es. O, dicho de otro modo, las patatas podridas serán las que decidan al Sr. Barón a instalarse en su Residencia.
La comida, rociada de buen vino, transcurrió en un clima casi familiar.
- Y tú, vives aquí siempre, Tiba? - acabó por preguntar José.
En efecto, ocupado en filosofar sobre el trabajo, el vagabundo no había referido nada de su vida.
- Yo fui en otro tiempo cocinero en las dependencias este - dijo el viejo con melancolía.- Un día también partí a campo a través como has hecho tú, en busca de la Residencia,. Llegué agotado y hambriento a estos sótanos y el depósito de mercancías me salvó, entonces la vida. Tras unos días de descanso proseguí el camino y alcancé, como tú alcanzarás ahora, las dependencias del ala oeste.
José redobló su atención al oir que Tiba se refería al camino que le faltaba recorrer.
- Claro, debía encontrarme esas dependencias - reflexionó, - no había caído en ello...
- Allí me dieron un traje nuevo - prosiguió el vagabundo - y tras unos días de auténtico descanso, días inolvidables de felicidad, fuí enviado a trabajar a la Agencia.
Al llegar a este punto, Tiba vaciló, como si le diera de improviso un ataque de vértigo.
- Sería inútil que te dijera lo que allí ocurre - siguió con voz cansada.- Trabajar en la Agencia es una experiencia que nos se olvida. Hay que ver para creer...
Tiba se calló, inmovilizando su vista sobre el plato, prosiguiendo la evocación en silencio.
- De qué se ocupa esta Agencia? - incitole José.
Tiba se encogió de hombros, como si no acertara a responder.
- De todo - dijo finalmente.- Ya te dirán... Inútil explicártelo si no lo ves...
Los dos hombres comieron durante unos minutos en silencio, el uno sumido en sus recuerdos del pasado; el otro pensando en lo que le reservaría el porvenir.
- Lo cierto es que no me adapté a la clase de vida que exigía mi trabajo en la Agencia - reanudó Tiba.- Los días pasados en la oficina fueron días de dolor. No estaba preparado para aquello. Los hay que tienen vocación de médico pero no pueden soportar la visión de la sangre. A mi me ocurrió algo parecido. El trabajo de la Agencia no era para mi y pedí la baja unas semanas mas tarde, renunciando a los derechos a una herencia que le Sr Barón debía tramitarme...
- Yo intento recuperar unos títulos de nobleza - interrumpió José.- Crees que me será fácil llegar al Sr. Barón?
- Depende - respondió Tiba.- En el inmueble de la Agencia tiene su despacho y en él se encuentran todos sus asuntos personales de trámite. Depende del servicio en que te afecten el que te se fácil o difícil entrevistarte con el Sr. Barón. Ahí donde yo fracasé puedes tú triunfar.
Hizo una pausa y prosiguió:
Salí de la Agencia, pero pronto me convencí de que me sería imposible vivir lejos del contacto de las gentes que laboran en la Sociedad. Las normas por las que se rige esta empresa parecen absurdas al tropezar por primera vez con ellas, pero cuando se han integrado en tu propia vida hasta formar parte inseparable de tu yo, entonces es todo lo demás lo que te parece falto de sentido. No habían en mi fuerzas para seguir adelante, pero tampoco las tenia para volver hacia atrás. Me encontraba en una situación muy particular y pedí a la Agencia autorización para vivir en este sótano, que se encuentra, por así decirlo, en mitad del camino que conduce a las oficinas centrales.
- Yo no concibo que se pueda hacer marcha atrás, cuando han tenido que vencerse tantas dificultades para llegar hasta aquí - polemizó José.
- Es que las dificultades aumentan en la medida que se ocupan cargos de responsabilidad. Las dificultades no cesan jamás. No son solo contratiempos materiales, sino que toda la estructura del ser se quebranta. En un principio no se nota nada de particular, pero a medida que los reglamentos penetran en tu sangre y en tus músculos, convirtiéndose en gestos y acciones, te apercibes que las cosas que antes te producían placer, ya no te lo producen. Todo sería perfecto si tales cosas te fueran indiferentes, pero no lo son. Te sientes extrañamente atraído hacia ellas, como promotoras de momentos de felicidad antiguos que se desearía renovar. Vives como ciudadano en un mundo, pero experimentas la nostalgia de tu anterior patria. Esa nostalgia te lleva a violar los reglamentos y a buscar los antiguos placeres, pero, a la decepción del placer no experimentado, se une la tristeza de haber quebrantado unas normas aceptadas como justas al entrar a formar parte de los servidores del Sr. Barón. Luego, la nostalgia también desaparece y queda solo la amargura de ser ya insensible a unos placeres a los que no se ha encontrado substitución.
- Sin embargo, esos placeres deben también existir dentro de la Sociedad que preside el Sr. Barón - objetó José.
- Si, seguro que existen - convino Tiba.- Pero por lo inhabitual de las normas y de los mismos negocios en que el Sr. Barón se ocupa, entrar a formar parte de la sociedad equivale a un segundo nacimiento. Y si tardamos veinte años en abrir plenamente los ojos sobre los placeres del mundo que es ajeno a la empresa, bastante mas tardaremos en abrirlos en ese universo de las oficinas y las dependencias, ya que en el mundo común a todos, tenemos padres y amigos que nos inician a esos placeres. En cambio en la empresa del Sr. Barón, es uno mismo el que tiene que ir descubriendo el complicado engranaje y extraer el placer. Mi experiencia me autoriza a decirte que, por lo menos en los primeros tiempos de servir en la Agencia, uno se encuentra solo, radicalmente solo.
José siguió con extrema atención las explicaciones de Tiba, pero no le convencieron. Tiba era sin duda un sensitivo; su aspecto y su gusto por el vagabundaje lo acreditaban.
Por el contrario José era de temperamento racional. En la empresa en que estaba empeñado, era el fin perseguido quien le dictaba la conducta a seguir en las distintas etapas. Con frecuencia sus sentidos y sus emociones eran los causantes de errores en su conducta, en virtud de los cuales se veía proyectado lejos del camino que conducía a la meta; pero una vez reconocido el error, su intelecto dominaba la situación y apartaba de su corazón los sentimientos culpables de haberle llevado a una falsa pista.
- Si, debe ser difícil - comentó para Tiba.- Pero entrenado a vivir en la dificultad, siendo las complicaciones mi medio ambiente natural, lo superaré todo con tal de recuperar mis papeles de nobleza.
- Si tal es tu estado de espíritu al llegar a este refugio; tras los tres días de peregrinación por el campo, no dudo que lograrás la entrevista con el Sr. Barón y que los papeles de nobleza serán tuyos.
Con estas palabras de Tiba se cerró la conversación. José, relajando todos sus músculos después de tres días de lucha, se entregó al sueño.
Tiba inspeccionó el estado de la ropa y preparóse también para dormir. Contemplando a su compañero con los ojos cerrados antes de apagar las velas, susurró:
- Este es de los que llega. Ahora ya nada le detendrá.
Kabaleb