Capítulo III (1ª parte)
Llovía en el bulevar cuando José abrió los ojos en el diván del Café de la Noche. A través de las filas de sillas alineadas patas arriba encima de las mesas, José pudo contemplar el triste espectáculo de la lluvia a la luz somnolente de las siete de la mañana. Para una sensibilidad noble, como la de José, aquella era una de las visiones más depresivas de su ya larga vida de exilado.
Lo más desagradable fue darse cuenta de que no estaba solo en el café. Una mujer iba y venía del salón al lavabo transportando cubos de agua y de serrín. José se fingió dormido, a fin de evitar el diálogo en aquella hora prematura, con una mujer que seguramente no dejaría de hacerle preguntas indiscretas.
Cerró los ojos con la esperanza de reencontrar el sueño perdido, pero la carraspera persistente de la mujer de la limpieza se lo impidió. Su sensibilidad se hallaba muy alterada al percibir como la mujer se acercaba inexorablemente a la zona en la que él se encontraba dormido, limpiando el diván lo mismo que el suelo. ¿Lo despertaría acaso y le obligaría a levantarse, o renunciaría a limpiar el espacio que ocupaba el cuerpo de José?
No tardó en salir de dudas. Al llegar junto a él, la mujer de la limpieza le levantó, sin previo aviso, las piernas, como si fueran objetos inanimados y con la mano que le quedaba libre pasó por el diván el cepillo escoba a profusión. Después, sin miramientos, le alzó la cabeza y la espalda y repitió la operación, cepillando al mismo tiempo el chaleco de José, sin duda para evitar que en su contacto ensuciara la tela del diván.
José vivió sin duda el momento más humillante de su vida. Por no haber sabido manifestarse a tiempo, le pareció ridículo simular despertarse en el momento en que la fornida mujer de la limpieza le tenía en brazos para barrer su cama, y resultaba vergonzoso para su sensibilidad hacerlo después. Optó por continuar con los ojos cerrados, pero la mujer empezó el fregado del mosaico con agua y jabón, de manera que el líquido le salpicaba sus mejillas.
El suplicio duró más de una hora, hasta que finalmente la mujer se marchó, cerrando la puerta tras ella. La paz se hizo de nuevo, pero José, con la sensibilidad herida, fue incapaz de reemprender el sueño. El día estaba allí y era inútil eludirlo cerrando los ojos. Era mejor afrontar los problemas con los ojos abiertos en lugar de fabricarse una noche particular con un simple movimiento de párpados.
José se lavó y el contacto con el agua fresca despertó en él de nuevo los deseos de lucha.
Tuliferio-camarero no tardo en llegar.
- Ya está Vd. levantado? - le dijo en guisa de saludo. Y mientras preparaba un café con leche, refería a José que la muchacha del Hotel no tardaría en llegar.
- Hoy es precisamente su día de salida y le he pedido a mi novia que la acompañe hasta aquí, a fin de que pueda Vd. disponer de toda la jornada para preparar el terreno.
Tuliferio se sentó junto a José y mientras desayunaban no cesaron de hablar.
- De dónde procede la muchacha? - inquirió José.- Dígame algo de ella que me permita encontrar un punto de entrada.
- Procede del campo. Es todo lo que puedo decirle de ella, y parece que tiene un carácter muy festivo.
- El caso es saber si estaría dispuesta a sustraer mis papeles de la maleta y dármelos - comentó José.
El camarero hizo un movimiento de hombros como quien no tiene ni idea.
- Ya ha podido Vd. comprobar - dijo - la fidelidad, aún en los escalones más inferiores, de todos los empleados de la Sociedad hacia la Administración central. Lo que se trata de saber en su caso, es si logrará Vd. desviar esta fuerza prodigiosa en provecho propio. Para conseguirlo, es evidente que deberá Vd. entregarse sin reservas a la muchacha y ofrecerle, por así decirlo, una felicidad superior a la que puede procurarle la Sociedad. En todo ello hay un elemento positivo por parte de usted: el hecho que la muchacha haya entrado recientemente al servicio del Hotel,de manera que su fidelidad se encuentra en su etapa de formación y le será sin duda más fácil desviarla en beneficio suyo. Y ahora, permítame que le haga una pregunta, es decir, que provoque la pregunta que usted mismo debe hacerse: ¿hasta dónde está dispuesto a llegar con la muchacha?.
Por el embarazo de José en responder, se adivinaba que la pregunta lo pillaba de sorpresa.
- Pues no lo había pensado. Claro - añadió haciéndose rápidamente consciente de la situación - esta muchacha va a entrar en mi vida. Debo destinarle un lugar y ese lugar debe determinarse en función del sentimiento que me inspire o el servicio que me rinda.
Hizo una pausa y prosiguió:
- En todo caso, si gracias a la intervención de la muchacha recupero mis papeles, no le va a pesar el haber... digamos abusado de la confianza de la Sociedad.
Encerrándose en esa formula vaga, José bebió el primer sorbo de café, arrellanado en el diván para dar a entender que la pregunta había sido contestada.
Las muchachas no tardaron en llegar. El café no había recibido aún a su primer cliente de la jornada y la entrevista podía desarrollarse sin testigos.
José adivinó enseguida cuál de las dos muchachas le tocaría conquistar. La novia de Tuliferio-camarero, aunque de aspecto humilde, se advertía acostumbrada al vestir y comportarse de la ciudad. En cambio la otra, de cara y ojos redondos, ataviada con un sombrero de esos que suelen verse en los escaparates que anuncian saldos, era la imagen viva de una campesina. Redonda, senos abultados, con una sonrisa traviesa en los labios, era un tipo de mujer totalmente distinto al que José estaba habituado a tratar.
El camarero hizo las presentaciones. Su novia primero; después Tulita, la campesina.
José no pudo evitar un gesto de sorpresa al oir pronunciar el nombre de Tulita. Su semejanza con Tuliferio y el recuerdo de los dos Tuliferios, que tan dudoso papel habían desempeñado en los últimos tres días de su vida, le hizo sospechar súbitamente de la muchacha. Sería acaso otra enviada de la Administración para librarse con él a Dios sabe que extrañas pruebas?
Las muchachas se sentaron y poco a poco José recobró su aplomo. Bastaba observar atentamente a Tulita para darse cuenta de que era imposible que estuviera cumpliendo una misión. El movimiento de sus ojos, de sus labios, de todo su cuerpo, era espontáneo por no decir infantil. No, Tulita era la clásica campesina llegada a la ciudad para servir. Atribuirle una misión secreta era desorbitar las cosas.
El camarero desapareció tras el mostrador y su novia, después de introducir a la campesina, regresó al Hotel, de modo que José y Tulita quedaron frente a frente.
José pensó que la mejor manera de impresionar a la que debía ser su conquista, era refiriéndole alguno episodios de su vida. Y así, con acento grave, con gestos estudiados, con muecas artísticas, que acentuaban el matiz de los pasajes, inició un relato sin fin de su antigua y noble vida.
Tulita parecía escucharle con gran interés. esa sonrisa traviesa que la caracterizaba había desaparecido de sus labios y sus grandes ojos redondos se habían casi inmovilizado. Pero a medida que le relato del noble José proseguía, Tulita, con las manos debajo de la mesa, invisibles para José, empezó a jugar con su bolso, sin abandonar por ello su aparente seriedad y su reverente atención. Poco a poco José se sintió interesado por la actividad de las manos de Tulita. ¿Qué estaría haciendo? Tal vez quisiera sacar el pañuelo para mocarse y no lo hiciera por temor a interrumpir el relato. Consciente de esas necesidades, José cortó su evocación para beber un sorbo de café, pero la muchacha, como si ambas cosas se coordinaran, cesó también de hurgar en su bolso. Apenas José hubo reemprendido el relato, la actividad de las manos de Tulita recomenzó.
José empezaba a perder conciencia de lo que estaba diciendo, intrigado por los manejos de Tulita y por momentos cesaba de contar, cesando automáticamente de hurgar los dedos de Tulita, quien miraba a José en los ojos con inocencia, y parecía concentrada.
El juego duró varios minutos. De forma inconsciente, José había adoptado la misma postura que Tulita, con las manos debajo de la mesa, mientras seguía contando su noble vida. De pronto, sintió que la muchacha introducía entre sus dedos un cilindro de papel. José creyó que le daba un cigarrillo, pero cual fue su sorpresa cuando, sin darle tiempo a retirar la mano de debajo de la mesa, una fuerte explosión le sacudió.
José dió un salto hacia atrás, que le hizo perder el equilibrio y caerse de la silla, mientras Tulita reía, con las mejillas enrojecidas, señalando al noble José, que yacía en el suelo. Entonces se dio cuenta de lo que había ocurrido. Lo que él creyó un cigarrillo, era un petardo, cuya mecha Tulita encendió con un mechero. Durante el tiempo en que Tulita parecía escuchar el relato de la vida de José con gran atención, lo que hacía en realidad era buscar el petardo en su bolso para hacerle a José una broma.
José era poco sensible a este humor desconcertante y estaba a punto de abandonar la pista por impracticable, cuando Tuliferio, ayudándole a levantarse, le susurró al oído:
- Paciencia. No olvide que es una campesina con costumbres que no son las nuestras. Y en el fondo tiene un corazón de oro, se lo aseguro.
Se sentó de nuevo ante Tulita, que continuaba riendo como una loca.
- Perdóneme - dijo, entrecortada por la risa.- Disfruto tanto cuando tengo ocasión de tirar un petardo en el momento que la gente menos se lo espera...
- Me ha sorprendido, pero me ha hecho gracia - aseguró José, y ambos se rieron.
José había cambiado de táctica. No podía pretenderse conquistar una campesina con el relato de su vida noble, cortada de cuajo por la revolución. Tenía que adoptar métodos campesinos si pretendía interesar a Tulita en el asunto de la maleta y presentarle la cosa como un negocio.
José se levantó y dijo:
- Vamos, Tulita - y cuando la muchacha se hubo levantado, como para apresurarla a salir, le dió una palmada lenta en las nalgas, tal como viera hacer antaño, siendo niño, a los campesinos al servicio de su padre. La muchacha reaccionó festivamente, dándole un cachete en la mano, al tiempo que le lanzaba un "tonto" muy familiar. Tuliferio, detrás del mostrador, guiñó el ojo a José, dándole a entender que aquel era el buen camino.
Estuvieron todo el día vagando por la ciudad. Por la tarde salieron a las afueras y dieron largos paseos por las alamedas y la orilla del río. Tulita resultaba a un tiempo una mujer fácil y difícil de contentar. Cuando José le preguntaba "Dónde quieres que te lleve?", Tulita le miraba con sus inmensos ojos redondos y encogiendose de hombros, respondía: "No se".
José intentó cien veces iniciar una conversación, pero Tulita, cuando más absorbida parecía en sus palabras, formulaba una pregunta cualquiera que daba a entender a José que no había retenido nada de lo que estaba penetrando por sus tímpanos.
Al mediar la tarde, José buscó la manera de poder referir a Tulita la historia detallada de la maleta.
- ¿Sabías que estuve alojado en el Hotel de Extranjeros?
- No sabía - respondió Tulita con un total desinterés.
- ¿No te han explicado como penetré una noche en el Hotel con la ayuda de la escalera de los bomberos para buscar mi maleta?
- No sé nada de eso - prosiguió la muchacha en el mismo tono indiferente. Y añadió: - Oye, ¿a que no sabes hacer ésto...?
Ante los ojos atónitos de José, Tulita se puso a correr sobre le césped y unos metros más allá dió una voltereta sin tocar con las manos en el suelo. Ver dar un salto de estas características a un cuerpo redondo y carnoso como el de Tulita es uno de los espectáculos más cómicos y grotescos que puede ofrecernos la vida, pero cuando es la propia pareja la que se libra a tales excesos, coge tonos de tragicomedia.
Apenas tuvo tiempo de decir nada cuando unos niños, llegados como una aparición para presenciar el espectáculo, pedían a Tulita con gritos y palmadas una nueva exhibición.
Tulita cruzó las manos por encima de su cabeza, a manera de saludo y ejecuto sobre el césped la más absurda gama de cabriolas que un ser humano tiene la posibilidad de realizar.
Los niños aplaudían frenéticamente y, creyéndoles sin duda artistas de circo, estimulaban a José para que mostrara sus habilidades. Pero el noble exilado, excedido en su fino sentido de la medida, conminaba a Tulita para que cesara en su loco empeño.
- Basta, basta, Tulita - clamaba.- Estamos dando un espectáculo.
- Pero quieren divertirse - oponía ella entre voltereta y voltereta.- Déjanos divertirnos, aguafiestas.
José optó por sentarse en un banco, esperando a que Tulita hubiera terminado de jolgorear a los chiquillos. Sentado y en desacuerdo con su circunstancia, José meditó y en el centro de sus pensamientos, se encontraba, inamovible, la maleta, y más concretamente los papeles que probaban su nobleza, encerrados en aquella vieja maleta depositada ahora en el sótano del Hotel. Más allá, en el césped, se encontraba su instrumento, su camino, el más directo que la vida le ofrecía en aquel momento, entregado a extrañas cabriolas que herían su sensibilidad. Pero de esa herramienta dependía el futuro de su vida. Todo dependía de la habilidad de José en manipularlas. Aquel primer día fue más bien decepcionante, pero nada estaba perdido y con la caída del crepúsculo podía producirse un cambio que orientara las cosas hacía un ángulo definitivamente favorable a los propósitos de José.
Un poco más tarde, Tulita, jadeante y sofocada, fue a sentarse junto a José. La luz del día se iba apagando por encima de las copas de lo árboles y en la alameda, las parejas de novios, a medida que la luz se extinguía, se estrechaban más y más, como si las sombras llevaran consigo una fuerza de gravedad que los atrajera, el uno hacia el otro.
Aunque José no era un hombre hábil en esa clase de experiencias, el ejemplo de los enamorados ocultos en los troncos de los árboles le sugirió la idea de que tal vez aquel fuera el lenguaje que Tulita comprendiera y a través del cual pudieran llegar a un terreno de comprensión.
Se arrimó discretamente a ella, que jadeaba aún de cansancio y pasando su brazo alrededor de su cuello, le dijo muy tiernamente:
- Estás cansada, Tulita?
- Si - respondió ella mirándole con su ojos redondos.- Los niños me han agotado.
José atrajo la cabeza de su amiga hacia su hombro y con la mano que le rodeaba el cuello empezó a manipular. Pero en la postura en que se encontraba, sus brazos resultaban cortos para alcanzar la esfera del seno de Tulita, que era el primer objetivo que se había impuesto. Contra lo que era de esperar, la muchacha se dió cuenta de esa dificultad técnica y dejó resbalar su cuerpo en el banco, de manera que José pudiera proseguir su tarea sin ninguna dificultad.
José reventaba de júbilo al apercibirse de que Tulita respondía positivamente y mientras acariciaba el enorme seno de la muchacha, se veía ya con los papeles en la mano, en el momento solemne en que todos sus derechos eran reconocidos.
Después de un tiempo de sospesar, medir, aplastar y hacer todo lo que una mano diestra puede realizar con un seno normalmente constituido, José pasó a la segunda fase que consistía en besar los labios de Tulita, mientras sus manos tenían acceso a otras partes recatadas de su cuerpo. Pero cometió el error de atraerse a la muchacha hacia si, en lugar de ser él quien se desplazara al encuentro de los labios de ella, y ocurrió que tras el primer contacto, Tulita fue presa de una tal fiebre pasional, que en un impulso incontenible se abalanzó contra José, dejándole tendido de medio cuerpo en el banco.
José tenía la sensación de que una locomotora se había instalado sobre su cuerpo. La iniciativa había pasado a manos de Tulita, quien continuaba apegada a los labios de José, con una falta tal de calculo que su nariz, oprimiendo las paredes nasales de José, le impedía respirar, y el noble exilado temía que si durabae mucho tiempo el beso, acabaría asfixiado.
Tulita debía encontrarse también incomoda en aquella posición porque acabó por abandonar su presa. Pero al recuperar el equilibrio, apoyó una de sus manos en el vientre de José, lo cual fue como un golpe de gracia para su atropellado cuerpo.
Tal vez dándose cuenta de su estado, Tulita le ayudó a incorporarse y cogiéndole de la mano, le arrancó del banco, diciendo:
- Vámonos a casa, todo está preparado para cenar, ya veras...
Tulita tomó la iniciativa y ella misma se encargó de encontrar un taxi, a fin de que el trayecto se recorriera en un mínimo de tiempo.
Un cuarto de hora más tarde, Tulita y José se encontraban ante el Hotel de Extranjeros.
Tulita tenía una habitación alquilada en el último piso del edificio frontero al Hotel. Era una habitación independiente, limpia y con ciertas comodidades en lo tocante a higiene. En un extremo, el hornillo de gas permitía cocinar.
Tulita se puso cómoda e invitó a José a que se quitara los zapatos y la americana y se tendiera en la cama mientras ella preparaba la comida.
- Cenaremos y nos acostaremos enseguida, eh, nenito mío? - susurró Tulita acariciándole las mejillas.
José se dió cuenta de que había perdido la iniciativa. Pero tendido en la cama y juzgándolo todo con más serenidad, pensó en dejarse llevar. En realidad, no podía sentirse descontento de lo obtenido aquel día. Despertó en un diván de café y se acostaba en una verdadera cama, con perspectivas de conservarla de manera definitiva. Ignoraba aún si las intenciones de Tulita con respecto a él eran de tipo sentimental o puramente sexuales, pero en uno u otro caso, él sabría servirse de este interés para los fines perseguidos. Cenaron y se acostaron. La cama resultaba estrecha para contener dos cuerpos y cuando llegó la hora de dormir, Tulita ocupó inconsciente casi todo el espacio, roncando sonoramente, con un sueño pesado de campesina. José no pudo pegar ojo, pero cuando por la mañana temprano Tulita se levantó, al hombre le pareció tan prodigioso el hecho de poder disponer de toda la cama, que en su primer sueño se vio de nuevo noble, con todos los atributos inherentes a sus títulos.
Durmió, como se duerme en un final de etapa, como duermen los hombres que no viven en conflicto con la Sociedad. Imposible saber cuanto tiempo hubiera dormido aún de no ser reclamado a la tierra por una terrible explosión que pareció conmover las paredes del cuarto.
José despertó en sobresalto. Frente a él, sonriente, se encontraba Tulita, todavía con un petardo en la mano.
- Estoy harto de tus malditos petardos - tronó José.
- Es ya la una de la tarde, se disculpó Tulita.
- Y no podias escoger mejor medio de despertarme?
- No lo haré más - aseguró la muchacha, visiblemente apenada por la bronca.- Mira, te he traído el almuerzo. He comprado pollo. Creo que te gustará.
La vista del menú cambió el humor de José. Llevaba tiempo comiendo manjares baratos y el pollo fue acogido con júbilo por su paladar. Tulita se sentó junto a él y comió copiosamente y con una rapidez impresionante.
- Tulita – señaló José - comes demásiado. Eso está bien en el campo, pero en la ciudad es preciso controlarse.
Tulita lo escuchó con atención y mirándole con sus grandes ojos redondos, dijo:
- Si tú me prefieres delgada, no comeré más.
Después de limpiarse los labios con el delantal, Tulita se acercó a José.
- Has comido bien? - preguntó llena de ternura.
- Claro que si, Tulita- respondió José ligeramente exasperado por el tono maternal empleado por la muchacha.
- Si quieres, no tendrás nunca que moverte de la cama - prosiguió Tulita.- Yo te traeré la comida dos veces por día y no tendrás ni siquiera necesidad de salir de aquí.
José iba a protestar de ese programa envilecedor, pero conmovido por el afecto que se desprendía de los ojos de Tulita, le acarició la mano sonriendo, como para agradecerle sus buenas intenciones.
- Dejemos que la familiaridad se establezca entre nosotros - se dijo.- Lo demás vendrá por si solo.
Tras unas caricias reglamentarias, a las que José se prestó como a cosa que formaba parte de su plan de acción, Tulita regresó al Hotel para completar su jornada.
Al quedarse solo. José se vistió. Se proponía dar un paseo por la ciudad, en el curso del cual reflexionaría sobre la mejor manera de alcanzar sus propósitos. Pero se encontró con la sorpresa de que Tulita había cerrado con llave al marcharse. La indignación se apoderó de él, pero acabo comprendiendo los motivos de la muchacha y pensó que no podía estar descontento de que su instrumento temiese perderlo hasta el punto de encerrarlo con llave en su habitación.
Pasaron varios días. José engordó visiblemente bajo el régimen de sobrealimentación que le imponía la muchacha. Tulita, por el contrario, no cesó de adelgazar, decidida a encarnar el ideal femenino de José. Su cara redonda se tornó en angulosa y todo su cuerpo adquirió una esbeltez que sugería el milagro. Lo extraordinario fue que junto a esa transformación física se produjo en ella un cambio caracterial.
Tulita perdió de pronto esa alegría campesina que tanto chocara a José el primer día y por momentos se mostraba una mujer atormentada por la idea de perderle. Los días pasados juntos introdujeron en su corazón una suerte de sentimiento de propiedad y Tulita solo vivía para conservar, para integrarse más y más a aquel que ella consideraba su hombre.
José fue consciente de este proceso, que le era imposible eludir y vió como su vida se llenaba de malentendidos que podían acabar siendo trágicos. Toda su actividad se reducía a dar paseos por las orillas del rio, deteniéndose a veces para contemplar la labor de los pescadores de caña. Después, regresaba a la habitación y al poco rato aparecía Tulita con grandes cestos de comida. Fue preciso comprar un cubo más grande para meter la basura, porque los restos alcanzaban ya proporciones guiñolescas. Viendo la cantidad de basura que salía de aquella pequeña habitación todos los días, José tenía la sensación de hallarse en pleno proceso de envilecimiento. Pero eso no era lo peor.
Su actividad sexual se encontraba en el primer plano de sus preocupaciones. Primero creyó que Tulita era insaciable, como campesina vigorosa, propicia a cualquier exceso. Pero ahora no estaba tan convencido de ello y por momentos le parecía que la muchacha se entregaba a la sexualidad porque pensaba así satisfacer a José. El hubiera querido decirle que los goces sexuales no entraban en su programa, pero, de hacerlo así, habría tenido que abordar el fondo, el origen de sus relaciones con Tulita, y referirse concretamente a la maleta. Cien veces tuvo la tentación de hacerlo y cien veces retrocedió ante el temor de perder a Tulita. Ella representaba para José un instrumento de primer orden para recuperarla y el hecho de poseer esa posibilidad le hacía gozar en cierto modo de los placeres que la maleta escondía, del mismo modo que el hambriento goza contemplando un escaparate de charcutería.
Sin embargo, debía decidirse. No podía continuar una vida que sólo se justificaba por la acción diaria, sin prolongación intelectual, temiendo revelar el objetivo para el cual fue concebida, que era lo único que podía en definitiva disculparla: la recuperación de los papeles que acreditaban su nobleza.
Así, José veía desfilar los días, comiendo, paseando y durmiendo, mientras gozaba noche tras noche del cuerpo de Tulita en vías de transformación. La muchacha, para la cual la comida constituía una verdadera obsesión, poseía enraizada esa idea, tan extendida entre los campesinos, de que un desgaste cualquiera del organismo debe ser compensado inmediatamente por la absorción de un alimento que neutralice la pérdida de fuerzas; de forma que por las noches, después de haber pagado tributo a la sexualidad, Tulita se levantaba desnuda de la cama para batir la yema de un huevo en un vaso, que ofrecía luego a José mezclada con vino rancio.
El ruido de la cuchara al batir el huevo, se convirtió para José en el símbolo de su culpabilidad y se le antojaba que era su alma la azotada durante el tiempo que la yema tarda en batirse.
Con el paso de los días, Tulita sintió pereza de levantarse para batir el huevo, optando por hacerlo antes en lugar de prepararlo después. Apenas terminada la cena, José asistía, sin osar decir "Basta!" a la preparación del huevo, que constituía el preludio de la operación sexual.
Una tarde, se produjo en José la reacción. Imposible continuar aquella vida. Algo fallaba, cuando no encontraba la manera de hacer confesables sus propósitos. Algo fallaba y José lo descubrió.
Kabaleb
Llovía en el bulevar cuando José abrió los ojos en el diván del Café de la Noche. A través de las filas de sillas alineadas patas arriba encima de las mesas, José pudo contemplar el triste espectáculo de la lluvia a la luz somnolente de las siete de la mañana. Para una sensibilidad noble, como la de José, aquella era una de las visiones más depresivas de su ya larga vida de exilado.
Lo más desagradable fue darse cuenta de que no estaba solo en el café. Una mujer iba y venía del salón al lavabo transportando cubos de agua y de serrín. José se fingió dormido, a fin de evitar el diálogo en aquella hora prematura, con una mujer que seguramente no dejaría de hacerle preguntas indiscretas.
Cerró los ojos con la esperanza de reencontrar el sueño perdido, pero la carraspera persistente de la mujer de la limpieza se lo impidió. Su sensibilidad se hallaba muy alterada al percibir como la mujer se acercaba inexorablemente a la zona en la que él se encontraba dormido, limpiando el diván lo mismo que el suelo. ¿Lo despertaría acaso y le obligaría a levantarse, o renunciaría a limpiar el espacio que ocupaba el cuerpo de José?
No tardó en salir de dudas. Al llegar junto a él, la mujer de la limpieza le levantó, sin previo aviso, las piernas, como si fueran objetos inanimados y con la mano que le quedaba libre pasó por el diván el cepillo escoba a profusión. Después, sin miramientos, le alzó la cabeza y la espalda y repitió la operación, cepillando al mismo tiempo el chaleco de José, sin duda para evitar que en su contacto ensuciara la tela del diván.
José vivió sin duda el momento más humillante de su vida. Por no haber sabido manifestarse a tiempo, le pareció ridículo simular despertarse en el momento en que la fornida mujer de la limpieza le tenía en brazos para barrer su cama, y resultaba vergonzoso para su sensibilidad hacerlo después. Optó por continuar con los ojos cerrados, pero la mujer empezó el fregado del mosaico con agua y jabón, de manera que el líquido le salpicaba sus mejillas.
El suplicio duró más de una hora, hasta que finalmente la mujer se marchó, cerrando la puerta tras ella. La paz se hizo de nuevo, pero José, con la sensibilidad herida, fue incapaz de reemprender el sueño. El día estaba allí y era inútil eludirlo cerrando los ojos. Era mejor afrontar los problemas con los ojos abiertos en lugar de fabricarse una noche particular con un simple movimiento de párpados.
José se lavó y el contacto con el agua fresca despertó en él de nuevo los deseos de lucha.
Tuliferio-camarero no tardo en llegar.
- Ya está Vd. levantado? - le dijo en guisa de saludo. Y mientras preparaba un café con leche, refería a José que la muchacha del Hotel no tardaría en llegar.
- Hoy es precisamente su día de salida y le he pedido a mi novia que la acompañe hasta aquí, a fin de que pueda Vd. disponer de toda la jornada para preparar el terreno.
Tuliferio se sentó junto a José y mientras desayunaban no cesaron de hablar.
- De dónde procede la muchacha? - inquirió José.- Dígame algo de ella que me permita encontrar un punto de entrada.
- Procede del campo. Es todo lo que puedo decirle de ella, y parece que tiene un carácter muy festivo.
- El caso es saber si estaría dispuesta a sustraer mis papeles de la maleta y dármelos - comentó José.
El camarero hizo un movimiento de hombros como quien no tiene ni idea.
- Ya ha podido Vd. comprobar - dijo - la fidelidad, aún en los escalones más inferiores, de todos los empleados de la Sociedad hacia la Administración central. Lo que se trata de saber en su caso, es si logrará Vd. desviar esta fuerza prodigiosa en provecho propio. Para conseguirlo, es evidente que deberá Vd. entregarse sin reservas a la muchacha y ofrecerle, por así decirlo, una felicidad superior a la que puede procurarle la Sociedad. En todo ello hay un elemento positivo por parte de usted: el hecho que la muchacha haya entrado recientemente al servicio del Hotel,de manera que su fidelidad se encuentra en su etapa de formación y le será sin duda más fácil desviarla en beneficio suyo. Y ahora, permítame que le haga una pregunta, es decir, que provoque la pregunta que usted mismo debe hacerse: ¿hasta dónde está dispuesto a llegar con la muchacha?.
Por el embarazo de José en responder, se adivinaba que la pregunta lo pillaba de sorpresa.
- Pues no lo había pensado. Claro - añadió haciéndose rápidamente consciente de la situación - esta muchacha va a entrar en mi vida. Debo destinarle un lugar y ese lugar debe determinarse en función del sentimiento que me inspire o el servicio que me rinda.
Hizo una pausa y prosiguió:
- En todo caso, si gracias a la intervención de la muchacha recupero mis papeles, no le va a pesar el haber... digamos abusado de la confianza de la Sociedad.
Encerrándose en esa formula vaga, José bebió el primer sorbo de café, arrellanado en el diván para dar a entender que la pregunta había sido contestada.
Las muchachas no tardaron en llegar. El café no había recibido aún a su primer cliente de la jornada y la entrevista podía desarrollarse sin testigos.
José adivinó enseguida cuál de las dos muchachas le tocaría conquistar. La novia de Tuliferio-camarero, aunque de aspecto humilde, se advertía acostumbrada al vestir y comportarse de la ciudad. En cambio la otra, de cara y ojos redondos, ataviada con un sombrero de esos que suelen verse en los escaparates que anuncian saldos, era la imagen viva de una campesina. Redonda, senos abultados, con una sonrisa traviesa en los labios, era un tipo de mujer totalmente distinto al que José estaba habituado a tratar.
El camarero hizo las presentaciones. Su novia primero; después Tulita, la campesina.
José no pudo evitar un gesto de sorpresa al oir pronunciar el nombre de Tulita. Su semejanza con Tuliferio y el recuerdo de los dos Tuliferios, que tan dudoso papel habían desempeñado en los últimos tres días de su vida, le hizo sospechar súbitamente de la muchacha. Sería acaso otra enviada de la Administración para librarse con él a Dios sabe que extrañas pruebas?
Las muchachas se sentaron y poco a poco José recobró su aplomo. Bastaba observar atentamente a Tulita para darse cuenta de que era imposible que estuviera cumpliendo una misión. El movimiento de sus ojos, de sus labios, de todo su cuerpo, era espontáneo por no decir infantil. No, Tulita era la clásica campesina llegada a la ciudad para servir. Atribuirle una misión secreta era desorbitar las cosas.
El camarero desapareció tras el mostrador y su novia, después de introducir a la campesina, regresó al Hotel, de modo que José y Tulita quedaron frente a frente.
José pensó que la mejor manera de impresionar a la que debía ser su conquista, era refiriéndole alguno episodios de su vida. Y así, con acento grave, con gestos estudiados, con muecas artísticas, que acentuaban el matiz de los pasajes, inició un relato sin fin de su antigua y noble vida.
Tulita parecía escucharle con gran interés. esa sonrisa traviesa que la caracterizaba había desaparecido de sus labios y sus grandes ojos redondos se habían casi inmovilizado. Pero a medida que le relato del noble José proseguía, Tulita, con las manos debajo de la mesa, invisibles para José, empezó a jugar con su bolso, sin abandonar por ello su aparente seriedad y su reverente atención. Poco a poco José se sintió interesado por la actividad de las manos de Tulita. ¿Qué estaría haciendo? Tal vez quisiera sacar el pañuelo para mocarse y no lo hiciera por temor a interrumpir el relato. Consciente de esas necesidades, José cortó su evocación para beber un sorbo de café, pero la muchacha, como si ambas cosas se coordinaran, cesó también de hurgar en su bolso. Apenas José hubo reemprendido el relato, la actividad de las manos de Tulita recomenzó.
José empezaba a perder conciencia de lo que estaba diciendo, intrigado por los manejos de Tulita y por momentos cesaba de contar, cesando automáticamente de hurgar los dedos de Tulita, quien miraba a José en los ojos con inocencia, y parecía concentrada.
El juego duró varios minutos. De forma inconsciente, José había adoptado la misma postura que Tulita, con las manos debajo de la mesa, mientras seguía contando su noble vida. De pronto, sintió que la muchacha introducía entre sus dedos un cilindro de papel. José creyó que le daba un cigarrillo, pero cual fue su sorpresa cuando, sin darle tiempo a retirar la mano de debajo de la mesa, una fuerte explosión le sacudió.
José dió un salto hacia atrás, que le hizo perder el equilibrio y caerse de la silla, mientras Tulita reía, con las mejillas enrojecidas, señalando al noble José, que yacía en el suelo. Entonces se dio cuenta de lo que había ocurrido. Lo que él creyó un cigarrillo, era un petardo, cuya mecha Tulita encendió con un mechero. Durante el tiempo en que Tulita parecía escuchar el relato de la vida de José con gran atención, lo que hacía en realidad era buscar el petardo en su bolso para hacerle a José una broma.
José era poco sensible a este humor desconcertante y estaba a punto de abandonar la pista por impracticable, cuando Tuliferio, ayudándole a levantarse, le susurró al oído:
- Paciencia. No olvide que es una campesina con costumbres que no son las nuestras. Y en el fondo tiene un corazón de oro, se lo aseguro.
Se sentó de nuevo ante Tulita, que continuaba riendo como una loca.
- Perdóneme - dijo, entrecortada por la risa.- Disfruto tanto cuando tengo ocasión de tirar un petardo en el momento que la gente menos se lo espera...
- Me ha sorprendido, pero me ha hecho gracia - aseguró José, y ambos se rieron.
José había cambiado de táctica. No podía pretenderse conquistar una campesina con el relato de su vida noble, cortada de cuajo por la revolución. Tenía que adoptar métodos campesinos si pretendía interesar a Tulita en el asunto de la maleta y presentarle la cosa como un negocio.
José se levantó y dijo:
- Vamos, Tulita - y cuando la muchacha se hubo levantado, como para apresurarla a salir, le dió una palmada lenta en las nalgas, tal como viera hacer antaño, siendo niño, a los campesinos al servicio de su padre. La muchacha reaccionó festivamente, dándole un cachete en la mano, al tiempo que le lanzaba un "tonto" muy familiar. Tuliferio, detrás del mostrador, guiñó el ojo a José, dándole a entender que aquel era el buen camino.
Estuvieron todo el día vagando por la ciudad. Por la tarde salieron a las afueras y dieron largos paseos por las alamedas y la orilla del río. Tulita resultaba a un tiempo una mujer fácil y difícil de contentar. Cuando José le preguntaba "Dónde quieres que te lleve?", Tulita le miraba con sus inmensos ojos redondos y encogiendose de hombros, respondía: "No se".
José intentó cien veces iniciar una conversación, pero Tulita, cuando más absorbida parecía en sus palabras, formulaba una pregunta cualquiera que daba a entender a José que no había retenido nada de lo que estaba penetrando por sus tímpanos.
Al mediar la tarde, José buscó la manera de poder referir a Tulita la historia detallada de la maleta.
- ¿Sabías que estuve alojado en el Hotel de Extranjeros?
- No sabía - respondió Tulita con un total desinterés.
- ¿No te han explicado como penetré una noche en el Hotel con la ayuda de la escalera de los bomberos para buscar mi maleta?
- No sé nada de eso - prosiguió la muchacha en el mismo tono indiferente. Y añadió: - Oye, ¿a que no sabes hacer ésto...?
Ante los ojos atónitos de José, Tulita se puso a correr sobre le césped y unos metros más allá dió una voltereta sin tocar con las manos en el suelo. Ver dar un salto de estas características a un cuerpo redondo y carnoso como el de Tulita es uno de los espectáculos más cómicos y grotescos que puede ofrecernos la vida, pero cuando es la propia pareja la que se libra a tales excesos, coge tonos de tragicomedia.
Apenas tuvo tiempo de decir nada cuando unos niños, llegados como una aparición para presenciar el espectáculo, pedían a Tulita con gritos y palmadas una nueva exhibición.
Tulita cruzó las manos por encima de su cabeza, a manera de saludo y ejecuto sobre el césped la más absurda gama de cabriolas que un ser humano tiene la posibilidad de realizar.
Los niños aplaudían frenéticamente y, creyéndoles sin duda artistas de circo, estimulaban a José para que mostrara sus habilidades. Pero el noble exilado, excedido en su fino sentido de la medida, conminaba a Tulita para que cesara en su loco empeño.
- Basta, basta, Tulita - clamaba.- Estamos dando un espectáculo.
- Pero quieren divertirse - oponía ella entre voltereta y voltereta.- Déjanos divertirnos, aguafiestas.
José optó por sentarse en un banco, esperando a que Tulita hubiera terminado de jolgorear a los chiquillos. Sentado y en desacuerdo con su circunstancia, José meditó y en el centro de sus pensamientos, se encontraba, inamovible, la maleta, y más concretamente los papeles que probaban su nobleza, encerrados en aquella vieja maleta depositada ahora en el sótano del Hotel. Más allá, en el césped, se encontraba su instrumento, su camino, el más directo que la vida le ofrecía en aquel momento, entregado a extrañas cabriolas que herían su sensibilidad. Pero de esa herramienta dependía el futuro de su vida. Todo dependía de la habilidad de José en manipularlas. Aquel primer día fue más bien decepcionante, pero nada estaba perdido y con la caída del crepúsculo podía producirse un cambio que orientara las cosas hacía un ángulo definitivamente favorable a los propósitos de José.
Un poco más tarde, Tulita, jadeante y sofocada, fue a sentarse junto a José. La luz del día se iba apagando por encima de las copas de lo árboles y en la alameda, las parejas de novios, a medida que la luz se extinguía, se estrechaban más y más, como si las sombras llevaran consigo una fuerza de gravedad que los atrajera, el uno hacia el otro.
Aunque José no era un hombre hábil en esa clase de experiencias, el ejemplo de los enamorados ocultos en los troncos de los árboles le sugirió la idea de que tal vez aquel fuera el lenguaje que Tulita comprendiera y a través del cual pudieran llegar a un terreno de comprensión.
Se arrimó discretamente a ella, que jadeaba aún de cansancio y pasando su brazo alrededor de su cuello, le dijo muy tiernamente:
- Estás cansada, Tulita?
- Si - respondió ella mirándole con su ojos redondos.- Los niños me han agotado.
José atrajo la cabeza de su amiga hacia su hombro y con la mano que le rodeaba el cuello empezó a manipular. Pero en la postura en que se encontraba, sus brazos resultaban cortos para alcanzar la esfera del seno de Tulita, que era el primer objetivo que se había impuesto. Contra lo que era de esperar, la muchacha se dió cuenta de esa dificultad técnica y dejó resbalar su cuerpo en el banco, de manera que José pudiera proseguir su tarea sin ninguna dificultad.
José reventaba de júbilo al apercibirse de que Tulita respondía positivamente y mientras acariciaba el enorme seno de la muchacha, se veía ya con los papeles en la mano, en el momento solemne en que todos sus derechos eran reconocidos.
Después de un tiempo de sospesar, medir, aplastar y hacer todo lo que una mano diestra puede realizar con un seno normalmente constituido, José pasó a la segunda fase que consistía en besar los labios de Tulita, mientras sus manos tenían acceso a otras partes recatadas de su cuerpo. Pero cometió el error de atraerse a la muchacha hacia si, en lugar de ser él quien se desplazara al encuentro de los labios de ella, y ocurrió que tras el primer contacto, Tulita fue presa de una tal fiebre pasional, que en un impulso incontenible se abalanzó contra José, dejándole tendido de medio cuerpo en el banco.
José tenía la sensación de que una locomotora se había instalado sobre su cuerpo. La iniciativa había pasado a manos de Tulita, quien continuaba apegada a los labios de José, con una falta tal de calculo que su nariz, oprimiendo las paredes nasales de José, le impedía respirar, y el noble exilado temía que si durabae mucho tiempo el beso, acabaría asfixiado.
Tulita debía encontrarse también incomoda en aquella posición porque acabó por abandonar su presa. Pero al recuperar el equilibrio, apoyó una de sus manos en el vientre de José, lo cual fue como un golpe de gracia para su atropellado cuerpo.
Tal vez dándose cuenta de su estado, Tulita le ayudó a incorporarse y cogiéndole de la mano, le arrancó del banco, diciendo:
- Vámonos a casa, todo está preparado para cenar, ya veras...
Tulita tomó la iniciativa y ella misma se encargó de encontrar un taxi, a fin de que el trayecto se recorriera en un mínimo de tiempo.
Un cuarto de hora más tarde, Tulita y José se encontraban ante el Hotel de Extranjeros.
Tulita tenía una habitación alquilada en el último piso del edificio frontero al Hotel. Era una habitación independiente, limpia y con ciertas comodidades en lo tocante a higiene. En un extremo, el hornillo de gas permitía cocinar.
Tulita se puso cómoda e invitó a José a que se quitara los zapatos y la americana y se tendiera en la cama mientras ella preparaba la comida.
- Cenaremos y nos acostaremos enseguida, eh, nenito mío? - susurró Tulita acariciándole las mejillas.
José se dió cuenta de que había perdido la iniciativa. Pero tendido en la cama y juzgándolo todo con más serenidad, pensó en dejarse llevar. En realidad, no podía sentirse descontento de lo obtenido aquel día. Despertó en un diván de café y se acostaba en una verdadera cama, con perspectivas de conservarla de manera definitiva. Ignoraba aún si las intenciones de Tulita con respecto a él eran de tipo sentimental o puramente sexuales, pero en uno u otro caso, él sabría servirse de este interés para los fines perseguidos. Cenaron y se acostaron. La cama resultaba estrecha para contener dos cuerpos y cuando llegó la hora de dormir, Tulita ocupó inconsciente casi todo el espacio, roncando sonoramente, con un sueño pesado de campesina. José no pudo pegar ojo, pero cuando por la mañana temprano Tulita se levantó, al hombre le pareció tan prodigioso el hecho de poder disponer de toda la cama, que en su primer sueño se vio de nuevo noble, con todos los atributos inherentes a sus títulos.
Durmió, como se duerme en un final de etapa, como duermen los hombres que no viven en conflicto con la Sociedad. Imposible saber cuanto tiempo hubiera dormido aún de no ser reclamado a la tierra por una terrible explosión que pareció conmover las paredes del cuarto.
José despertó en sobresalto. Frente a él, sonriente, se encontraba Tulita, todavía con un petardo en la mano.
- Estoy harto de tus malditos petardos - tronó José.
- Es ya la una de la tarde, se disculpó Tulita.
- Y no podias escoger mejor medio de despertarme?
- No lo haré más - aseguró la muchacha, visiblemente apenada por la bronca.- Mira, te he traído el almuerzo. He comprado pollo. Creo que te gustará.
La vista del menú cambió el humor de José. Llevaba tiempo comiendo manjares baratos y el pollo fue acogido con júbilo por su paladar. Tulita se sentó junto a él y comió copiosamente y con una rapidez impresionante.
- Tulita – señaló José - comes demásiado. Eso está bien en el campo, pero en la ciudad es preciso controlarse.
Tulita lo escuchó con atención y mirándole con sus grandes ojos redondos, dijo:
- Si tú me prefieres delgada, no comeré más.
Después de limpiarse los labios con el delantal, Tulita se acercó a José.
- Has comido bien? - preguntó llena de ternura.
- Claro que si, Tulita- respondió José ligeramente exasperado por el tono maternal empleado por la muchacha.
- Si quieres, no tendrás nunca que moverte de la cama - prosiguió Tulita.- Yo te traeré la comida dos veces por día y no tendrás ni siquiera necesidad de salir de aquí.
José iba a protestar de ese programa envilecedor, pero conmovido por el afecto que se desprendía de los ojos de Tulita, le acarició la mano sonriendo, como para agradecerle sus buenas intenciones.
- Dejemos que la familiaridad se establezca entre nosotros - se dijo.- Lo demás vendrá por si solo.
Tras unas caricias reglamentarias, a las que José se prestó como a cosa que formaba parte de su plan de acción, Tulita regresó al Hotel para completar su jornada.
Al quedarse solo. José se vistió. Se proponía dar un paseo por la ciudad, en el curso del cual reflexionaría sobre la mejor manera de alcanzar sus propósitos. Pero se encontró con la sorpresa de que Tulita había cerrado con llave al marcharse. La indignación se apoderó de él, pero acabo comprendiendo los motivos de la muchacha y pensó que no podía estar descontento de que su instrumento temiese perderlo hasta el punto de encerrarlo con llave en su habitación.
Pasaron varios días. José engordó visiblemente bajo el régimen de sobrealimentación que le imponía la muchacha. Tulita, por el contrario, no cesó de adelgazar, decidida a encarnar el ideal femenino de José. Su cara redonda se tornó en angulosa y todo su cuerpo adquirió una esbeltez que sugería el milagro. Lo extraordinario fue que junto a esa transformación física se produjo en ella un cambio caracterial.
Tulita perdió de pronto esa alegría campesina que tanto chocara a José el primer día y por momentos se mostraba una mujer atormentada por la idea de perderle. Los días pasados juntos introdujeron en su corazón una suerte de sentimiento de propiedad y Tulita solo vivía para conservar, para integrarse más y más a aquel que ella consideraba su hombre.
José fue consciente de este proceso, que le era imposible eludir y vió como su vida se llenaba de malentendidos que podían acabar siendo trágicos. Toda su actividad se reducía a dar paseos por las orillas del rio, deteniéndose a veces para contemplar la labor de los pescadores de caña. Después, regresaba a la habitación y al poco rato aparecía Tulita con grandes cestos de comida. Fue preciso comprar un cubo más grande para meter la basura, porque los restos alcanzaban ya proporciones guiñolescas. Viendo la cantidad de basura que salía de aquella pequeña habitación todos los días, José tenía la sensación de hallarse en pleno proceso de envilecimiento. Pero eso no era lo peor.
Su actividad sexual se encontraba en el primer plano de sus preocupaciones. Primero creyó que Tulita era insaciable, como campesina vigorosa, propicia a cualquier exceso. Pero ahora no estaba tan convencido de ello y por momentos le parecía que la muchacha se entregaba a la sexualidad porque pensaba así satisfacer a José. El hubiera querido decirle que los goces sexuales no entraban en su programa, pero, de hacerlo así, habría tenido que abordar el fondo, el origen de sus relaciones con Tulita, y referirse concretamente a la maleta. Cien veces tuvo la tentación de hacerlo y cien veces retrocedió ante el temor de perder a Tulita. Ella representaba para José un instrumento de primer orden para recuperarla y el hecho de poseer esa posibilidad le hacía gozar en cierto modo de los placeres que la maleta escondía, del mismo modo que el hambriento goza contemplando un escaparate de charcutería.
Sin embargo, debía decidirse. No podía continuar una vida que sólo se justificaba por la acción diaria, sin prolongación intelectual, temiendo revelar el objetivo para el cual fue concebida, que era lo único que podía en definitiva disculparla: la recuperación de los papeles que acreditaban su nobleza.
Así, José veía desfilar los días, comiendo, paseando y durmiendo, mientras gozaba noche tras noche del cuerpo de Tulita en vías de transformación. La muchacha, para la cual la comida constituía una verdadera obsesión, poseía enraizada esa idea, tan extendida entre los campesinos, de que un desgaste cualquiera del organismo debe ser compensado inmediatamente por la absorción de un alimento que neutralice la pérdida de fuerzas; de forma que por las noches, después de haber pagado tributo a la sexualidad, Tulita se levantaba desnuda de la cama para batir la yema de un huevo en un vaso, que ofrecía luego a José mezclada con vino rancio.
El ruido de la cuchara al batir el huevo, se convirtió para José en el símbolo de su culpabilidad y se le antojaba que era su alma la azotada durante el tiempo que la yema tarda en batirse.
Con el paso de los días, Tulita sintió pereza de levantarse para batir el huevo, optando por hacerlo antes en lugar de prepararlo después. Apenas terminada la cena, José asistía, sin osar decir "Basta!" a la preparación del huevo, que constituía el preludio de la operación sexual.
Una tarde, se produjo en José la reacción. Imposible continuar aquella vida. Algo fallaba, cuando no encontraba la manera de hacer confesables sus propósitos. Algo fallaba y José lo descubrió.
Kabaleb