(Capítulo V, 2ª parte). José montó en la bicicleta y se alejó del albergue a toda velocidad.
No había anochecido completamente cuando alcanzó la muralla exterior. Sin embargo, el tiempo empleado para ir en bicicleta del albergue a la muralla, resultaba muy inferior al que necesitó el jeep en su viaje de ida. Pudiera ser que antes de cruzar la puerta el jeep hubiese dado un largo rodeo... Era preciso verificarlo y José escaló la muralla a fin de reconocer con sus propios ojos el lugar...
Desde lo alto del muro, las dudas del noble desposeído cesaron. En la explanada que se abría podían percibirse los alambres que desembocaban en la falsa puerta de peatones, e incluso seguir la trayectoria de esos alambres, que después de extenderse en línea recta, paralelos al camino, se cerraban en triángulo sobre el muro lateral en que se encontraba José. Seguían después toda una serie de pequeños triángulos de alambre, que encontraban su línea de base en la muralla. Todo parecía concebido para desmoralizar al buscador.
Iba a descender de su observatorio, cuando apercibió entre los alambres a cuatro hombres que se acercaban hacia él. Imposibilitados de avanzar en terreno libre, los cuatro hombres cruzaban los alambres que formaban los triángulos con una energía a prueba de fe.
José se sintió inmediatamente solidarizado con ellos y los hubiera llamado, de no haber sido descubierto por el que iba en cabeza de la expedición. Era el mas joven de los cuatro y pareció turbado al verle.
- ¿Qué es lo que buscáis? – les preguntó José, tratando de dar a sus palabras una entonación amable.
- Quisiéramos entrar al servicio del Sr. Barón - explicó el joven.- Pero tenemos la impresión de que nos hemos perdido.
- Nos han dicho que aquí dan trabajo a todos - añadió otro de los hombres, buscando confirmación.
- Sin duda habéis entrado por la puerta de peatones - inquirió el noble.
- Si.
- Claro. Es una puerta falsa.
Los cuatro hombres quedaron inmóviles y sin comprender.
- ¿No habéis sido llamados al servicio del Sr. Barón, verdad? - continuó José aún sabiendo la respuesta.
- No - respondió el más joven con cierta turbación.
- Aquí dan trabajo a todos - aventuró con el aplomo que le daba el hecho de encontrarse del otro lado de la muralla - pero a condición de haber sido llamados por los servicios del Sr. Barón.
Hubo un momento de silencio. Los cuatro hombres parecían reflexionar.
- No es eso lo que nos han dicho - objetó finalmente el mas joven.
- ¿Quién os ha dicho y donde?
- En la posada del pueblo. Uno de los servidores del Sr. Barón nos ha asegurado que aquí encontraríamos fácilmente trabajo y que lo daban a todo aquel que lo solicitara.
- ¡Otra vez los malditos reglamentos! - murmuró José para sí - y añadió en voz alta: - Pero no les han dicho que sin ayuda no lograrían jamás hallar al jefe de personal, a quien debían solicitar un empleo.
Los cuatro hombres lo escucharon desconcertados y José, en tono dogmático añadió:
- La puerta por la que habéis pasado es una puerta falsa, que no conduce a ningún sitio. Si perseveráis en este camino, la falta de resultados prácticos acabara desalentándoos y renunciareis a entrar en el servicio del Sr. Barón.
Los hombres se miraron como consultándose sobre la actitud a adoptar.
- ¿Qué debemos hacer? - acabó preguntando el joven, que ejercía las funciones de portavoz del grupo.
- Un solo camino os es abierto: tomar la Residencia por asalto - afirmó José, recordando el consejo que le diera Tuliferio-camarero con respecto al Hotel de Extranjeros.- Si lográis penetrar por medios propios en el interior, os encontraréis ya en el mundo de los servidores y habréis adquirido implícitamente derechos de permanencia.
- Yo puedo ayudaros a atravesar la muralla - añadió.- ¿Alguien de vosotros tiene una cuerda?
Uno de ellos tenía una cuerda y José los ayudó a subir a lo alto del muro. A medida que iban subiendo, José se sentía crecer en importancia. El servicio que prestaba lo henchía de orgullo y no se explicaba como pudo, momentos antes, huir del monstruo de manera tan ridícula.
Cuando los cuatro hombres estuvieron del otro lado de la muralla, estrecharon, agradecidos, la mano de su protector.
- Tu nos has ayudado en algo muy importante para nosotros - le dijeron - y nos tendrás siempre a tu servicio, estemos donde estemos.
El hecho de haber encontrado cuatro servidores de improviso, desencadenó el optimismo de José. ¡Cuatro servidores! Este era el camino que conducía a la recuperación de sus atributos de nobleza. Los servidores son elementos fundamentales para todo noble.
- ¿Qué debemos hacer ahora? Guíanos - le pidieron sus protegidos.
- Tendréis que esperar aquí a que amanezca. Os falta traspasar el muro interior, que ni siquiera yo mismo he pasado. Acostaos sobre el césped por esta noche y mañana hablaré de vosotros al señor jefe de personal para que os dé el empleo al que ya tenéis derecho.
Los cuatro servidores le hicieron una reverencia, conmovidos por las palabras de aliento de su protector.
- Te esperaremos aquí sin movernos y no obedeceremos a nadie más que a ti - dijeron los cuatro a coro.
- Perfectamente. Mi nombre es José. Si un emisario viene de mi parte, no le obedezcáis, amenos que pronuncie esas palabras de consigna: "José os llama".
Dicho lo cual, el noble preparó la bicicleta para partir.
- Tengo que irme - dijo.- Alguien me espera en el albergue - y saludando con el brazo a sus cuatro servidores, se alejó pedaleando por la explanada desierta.
Era ya de noche, pero la luz de la luna llena le permitía a José seguir el surco que dejaran las ruedas de su bicicleta en su viaje de ida, orientándose así de manera segura hacia el albergue. Cuando lo apercibió en la lejanía, con sus ventanas iluminadas, se apeó de su bicicleta y prosiguió el camino a pié.
El encuentro decisivo con el monstruo iba a tener lugar y José trato de prepararse interiormente, de comprender la esencia de aquella horrible criatura que le diera cita en el umbral de la Residencia del Sr. Barón.
La imagen del monstruo cobró vida en su espíritu y de esa visión mental, José retuvo detalles que se le habían escapado en los contactos reales. En primer lugar, el monstruo tenía exactamente su estatura. Su cuerpo y el de José parecían salidos del mismo molde, exceptuando los brazos y el busto. Luego existía la rara coincidencia de que ambos llevaran idéntico nombre.
Pero lo mas desconcertante no eran esas similitudes de tipo físico, sino la impresión sentida por José de que, a pesar del horror que le inspiraba, el monstruo tenía para él algo de familiar, inexpresable, ungido a las más profundas capas de su ser. Ya antes había experimentado semejante sensación con los Tuliferios, pero a éstos los veía como entidades externas a él, como amigos de otros tiempos; mientras que al monstruo, lo sentía oriundo de su propio interior, confundido, identificado a su propia personalidad o, más exactamente, como si él fuera su creador, el motor interno que impulsara el monstruo a burlarse de sus víctimas y a perseguirles, el generador de su pus.
Era como si todo lo que José aborreciese y odiase se encontrara encarnado en el monstruo; como si todas las lacras que a lo largo de su vida preservara cuidadosamente en su interior, procurando que no fueran apercibidas por las gentes que lo rodeaban, se encontraran puestas en relieve en la horrible figura del guardián del albergue.
Sí. Sin duda aquel era su monstruo. El que había ido edificando pacientemente en sus horas de inconsciencia y que, sin quererlo reconocer, formaba parte de su alma. El monstruo que no puede permanecer eternamente ignorado en el inconsciente y que un día u otro surge, irrumpiendo en vuestro mundo real, obligándoos a enfrentaros con él para que de esta lucha surja la conciencia de los actos que engendraron a la criatura deforme.
José se hallaba presto para la prueba. Iría a él y lo estrecharía entre sus brazos, se frotaría contra su piel, para que la suciedad y las lacras se adhirieran a su cuerpo.
El lo había engendrado y él destruiría su monstruosidad. Se adentró en las ruinas del albergue, pisando fuerte, a fin de que el guardián se apercibiese de su presencia. Nadie acudió a recibirle. Sólo las cucarachas y las lagartijas que habitaban en la hiedra parecieron sensibles a la presencia de José.
Las luces encendidas lo guiaron a través del caserón, desembocando finalmente en una habitación mejor guarnecida que las demás, en la que figuraban dos camastros. En uno de ellos se hallaba el monstruo completamente dormido.
José se quitó los zapatos para no despertarlo con el ruido de los tacones y desvistiéndose rápidamente, se metió en la cama. No esperaba salir tan bien librado del trance y sin mas incidentes pudo conciliar un sueño que momentos antes le pareciera difícilmente realizable.
Sin embargo, apenas liberado del monstruo en el mundo físico, éste hizo su aparición en el reino de los sueños, donde las posibilidades de angustiarse son mucho mayores.
José soñó episodios de su vida que ya tenía olvidados y en cada una de esas secuencias surgía, inexplicablemente, el monstruo, como si fuera absorbiendo vida en cada una de las anécdotas. El noble durmiente se agitaba, como para desprenderse de semejantes pesadillas que lo aterrorizaban, desposeído de su facultad de raciocinio, que pudiera haberle servido para comprender la situación y aceptarla.
La noche transcurrió rica en acontecimientos angustiosos en el mundo interior de José y al despertar con las luces del día, el hombre constató que el monstruo había desaparecido de la habitación.
Se levantó lleno de sudor frío y se sumergió desnudo en una cascada de agua que manaba de una rocas, sobre las que se sostenía el albergue. El contacto con el agua fría cambió su humor y regresó al albergue en espera del chofer del jeep, que debía conducirle en presencia del jefe de personal.
Desde la ventana más alta, José oteó el horizonte. Más allá de la muralla interior, resplandecían al sol las azoteas de lo que debía ser la Residencia del Sr. Barón. Esta visión anticipada del lugar que iba a constituir su campo de evolución, produjo en todo su cuerpo un estremecimiento emocionado. De aquel punto de mira, no le era posible percibir la estructura del edificio, pero José lo imaginó de una belleza deslumbrante, semejante a las ilustraciones de unos cuentos orientales que recordaba de su niñez.
Al poco rato, la nube de polvo con que solía envolverse el jeep le oculto toda visión. José descendió rápidamente para acoger a su introductor.
- En las oficinas le esperan - le dijo el chofer a guisa de saludo, sin detener el motor.- Suba.
José obedeció y un instante después el jeep atravesaba la puerta de la muralla interior de la Residencia del Sr. Barón.
Lo distinto de aquel mundo en que acababa de penetrar saltaba a la vista. Mientras en el exterior la tierra era rústica, casi yerma, de murallas para adentro todo resultaba fecundo y acogedor. La hierba crecía salvaje en ambos lados de la carretera asfaltada por la que transcurría el jeep. Aunque a José le chocó el hecho de que toda aquella extensión no fuera cultivada.
- ¿Es que aquí nadie se dedica a la agricultura? - preguntó a su introductor.
- ¡Qué quiere Vd.! - respondió el chofer - falta de brazos. A pesar de ser numerosos los servidores del Sr. Barón, no son suficientes para realizar todo el trabajo que sería necesario para la buena marcha de la empresa.
- Es una pena - comentó José.- Esta tierra parece ser fecunda y si se cultivara, representaría una gran economía para la Residencia. ¿Cree Vd. que en el pueblo no se encontrarían obreros?
- Mas de los necesarios sin duda - asintió el chofer - pero pocos que aceptaran el régimen de comunidad a que vienen sometidos los servidores del Sr. Barón. Ya sabe Vd. que para trabajar aquí es indispensable recibir una llamada de las oficinas y para que esa llamada se produzca es indispensable también que exista el deseo previo de laborar aquí por parte del futuro obrero.
- Un círculo vicioso - filosofó José.
- Si. Tal vez el reglamento peca de complejo. Pero aún así, de puertas para dentro las cosas no van a veces como sería de desear... ¡Imagine lo que ocurriría si dieran facilidades...!
- De esta forma el desarrollo es más lento, pero sin lugar a dudas más seguro - afirmó el noble.- Desde abajo, vemos siempre las cosas con impaciencia y exigimos resultados rápidos; pero contemplado desde arriba, el tiempo debe tener un valor completamente distinto.
- Así debe ser - asintió el chofer.- esta muralla interior es provisional y la muralla exterior también lo es. Día vendrá en que esa campiña exuberante será cultivada; el campo yermo se convertirá en fecundo y el dominio del Sr. Barón se expansionará por el pueblo. Las murallas caerán y ya no habrá diferencia entre ellos y nosotros, absorbidos todos en el seno de esta gran empresa.
José compartía emocionalmente el lirismo del conductor. Siempre se había sentido atraído por un ideal de unidad cósmica, que englobara a todo el universo en un solo sistema económico, un único sistema de convivencia que emanara de una sola filosofía. La Sociedad Anónima, a cuyo Presidente General iba a servir, aún sin conocerla en sus detalles, le parecía reunir las condiciones para la realización de ese ideal.
Un frenazo brusco cortó en seco esas divagaciones. El coche se había detenido en una explanada, frente a un viejo edificio que, visto del exterior tenía la apariencia de un hospital o un cuartel.
- Hemos llegado - anunció el chofer.
El rostro de José registró cierta decepción. Las imágenes que se imprimían en su retina no se ajustaban a los clisés que él mismo impresionara en su imaginación. A ambos lados del edificio cuartel u hospital se extendían unos hangares, incalculablemente largos, que podían muy bien haber sido depósitos de mercancía o abrevaderos de vacas.
Las edificaciones eran viejas y rudimentarias y en su construcción había pasado, sin lugar a dudas, por problemas de orden financiero.
- ¿Es ésta la Residencia del Sr. Barón? - preguntó José navegando en un mar de confusiones.
- Cierto que no - replicó el chofer, riendo la incongruencia.- Estas son las oficinas.
- ¿Las oficinas de la Residencia? - quiso precisar José.
- Las oficinas de las dependencias del ala Este, que es donde Vd. ha sido afectado. La Residencia del Sr. Barón se encuentra en aquella dirección - añadió el chofer señalando hacia el Oeste.
José recordó que efectivamente Tuliferio le había hablado de las dependencias que equivocadamente imaginó anexas a la Residencia del Sr. Barón. Después de todo, ¿qué importaba la apariencia exterior? Era el trabajo que se desarrollaba dentro lo que debía importarle y, por encima de todo, su trabajo.
Ambos habían descendido del coche y el chofer condujo a José a un despacho del primer piso del edificio principal.
En el interior del edificio el ambiente cambiaba. Todo lo que tenía de sórdido visto de fuera, se transmutaba en acogedor y hogareño de puertas para dentro. No era el hogar ideal para descansar de una vida de fatigas, pero sí el lugar acogedor para hacer acopio de nuevas energías en vistas a la lucha.
Tras unos minutos en el saloncito de espera, la puerta se abrió y un hombre vestido con chaleco y en mangas de camisa, se dirigió a José familiarmente.
- Pase Vd., José, - le dijo.- Le esperábamos desde ayer.
- ¿Es Vd. el Sr. jefe de personal? - preguntó el noble, una vez en su despacho.
- No. Yo no soy más que un subsecretario. El señor jefe de personal tenía cita con Vd. ayer a las siete, amigo José - dijo en tono de amable reproche.
- Mucho antes de las siete estaba ya buscando la puerta de entrada, pero hasta por la tarde no me fue posible franquearla – se disculpó.
El subsecretario se encogió de hombros, levantando las manos al cielo como para indicar que no era culpa suya que así ocurriera.
- Por otra parte - añadió José - el guardián de la falsa puerta me dijo que le reloj del despacho del Sr. jefe de personal estaba parado a las siete y que es por este motivo que me dieron cita a una tal hora.
- ¿Esto le ha dicho? - inquirió el subsecretario, y balanceando todo su cuerpo soltó una inmensa carcajada.- Cierto que le reloj se paró a esa hora, pero se le citó a Vd. a las siete de su reloj y no del péndulo del despacho del jefe.
El hombre dejó de reír y en tono confidencial añadió:
- Puede que visto del exterior se tenga la impresión de que las cosas lo mismo pueden ocurrir en un momento que en otro; pero no es así. Nos regimos por un horario muy preciso y aunque nos servimos poco de los relojes, el tiempo es para nosotros un factor primordial. Ya se irá Vd. dando cuenta de ello.
- El señor jefe de personal - prosiguió - sólo podía recibirle ayer a las siete. A efectos de su trabajo aquí, da lo mismo que lo reciba o no porque yo puedo darle todas las indicaciones que necesite. Pero a Vd. le hubiera interesado sin duda hablar con él de sus asuntos personales. Me refiero concretamente al objeto de su propiedad que lo ha traído hasta aquí.
Era evidente que el subsecretario se refería a la maleta y José se alegró de poder hablar de ello de manera franca.
- No quiero ocultarle que una de mis esperanzas al venir aquí, es la de poder entrevistarme, en momento oportuno, con el Sr. Barón respecto a la recuperación de mis papeles de nobleza.
- En esto no puedo serle de ninguna utilidad, ya que es el jefe de personal quien regula las relaciones de los servidores con el Sr. Barón.
- ¿Y cuando podré ser recibido por el Sr. jefe de personal?
- Tampoco sabría decírselo. Ya le he dicho que el tiempo es para nosotros un factor esencial. Cuando el tiempo sea propicio a este encuentro, será Vd. citado.
- El argumento era nuevo para José, quien quiso llegar al fondo del problema.
- Bueno - replicó, - según Vd., ¿cuando será el tiempo propicio?
- Lo ignoro - contestó el subsecretario.- Y el jefe de personal lo ignorará también. Es la Agencia que dirige el Sr. Barón la que se encarga de avisarnos cuando el tiempo es propicio para la realización de cualquier cosa.
- Entonces, el Sr. Barón lo sabe - aventuró José, ya en un terreno que escapaba a su comprensión.
- Lo sabe... - dijo el oficinista - como sabemos que África existe, sin que ese conocimiento nos inquiete lo más mínimo. Son los empleados de la Agencia quienes nos pasan las órdenes.
Por el momento, José renunció a profundizar. Se hallaba en el camino y debía preocuparse en afianzar su situación en el punto alcanzado. La ocasión de avanzar ya le sería dada en el futuro. Así pues, el noble desvió voluntariamente la conversación.
- Antes que otra cosa - dijo, - debo poner en su conocimiento que ayer ayudé a cuatro hombres a franquear la muralla exterior de la Residencia. Habían penetrado por la falsa puerta y buscaban desesperadamente la entrada verdadera. Yo tomé la responsabilidad de ayudarles y querría saber si es posible emplearles en cualquier menester.
- En efecto, nuestros aparatos de seguridad registraron ayer la presencia de cuatro intrusos - informó el subsecretario.- Supuse que había sido Vd. el responsable de su entrada clandestina ya que es raro que alguien tome por asalto la muralla si carece de ayuda. Pero Vd. ignora seguramente la responsabilidad en que ha incurrido al cometer una tal acción.
- Si he obrado mal, soportaré las consecuencias - respondió José con entereza.
- Sólo el futuro podrá decirnos si ha hecho bien o mal, ya que de acuerdo con nuestros reglamentos, en lo que respecta a su trabajo en la Residencia, Vd. se ha encadenado a la vida de esos cuatro individuos. Ellos formarán con Vd. un equipo de labor, del cual será Vd. el jefe. La responsabilidad de sus errores recaerá pues en gran parte sobre Vd. y también participará en sus triunfos si los hay.
El subsecretario se acercó a José y poniendo amistosamente la mano sobre su hombro, añadió:
- Su labor en la Residencia empieza teniendo que soportar la carga de cuatro hombres. Ello delata en Vd., sea consciente o no de hecho, una fibra de líder. No le faltarán ocasiones de escalar puestos más altos, pero el peligro de hundirse se multiplica por cuatro. Sólo puedo decirle que le deseo suerte y valor.
Así fue como el noble José, gracias a un acto dictado por su corazón, se vio convertido en jefe de grupo. El subsecretario de la oficina de personal le señaló la habitación en las dependencias de servidores y más tarde sus cuatro subordinados se presentaron ante él, acompañados del subsecretario.
- He aquí sus hombres, José - le dijo.- Deberán compartir su habitación a fin de que no escapen a su control ni de día ni de noche. Su autoridad sobre ellos es total y no debe vacilar en castigarles si su comportamiento lo merece.
Luego, dirigiéndose a los cuatro, añadió:
- He avisado al economato que os den colchones y mantas. Id a por ellas, rápido.
Los cuatro salieron como una exhalación. El subsecretario, antes de desaparecer, habló de nuevo a José.
- Mañana a primera hora pasa por mi despacho. Visitaremos las naves de trabajo y le indicaré en que consistirá su labor.
- Muy bien. Estaré en su despacho.
Los dos hombres se estrecharon la mano y José quedó solo en una habitación que medía apenas cinco metros cuadrados y en la que debían dormir cinco hombres.
Sus cuatro ayudantes no tardaron en aparecer cargados con los colchones y las mantas. Una vez extendidos por el suelo, en la habitación no quedó ni un centímetro de espacio vacío.
Pero a todos les animaba un espíritu de superación que se negaba a reconocer las dificultades. Por otra parte, los cuatro ayudantes, cansados después de la noche pasada a la intemperie, apenas preparadas las camas, no resistieron largo tiempo al sueño.
Sólo José, acostado en el lecho, permanecía despierto, meditando en retrospectiva la lección que cabía extraer de los acontecimientos de la jornada.
Kabaleb
No había anochecido completamente cuando alcanzó la muralla exterior. Sin embargo, el tiempo empleado para ir en bicicleta del albergue a la muralla, resultaba muy inferior al que necesitó el jeep en su viaje de ida. Pudiera ser que antes de cruzar la puerta el jeep hubiese dado un largo rodeo... Era preciso verificarlo y José escaló la muralla a fin de reconocer con sus propios ojos el lugar...
Desde lo alto del muro, las dudas del noble desposeído cesaron. En la explanada que se abría podían percibirse los alambres que desembocaban en la falsa puerta de peatones, e incluso seguir la trayectoria de esos alambres, que después de extenderse en línea recta, paralelos al camino, se cerraban en triángulo sobre el muro lateral en que se encontraba José. Seguían después toda una serie de pequeños triángulos de alambre, que encontraban su línea de base en la muralla. Todo parecía concebido para desmoralizar al buscador.
Iba a descender de su observatorio, cuando apercibió entre los alambres a cuatro hombres que se acercaban hacia él. Imposibilitados de avanzar en terreno libre, los cuatro hombres cruzaban los alambres que formaban los triángulos con una energía a prueba de fe.
José se sintió inmediatamente solidarizado con ellos y los hubiera llamado, de no haber sido descubierto por el que iba en cabeza de la expedición. Era el mas joven de los cuatro y pareció turbado al verle.
- ¿Qué es lo que buscáis? – les preguntó José, tratando de dar a sus palabras una entonación amable.
- Quisiéramos entrar al servicio del Sr. Barón - explicó el joven.- Pero tenemos la impresión de que nos hemos perdido.
- Nos han dicho que aquí dan trabajo a todos - añadió otro de los hombres, buscando confirmación.
- Sin duda habéis entrado por la puerta de peatones - inquirió el noble.
- Si.
- Claro. Es una puerta falsa.
Los cuatro hombres quedaron inmóviles y sin comprender.
- ¿No habéis sido llamados al servicio del Sr. Barón, verdad? - continuó José aún sabiendo la respuesta.
- No - respondió el más joven con cierta turbación.
- Aquí dan trabajo a todos - aventuró con el aplomo que le daba el hecho de encontrarse del otro lado de la muralla - pero a condición de haber sido llamados por los servicios del Sr. Barón.
Hubo un momento de silencio. Los cuatro hombres parecían reflexionar.
- No es eso lo que nos han dicho - objetó finalmente el mas joven.
- ¿Quién os ha dicho y donde?
- En la posada del pueblo. Uno de los servidores del Sr. Barón nos ha asegurado que aquí encontraríamos fácilmente trabajo y que lo daban a todo aquel que lo solicitara.
- ¡Otra vez los malditos reglamentos! - murmuró José para sí - y añadió en voz alta: - Pero no les han dicho que sin ayuda no lograrían jamás hallar al jefe de personal, a quien debían solicitar un empleo.
Los cuatro hombres lo escucharon desconcertados y José, en tono dogmático añadió:
- La puerta por la que habéis pasado es una puerta falsa, que no conduce a ningún sitio. Si perseveráis en este camino, la falta de resultados prácticos acabara desalentándoos y renunciareis a entrar en el servicio del Sr. Barón.
Los hombres se miraron como consultándose sobre la actitud a adoptar.
- ¿Qué debemos hacer? - acabó preguntando el joven, que ejercía las funciones de portavoz del grupo.
- Un solo camino os es abierto: tomar la Residencia por asalto - afirmó José, recordando el consejo que le diera Tuliferio-camarero con respecto al Hotel de Extranjeros.- Si lográis penetrar por medios propios en el interior, os encontraréis ya en el mundo de los servidores y habréis adquirido implícitamente derechos de permanencia.
- Yo puedo ayudaros a atravesar la muralla - añadió.- ¿Alguien de vosotros tiene una cuerda?
Uno de ellos tenía una cuerda y José los ayudó a subir a lo alto del muro. A medida que iban subiendo, José se sentía crecer en importancia. El servicio que prestaba lo henchía de orgullo y no se explicaba como pudo, momentos antes, huir del monstruo de manera tan ridícula.
Cuando los cuatro hombres estuvieron del otro lado de la muralla, estrecharon, agradecidos, la mano de su protector.
- Tu nos has ayudado en algo muy importante para nosotros - le dijeron - y nos tendrás siempre a tu servicio, estemos donde estemos.
El hecho de haber encontrado cuatro servidores de improviso, desencadenó el optimismo de José. ¡Cuatro servidores! Este era el camino que conducía a la recuperación de sus atributos de nobleza. Los servidores son elementos fundamentales para todo noble.
- ¿Qué debemos hacer ahora? Guíanos - le pidieron sus protegidos.
- Tendréis que esperar aquí a que amanezca. Os falta traspasar el muro interior, que ni siquiera yo mismo he pasado. Acostaos sobre el césped por esta noche y mañana hablaré de vosotros al señor jefe de personal para que os dé el empleo al que ya tenéis derecho.
Los cuatro servidores le hicieron una reverencia, conmovidos por las palabras de aliento de su protector.
- Te esperaremos aquí sin movernos y no obedeceremos a nadie más que a ti - dijeron los cuatro a coro.
- Perfectamente. Mi nombre es José. Si un emisario viene de mi parte, no le obedezcáis, amenos que pronuncie esas palabras de consigna: "José os llama".
Dicho lo cual, el noble preparó la bicicleta para partir.
- Tengo que irme - dijo.- Alguien me espera en el albergue - y saludando con el brazo a sus cuatro servidores, se alejó pedaleando por la explanada desierta.
Era ya de noche, pero la luz de la luna llena le permitía a José seguir el surco que dejaran las ruedas de su bicicleta en su viaje de ida, orientándose así de manera segura hacia el albergue. Cuando lo apercibió en la lejanía, con sus ventanas iluminadas, se apeó de su bicicleta y prosiguió el camino a pié.
El encuentro decisivo con el monstruo iba a tener lugar y José trato de prepararse interiormente, de comprender la esencia de aquella horrible criatura que le diera cita en el umbral de la Residencia del Sr. Barón.
La imagen del monstruo cobró vida en su espíritu y de esa visión mental, José retuvo detalles que se le habían escapado en los contactos reales. En primer lugar, el monstruo tenía exactamente su estatura. Su cuerpo y el de José parecían salidos del mismo molde, exceptuando los brazos y el busto. Luego existía la rara coincidencia de que ambos llevaran idéntico nombre.
Pero lo mas desconcertante no eran esas similitudes de tipo físico, sino la impresión sentida por José de que, a pesar del horror que le inspiraba, el monstruo tenía para él algo de familiar, inexpresable, ungido a las más profundas capas de su ser. Ya antes había experimentado semejante sensación con los Tuliferios, pero a éstos los veía como entidades externas a él, como amigos de otros tiempos; mientras que al monstruo, lo sentía oriundo de su propio interior, confundido, identificado a su propia personalidad o, más exactamente, como si él fuera su creador, el motor interno que impulsara el monstruo a burlarse de sus víctimas y a perseguirles, el generador de su pus.
Era como si todo lo que José aborreciese y odiase se encontrara encarnado en el monstruo; como si todas las lacras que a lo largo de su vida preservara cuidadosamente en su interior, procurando que no fueran apercibidas por las gentes que lo rodeaban, se encontraran puestas en relieve en la horrible figura del guardián del albergue.
Sí. Sin duda aquel era su monstruo. El que había ido edificando pacientemente en sus horas de inconsciencia y que, sin quererlo reconocer, formaba parte de su alma. El monstruo que no puede permanecer eternamente ignorado en el inconsciente y que un día u otro surge, irrumpiendo en vuestro mundo real, obligándoos a enfrentaros con él para que de esta lucha surja la conciencia de los actos que engendraron a la criatura deforme.
José se hallaba presto para la prueba. Iría a él y lo estrecharía entre sus brazos, se frotaría contra su piel, para que la suciedad y las lacras se adhirieran a su cuerpo.
El lo había engendrado y él destruiría su monstruosidad. Se adentró en las ruinas del albergue, pisando fuerte, a fin de que el guardián se apercibiese de su presencia. Nadie acudió a recibirle. Sólo las cucarachas y las lagartijas que habitaban en la hiedra parecieron sensibles a la presencia de José.
Las luces encendidas lo guiaron a través del caserón, desembocando finalmente en una habitación mejor guarnecida que las demás, en la que figuraban dos camastros. En uno de ellos se hallaba el monstruo completamente dormido.
José se quitó los zapatos para no despertarlo con el ruido de los tacones y desvistiéndose rápidamente, se metió en la cama. No esperaba salir tan bien librado del trance y sin mas incidentes pudo conciliar un sueño que momentos antes le pareciera difícilmente realizable.
Sin embargo, apenas liberado del monstruo en el mundo físico, éste hizo su aparición en el reino de los sueños, donde las posibilidades de angustiarse son mucho mayores.
José soñó episodios de su vida que ya tenía olvidados y en cada una de esas secuencias surgía, inexplicablemente, el monstruo, como si fuera absorbiendo vida en cada una de las anécdotas. El noble durmiente se agitaba, como para desprenderse de semejantes pesadillas que lo aterrorizaban, desposeído de su facultad de raciocinio, que pudiera haberle servido para comprender la situación y aceptarla.
La noche transcurrió rica en acontecimientos angustiosos en el mundo interior de José y al despertar con las luces del día, el hombre constató que el monstruo había desaparecido de la habitación.
Se levantó lleno de sudor frío y se sumergió desnudo en una cascada de agua que manaba de una rocas, sobre las que se sostenía el albergue. El contacto con el agua fría cambió su humor y regresó al albergue en espera del chofer del jeep, que debía conducirle en presencia del jefe de personal.
Desde la ventana más alta, José oteó el horizonte. Más allá de la muralla interior, resplandecían al sol las azoteas de lo que debía ser la Residencia del Sr. Barón. Esta visión anticipada del lugar que iba a constituir su campo de evolución, produjo en todo su cuerpo un estremecimiento emocionado. De aquel punto de mira, no le era posible percibir la estructura del edificio, pero José lo imaginó de una belleza deslumbrante, semejante a las ilustraciones de unos cuentos orientales que recordaba de su niñez.
Al poco rato, la nube de polvo con que solía envolverse el jeep le oculto toda visión. José descendió rápidamente para acoger a su introductor.
- En las oficinas le esperan - le dijo el chofer a guisa de saludo, sin detener el motor.- Suba.
José obedeció y un instante después el jeep atravesaba la puerta de la muralla interior de la Residencia del Sr. Barón.
Lo distinto de aquel mundo en que acababa de penetrar saltaba a la vista. Mientras en el exterior la tierra era rústica, casi yerma, de murallas para adentro todo resultaba fecundo y acogedor. La hierba crecía salvaje en ambos lados de la carretera asfaltada por la que transcurría el jeep. Aunque a José le chocó el hecho de que toda aquella extensión no fuera cultivada.
- ¿Es que aquí nadie se dedica a la agricultura? - preguntó a su introductor.
- ¡Qué quiere Vd.! - respondió el chofer - falta de brazos. A pesar de ser numerosos los servidores del Sr. Barón, no son suficientes para realizar todo el trabajo que sería necesario para la buena marcha de la empresa.
- Es una pena - comentó José.- Esta tierra parece ser fecunda y si se cultivara, representaría una gran economía para la Residencia. ¿Cree Vd. que en el pueblo no se encontrarían obreros?
- Mas de los necesarios sin duda - asintió el chofer - pero pocos que aceptaran el régimen de comunidad a que vienen sometidos los servidores del Sr. Barón. Ya sabe Vd. que para trabajar aquí es indispensable recibir una llamada de las oficinas y para que esa llamada se produzca es indispensable también que exista el deseo previo de laborar aquí por parte del futuro obrero.
- Un círculo vicioso - filosofó José.
- Si. Tal vez el reglamento peca de complejo. Pero aún así, de puertas para dentro las cosas no van a veces como sería de desear... ¡Imagine lo que ocurriría si dieran facilidades...!
- De esta forma el desarrollo es más lento, pero sin lugar a dudas más seguro - afirmó el noble.- Desde abajo, vemos siempre las cosas con impaciencia y exigimos resultados rápidos; pero contemplado desde arriba, el tiempo debe tener un valor completamente distinto.
- Así debe ser - asintió el chofer.- esta muralla interior es provisional y la muralla exterior también lo es. Día vendrá en que esa campiña exuberante será cultivada; el campo yermo se convertirá en fecundo y el dominio del Sr. Barón se expansionará por el pueblo. Las murallas caerán y ya no habrá diferencia entre ellos y nosotros, absorbidos todos en el seno de esta gran empresa.
José compartía emocionalmente el lirismo del conductor. Siempre se había sentido atraído por un ideal de unidad cósmica, que englobara a todo el universo en un solo sistema económico, un único sistema de convivencia que emanara de una sola filosofía. La Sociedad Anónima, a cuyo Presidente General iba a servir, aún sin conocerla en sus detalles, le parecía reunir las condiciones para la realización de ese ideal.
Un frenazo brusco cortó en seco esas divagaciones. El coche se había detenido en una explanada, frente a un viejo edificio que, visto del exterior tenía la apariencia de un hospital o un cuartel.
- Hemos llegado - anunció el chofer.
El rostro de José registró cierta decepción. Las imágenes que se imprimían en su retina no se ajustaban a los clisés que él mismo impresionara en su imaginación. A ambos lados del edificio cuartel u hospital se extendían unos hangares, incalculablemente largos, que podían muy bien haber sido depósitos de mercancía o abrevaderos de vacas.
Las edificaciones eran viejas y rudimentarias y en su construcción había pasado, sin lugar a dudas, por problemas de orden financiero.
- ¿Es ésta la Residencia del Sr. Barón? - preguntó José navegando en un mar de confusiones.
- Cierto que no - replicó el chofer, riendo la incongruencia.- Estas son las oficinas.
- ¿Las oficinas de la Residencia? - quiso precisar José.
- Las oficinas de las dependencias del ala Este, que es donde Vd. ha sido afectado. La Residencia del Sr. Barón se encuentra en aquella dirección - añadió el chofer señalando hacia el Oeste.
José recordó que efectivamente Tuliferio le había hablado de las dependencias que equivocadamente imaginó anexas a la Residencia del Sr. Barón. Después de todo, ¿qué importaba la apariencia exterior? Era el trabajo que se desarrollaba dentro lo que debía importarle y, por encima de todo, su trabajo.
Ambos habían descendido del coche y el chofer condujo a José a un despacho del primer piso del edificio principal.
En el interior del edificio el ambiente cambiaba. Todo lo que tenía de sórdido visto de fuera, se transmutaba en acogedor y hogareño de puertas para dentro. No era el hogar ideal para descansar de una vida de fatigas, pero sí el lugar acogedor para hacer acopio de nuevas energías en vistas a la lucha.
Tras unos minutos en el saloncito de espera, la puerta se abrió y un hombre vestido con chaleco y en mangas de camisa, se dirigió a José familiarmente.
- Pase Vd., José, - le dijo.- Le esperábamos desde ayer.
- ¿Es Vd. el Sr. jefe de personal? - preguntó el noble, una vez en su despacho.
- No. Yo no soy más que un subsecretario. El señor jefe de personal tenía cita con Vd. ayer a las siete, amigo José - dijo en tono de amable reproche.
- Mucho antes de las siete estaba ya buscando la puerta de entrada, pero hasta por la tarde no me fue posible franquearla – se disculpó.
El subsecretario se encogió de hombros, levantando las manos al cielo como para indicar que no era culpa suya que así ocurriera.
- Por otra parte - añadió José - el guardián de la falsa puerta me dijo que le reloj del despacho del Sr. jefe de personal estaba parado a las siete y que es por este motivo que me dieron cita a una tal hora.
- ¿Esto le ha dicho? - inquirió el subsecretario, y balanceando todo su cuerpo soltó una inmensa carcajada.- Cierto que le reloj se paró a esa hora, pero se le citó a Vd. a las siete de su reloj y no del péndulo del despacho del jefe.
El hombre dejó de reír y en tono confidencial añadió:
- Puede que visto del exterior se tenga la impresión de que las cosas lo mismo pueden ocurrir en un momento que en otro; pero no es así. Nos regimos por un horario muy preciso y aunque nos servimos poco de los relojes, el tiempo es para nosotros un factor primordial. Ya se irá Vd. dando cuenta de ello.
- El señor jefe de personal - prosiguió - sólo podía recibirle ayer a las siete. A efectos de su trabajo aquí, da lo mismo que lo reciba o no porque yo puedo darle todas las indicaciones que necesite. Pero a Vd. le hubiera interesado sin duda hablar con él de sus asuntos personales. Me refiero concretamente al objeto de su propiedad que lo ha traído hasta aquí.
Era evidente que el subsecretario se refería a la maleta y José se alegró de poder hablar de ello de manera franca.
- No quiero ocultarle que una de mis esperanzas al venir aquí, es la de poder entrevistarme, en momento oportuno, con el Sr. Barón respecto a la recuperación de mis papeles de nobleza.
- En esto no puedo serle de ninguna utilidad, ya que es el jefe de personal quien regula las relaciones de los servidores con el Sr. Barón.
- ¿Y cuando podré ser recibido por el Sr. jefe de personal?
- Tampoco sabría decírselo. Ya le he dicho que el tiempo es para nosotros un factor esencial. Cuando el tiempo sea propicio a este encuentro, será Vd. citado.
- El argumento era nuevo para José, quien quiso llegar al fondo del problema.
- Bueno - replicó, - según Vd., ¿cuando será el tiempo propicio?
- Lo ignoro - contestó el subsecretario.- Y el jefe de personal lo ignorará también. Es la Agencia que dirige el Sr. Barón la que se encarga de avisarnos cuando el tiempo es propicio para la realización de cualquier cosa.
- Entonces, el Sr. Barón lo sabe - aventuró José, ya en un terreno que escapaba a su comprensión.
- Lo sabe... - dijo el oficinista - como sabemos que África existe, sin que ese conocimiento nos inquiete lo más mínimo. Son los empleados de la Agencia quienes nos pasan las órdenes.
Por el momento, José renunció a profundizar. Se hallaba en el camino y debía preocuparse en afianzar su situación en el punto alcanzado. La ocasión de avanzar ya le sería dada en el futuro. Así pues, el noble desvió voluntariamente la conversación.
- Antes que otra cosa - dijo, - debo poner en su conocimiento que ayer ayudé a cuatro hombres a franquear la muralla exterior de la Residencia. Habían penetrado por la falsa puerta y buscaban desesperadamente la entrada verdadera. Yo tomé la responsabilidad de ayudarles y querría saber si es posible emplearles en cualquier menester.
- En efecto, nuestros aparatos de seguridad registraron ayer la presencia de cuatro intrusos - informó el subsecretario.- Supuse que había sido Vd. el responsable de su entrada clandestina ya que es raro que alguien tome por asalto la muralla si carece de ayuda. Pero Vd. ignora seguramente la responsabilidad en que ha incurrido al cometer una tal acción.
- Si he obrado mal, soportaré las consecuencias - respondió José con entereza.
- Sólo el futuro podrá decirnos si ha hecho bien o mal, ya que de acuerdo con nuestros reglamentos, en lo que respecta a su trabajo en la Residencia, Vd. se ha encadenado a la vida de esos cuatro individuos. Ellos formarán con Vd. un equipo de labor, del cual será Vd. el jefe. La responsabilidad de sus errores recaerá pues en gran parte sobre Vd. y también participará en sus triunfos si los hay.
El subsecretario se acercó a José y poniendo amistosamente la mano sobre su hombro, añadió:
- Su labor en la Residencia empieza teniendo que soportar la carga de cuatro hombres. Ello delata en Vd., sea consciente o no de hecho, una fibra de líder. No le faltarán ocasiones de escalar puestos más altos, pero el peligro de hundirse se multiplica por cuatro. Sólo puedo decirle que le deseo suerte y valor.
Así fue como el noble José, gracias a un acto dictado por su corazón, se vio convertido en jefe de grupo. El subsecretario de la oficina de personal le señaló la habitación en las dependencias de servidores y más tarde sus cuatro subordinados se presentaron ante él, acompañados del subsecretario.
- He aquí sus hombres, José - le dijo.- Deberán compartir su habitación a fin de que no escapen a su control ni de día ni de noche. Su autoridad sobre ellos es total y no debe vacilar en castigarles si su comportamiento lo merece.
Luego, dirigiéndose a los cuatro, añadió:
- He avisado al economato que os den colchones y mantas. Id a por ellas, rápido.
Los cuatro salieron como una exhalación. El subsecretario, antes de desaparecer, habló de nuevo a José.
- Mañana a primera hora pasa por mi despacho. Visitaremos las naves de trabajo y le indicaré en que consistirá su labor.
- Muy bien. Estaré en su despacho.
Los dos hombres se estrecharon la mano y José quedó solo en una habitación que medía apenas cinco metros cuadrados y en la que debían dormir cinco hombres.
Sus cuatro ayudantes no tardaron en aparecer cargados con los colchones y las mantas. Una vez extendidos por el suelo, en la habitación no quedó ni un centímetro de espacio vacío.
Pero a todos les animaba un espíritu de superación que se negaba a reconocer las dificultades. Por otra parte, los cuatro ayudantes, cansados después de la noche pasada a la intemperie, apenas preparadas las camas, no resistieron largo tiempo al sueño.
Sólo José, acostado en el lecho, permanecía despierto, meditando en retrospectiva la lección que cabía extraer de los acontecimientos de la jornada.
Kabaleb