La Maleta 7 (entre rejas)

(Capítulo IV, 1ª parte)Tulita y José dormían profundamente cuando al amanecer fueron despertados por unos golpes insistentes en la puerta de su habitación.

- Quién es? - preguntó Tulita.
- ¡La policía!
José se sobresaltó. ¿Qué podía querer la policía en hora semejante? No recordaba haber infringido la ley en ninguna de sus normas.

Tulita abrió la puerta y un policía alto y moreno apareció en el umbral. Mostró su chapa en el reverso de la solapa y dijo:
- Documentación, por favor...

Tulita le entregó su carné de identidad, pero José no pudo darle mas que un papel caducado. Hacía ya tiempo que José había dejado de lado los problemas de la documentación. Como extranjero que era, el país en que residía autorizaba su permanencia en él a condición de que se procurara el carné de trabajador. José no pudo nunca presentar ese documento, puesto que vivió los últimos tiempos en la espera de recuperar sus derechos, y así se encontró un día con que el permiso de residencia le caducaba y no era posible su renovación. José empezó a vivir una existencia ilegal, pero se dijo que en cuanto sus derechos le fueran reconocidos, con dinero arreglaría la anormalidad. Con el tiempo, acabó por olvidar su circunstancia, que ahora le era recordada de manera tan brutal por la policía.

- Su documentación está caducada desde hace mucho tiempo. ¿Por qué no la ha renovado? - inquirió el policía.
- No podía presentar los papeles que me pedían como condición indispensable -dio José por toda excusa.
- así, ¿ha preferido Vd. la vida ilegal? - hizo una pausa y añadió: - Tendrá que acompañarme a la Prefectura.
- ¿Qué van a hacerle? - intervino Tulita.
- La encuesta reglamentaria - respondió el policía moreno, sin mayor explicitud sobre el asunto.

José se vistió sin decir palabra. El policía salió de la habitación para llamar en las puertas vecinas y al terminar el recorrido volvió para recoger al indocumentado.
José le siguió dócilmente y ya no volvió a cruzar palabra con el policía. Al llegar a la Prefectura subieron al quinto piso y José fue conducido a la "Sala de Espera" de los acusados.

La "Sala de Espera" se hallaba en un ángulo de un inacabable pasillo cuadrangular que daba la vuelta a todo el edificio. Ningún obstáculo le había impedido a José el acceso a esa "Sala de Espera", pero al penetrar en su interior, se dio cuenta de que una reja de hierro macizo caía verticalmente, a manera de telón, separando la "Sala" del pasillo. Se acercó a la reja en un movimiento instintivo de protesta y se dirigió al conserje cojo que, desde el pasillo, observaba la operación.

- Cómo ¿Estoy detenido?
- Nada de eso - informó el conserje con amabilidad.- Vd., como todos los que se encuentran en esta sala, está solo guardado a vista.
- Entonces, ¿para qué esa reja? - protestó José.
- Pura cuestión administrativa para facilitar el servicio. Habrá observado que es una simple reja sin cerradura. Cualquiera podría levantarla con la ayuda de las manos, aunque se precisaría una fuerza prodigiosa para ello. Trato pues de demostrarle que la Administración no los considera detenidos; ahora bien, como necesitaran de Vds. para entregarles los papeles, a fin de que no se cansen de esperar y se marchen, se les guarda a vista en esa "Sala de Espera".

Esa explicación detallada no satisfizo a José, pero como el conserje cojo se alejó, no le quedó más alternativa que internarse en la sala. Fue en ese momento que descubrió a sus compañeros. Eran ocho los hombres guardados a vista aquella mañana. Cuatro de ellos dormían tendidos en los bancos, colocados en paralelo a las paredes de la sala. Otros tres estaban sentados, reflexionando tal vez, con los dedos metidos en las narices. El último paseaba fumando un cigarrillo, aparentemente despreocupado de su circunstancia. En el punto en que se cruzaba con José, a guisa de saludo, le dijo:

- Despapelado, ¿eh? - y sin aguardar la respuesta, prosiguió su circuito alrededor de la habitación. al producirse la nueva conjunción con José, añadió:
- Yo entré ayer. Algunos de esos ya estaban - y continuó su ruta circular en torno a la sala.
José se acercó a la reja y apoyado en ella contempló la actividad que se desarrollaba en el pasillo. En ambos lados del pasillo se apercibían numerosas puertas, que conducían a los despachos de los agentes de policía. Continuamente entraban y salían hombres de los despachos, y al cerrarse las puertas de golpe, despertaban un eco en el pasillo, que era como una nota de la inacabada sinfonía de los papeles.

Los conserjes cojos eran los elementos más activos de aquel pasillo en que se desarrollaba el drama de los indocumentados. Entraban por una puerta, salían un minuto mas tarde con un dossier bajo el brazo y se introducían en otra puerta, donde dejaban el dossier, saliendo a su vez con otra carpeta de distinto color.
Contemplado con detalle, el espectáculo tenía algo de ballet, sólo que en lugar de bailarines, eran los conserjes cojos quienes sustentaban el estrellato, y la policromía se sintetizaba en los colores vivos de las cubiertas de los dossiers. El hecho de que todos los conserjes fueran cojos - heridos de guerra seguramente - daba al espectáculo un clima muy particular, único, que ejercía sobre José una extraña fascinación.

Cuanto más se concentraba en la actividad del pasillo, mayor número de detalles eran percibidos por su intelecto. De este modo pudo comprobar que todos los conserjes cojos padecían la misma clase de cojera, que consistía en mantener la pierna derecha rígida, de forma que para evitar que rozara el suelo, debían levantarse sobre la punta del pié izquierdo al avanzar. Los efectos visuales de un sistema tal hubieran sido nulos si únicamente hubiese estado activo en el pasillo un solo conserje. Pero ver a una docena de personas andar dando saltos matemáticamente regulares, era un placer para el espíritu selecto de José. No cabía duda que el cerebro que había concebido semejante espectáculo, poseía en alto grado el sentido de la coreografía.

Cuando sus ojos se hubieron saciado del espectáculo, José se entretuvo leyendo los rótulos que figuraban en cada puerta, en ambos lados del pasillo: "Informes", "Informes generales","Alejamiento","Comité de expulsión","Jefe de Servicio","Agentes","Agentes","Agentes"... Su vista no alcanzaba a leer los rótulos de las puertas que se extendían más allá.
De pronto, la actividad en el pasillo fue ralentizándose, hasta quedar totalmente despejado de conserjes cojos. El eco de la última puerta al cerrarse se diluyó en el aire y el pasillo quedó desierto. Era como si un primer acto acabara y se presentía ya el germen de una actividad preparada entre bastidores.

De forma paulatina, casi majestuosamente, la actividad en el pasillo recomenzó. Pero ya no eran conserjes quienes llevaban el peso de la danza de los dossiers, sino los propios agentes. No era necesario verlos para adivinarlo. Eran quizá agentes sin responsabilidad, subalternos, pero agentes al fin y al cabo.

José se dio cuenta de algo que le había pasado desapercibido; los conserjes iban calzados con zapatillas y sus pisadas no retumbaban en el pasillo. En cambio los agentes calzaban zapatos, con terminales de hierro en ambos extremos, de forma que al eco de las puertas al cerrarse se añadía la orquestación prodigiosa de las pisadas de los agentes, transportando de una puerta a otra sus dossiers.

El hombre que daba vueltas por la sala de espera de los encausados, se acercó a José y con los ojos desorbitados por un terror interno, le dijo:
- Ya vuelven! - y tras una pausa llena de consternación, añadió: - ¿Los oye? Están otra vez en el pasillo con los dossiers.
José no apercibía aún la importancia que para su futuro pudiera tener ese segundo acto de la danza de los dossiers, pero el acento trágico de su compañero de infortunio, con mas experiencia que él de los problemas de la documentación, impregnaba su ser de presentimientos funestos.

José y su compañero observaron en silencio, apoyados en la reja.
La actividad en el pasillo se hallaba en su punto culminante. Todas las puertas daban su rendimiento máximo y las entradas y salidas eran incontables.
- ¿No observa una cosa? - inquirió el encausado con reticencia.
- ¿Qué? - preguntó José sin mirarlo.
- En el pasillo está en juego un único dossier de color rojo-granada.
En efecto, no le fue difícil a José constatar que la observación había sido correcta. De los numerosos agentes que deambulaban por el pasillo, uno sólo ostentaba un dossier, que apretaba con las dos manos contra su pecho, como si temiera que se lo arrebataran.

- ¿Que significado le da Vd. a este hecho? - preguntó José.
- Es el dossier de uno de nosotros que está en estudio - respondió el encausado, como un lamento, y añadió: - Son los morenos quienes lo conducen...

Había tanta consternación en esta última frase que José se creyó obligado a pedir una aclaración.
- No comprendo que quiere insinuar.
- Llevo ya veinticuatro horas en esta sala de espera y he podido observar ciertas técnicas del reglamento.- Hizo una pausa y señalando el pasillo, prosiguió: - Vea Vd. como unos agentes son rubios y otros morenos.

José fijó la mirada en el infinito del pasillo.
Los agentes rubios, en menor número, intentaban en vano apoderarse del dossier, protegido ardientemente por los morenos. En uno de los frecuentes eclipses que sufría la carpeta en los despachos de los agentes, sus cubiertas cambiaron de color. Tal circunstancia inquietó enormemente al compañero de José, quien exclamó alarmado.

- ¡Ha visto! El dossier ya no es rojo sino morado. Además, lo sé porque he trabajado en una papelería, la antigua cubierta tenía una resistencia de cinco kilos, mientras que la morada tiene una resistencia de diez.
- ¿Qué significado puede tener? - inquirió José.
- Está claro - respondió el hombre - el expediente tiene ramificaciones, se complica, y las cubiertas previstas en un principio ya son inutilizables. Si hubieran sido rubios los responsables de ese aumento de peso, el augurio hubiese sido bueno; pero son los morenos quienes meten papeles, sin duda acusadores.

En ese instante, uno de los guardados a vista que dormía encima de un banco, comenzó a sufrir extrañas sacudidas que convulsionaban todo su cuerpo.
- ¡Mire! - gritó el compañero de José.- Este debe ser el titular del expediente. Observe como se sobresalta. Su sensibilidad le avisa de que un peligro inminente le acecha.
Durante unos segundos ambos expedientados contemplaron inmóviles el cuerpo de su compañero, preso de dramáticas convulsiones. Los tres hombres sentados que metían los dedos en sus narices, eran también testigos impasibles de aquella impresionante escena.

En una convulsión de mayor calibre, el cuerpo del expedientado cayó al suelo. Todos esperaban que el golpe lo despertara, pero tanta sería su fatiga que el hombre continuó durmiendo, preso de convulsiones cada vez más violentas.
Mientras tanto, en el pasillo, el dossier morado iba aumentando de volumen. Los agentes rubios eran incapaces de contener la avalancha de sus colegas morenos, quienes se pasaban el dossier con la mayor prudencia. Parecía que el pasillo se hubiera convertido en un campo de rugby, donde se jugara un gran match.

- Los rubios han perdido la partida - comentó el compañero de José, y añadió: - No daría dos céntimos por la vida de este hombre - al tiempo que señalaba al infeliz durmiente, que se desplazaba en el suelo al ritmo de sus convulsiones.
- Pero antes de decidir su suerte, tendrán que interrogarle - hizo notar José.
- No, no... - negó el hombre, moviendo la cabeza con fatalismo, y le susurró al oído - Lo saben todo! Todo...
Luego, como queriendo justificar la actitud de los policías, añadió:
- ¿Por qué iban a interrogarle? Bien saben que se defendería, tal vez negando lo que es verdad. el dossier no debe comportar la más mínima contradicción. Si los agentes rubios se ven impotentes, poca cosa podría hacer ese desgraciado.

En el pasillo, la instrucción del expediente tocaba a su fin y José y su compañero pudieron ver como un agente moreno, llevando en brazos el dossier violeta, debidamente atado con un cordel, entraba en la puerta que sustentaba el rótulo "Comité de Expulsión". El agente volvió a salir, ya con las manos vacías y la actividad en el pasillo fue decreciendo hasta llegar a un reposo completo.
Poco después sonó la sirena del mediodía y los agentes se marcharon a comer.

Uno de los conserjes cojos quedó en el pasillo de permanencia y se acercó a los encausados para hablarles.
- Por ahora no ha tenido suerte su compañero - les dijo, señalando con la cabeza al hombre que dormía en el suelo, el cual parecía haber reencontrado su placidez.
- ¿Qué le harán? - inquirió José.
- Su dossier se encuentra en la mesa del Comité de Expulsión. Es probable que su expulsión sea decretada, pero no todo está perdido para él, ya que en el fondo del pasillo, en el último despacho a la derecha, se halla el Bureau de las Naciones, que es la oficina internacional donde el dossier rechazado desemboca finalmente, a fin de que sea examinado por los representantes de los distintos países, por si el encausado puede ser útil en alguno de ellos. Allí se estudia su profesión, capacidades, edad. etc. y si alguien lo acepta, entonces el detenido queda autorizado a ganar el país en cuestión.

Hubo una pausa en la que todos reflexionaron, y el conserje prosiguió:
- Pero no cabe hacerse ilusiones sobre el resultado de esta gestión in-extremis, porque si el país en que el encausado se encuentra lo rechaza, hay pocas posibilidades de que lo acepten los demás, que en caso de aceptación, tendrá que satisfacer la mitad de los gastos de transporte. No obstante, recuerdo algunos casos.

Escuchando al conserje cojo, José tuvo de pronto conciencia de la situación y pensó que estaba viviendo en un mundo de locos. Sin embargo, aquel era el universo real, el de las instituciones, el organizado por la sociedad en bloque. Un universo, cuya legalidad era defendida por millones de policías y de soldados, centenares de miles de jueces y abogados, al mando de legiones impresionantes de agentes y subalternos.

El conserje cojo, afanado en la exhibición de sus conocimientos, sacó a José de su meditación.
- No todo termina ahí - reanudó el mutilado.- Como acabo de decirles, el país que acepta el extender un permiso de residencia al encausado, debe correr con la mitad de los gastos de transporte. La otra mitad corre a cargo de la administración de nuestro Ministerio del Interior. En caso de decisión favorable en el Bureau de las Naciones, hay que pedir al país aceptante si está dispuesto a sufragar la mitad de los gastos, ya que de negarse a ello, el ofrecimiento del país en cuestión queda sin validez y para el detenido es lo mismo que si no lo hubieran aceptado.

- La verdad es que las administraciones de los países extranjeros, sobrecargados de gastos, no ven con buenos ojos tales operaciones, que se saldan inevitablemente con una pérdida; ya que la importación de un individuo expulsado de un país, según se ha demostrado en más de una ocasión, es ruinosa para cualquier otra economía, debido a las pocas afinidades que sienten esos individuos para con el trabajo. De modo que raras veces responden afirmativamente, y si lo hacen, tardan tanto tiempo, que el encausado ha expirado ya, puesto que mientras se encuentra sometido al régimen de los "guardados a vista", al no entrar en los beneficios de la administración penal - ya que en realidad no está detenido - no recibe indemnización alguna ni en metálico ni en especies.

En otras palabras, no hay presupuesto para la comida y cada "guardado a vista" debe pagarla de su propio bolsillo, siempre que encuentre un funcionario de la sección de investigaciones que se preste a irla a buscar, lo cual es raro también puesto que los conserjes, a quienes correspondería la gestión, son todos cojos y no pueden permitirse el lujo de subir y bajar de un quinto piso cuatro veces por día.

El conserje se alejó unos pasos para dar una ojeada a los dos pasillos que convergían en aquel punto. José y su compañero se miraron en silencio y contemplaron después el resto de los encausados, con una mirada curiosa y ausente a la vez, como las gallinas se observan unas a otras en los gallineros. Si quedaba en ellos un residuo de dignidad humana, la exposición metódica del conserje la acababa de arrancar.

En los últimos tiempos, José había conocido momentos de adversidad, pero jamás su personalidad biológica y psíquica estuvo más próxima a la desintegración que en aquellos instantes en la sala de espera. José se sentía bulto en trámite de importación, no como viajero, sino como carga. De pronto, un gran cansancio le invadió. Recordó que el policía lo había despertado muy temprano y decidió acostarse encima de un banco, imitando a sus cuatro compañeros. Pero en ese instante, el conserje se acercó de nuevo y reemprendió su monólogo informativo.

- Tal como les decía, como generalmente los encausados no son gente rica, si deben esperar la respuesta de la administración extranjera, se mueren de hambre aguardando. Pero suponiendo que un encausado sea lo bastante fuerte para resistir la espera, hay que arreglarse aún con la administración de la compañía de ferrocarriles para que el transporte pueda efectuarse. Y he aquí que la compañía viene obligada a transportar al encausado a una tarifa especial que no va mas allá del 50% de la corriente, cantidad que le es embolsada, la mitad por la administración del Estado y la otra mitad por el país que ha aceptado al sujeto. Pero la administración del Estado y la de los ferrocarriles no se llevan bien. La una tarda en pagar a la otra y a ésta no le interesa efectuar transportes por cuenta del Estado, dado que paga tarde y mal. Sin embargo, como la misma compañía de ferrocarriles pertenece al Estado, es evidente que no puede negarse a transportar a los encausados, una vez la administración ha dado su acuerdo. Lo que hace únicamente es retrasar la fecha del transporte, pretextando que no hay plazas vacantes o que los cupos de sujetos que viajan por cuenta del Estado están cubiertos. Ese doble retraso, el de la administración extranjera y el de los ferrocarriles, es fatal para el encausado, y cuando la decisión llega, hace ya tiempo que ha expiado.

El conserje cojo gozaba de un placer sádico viendo las caras descompuestas de los encausados una vez al corriente del triste fin que les esperaba en el caso de ser expulsados.
- En realidad el problema es mas complejo - prosiguió como para animarles - ya que la sección de investigadores carece de presupuesto para pagar los entierros, en caso de defunción en la sala de espera, y lo que les interesa es desembarazarse pronto de los encausados que han sido aceptados por otro país. Si la muerte les sobreviene en esta sala, el reglamento exige que, no tratándose de detenidos vulgares, se les haga un entierro con ceremonia, corona y sacerdotes. Los gastos del entierro deben ser sufragados por los agentes que prestan su servicio en esta sección, razón por la cual tanto rubios como morenos se hacen abogados de los encausados, para que su transporte sea efectuado lo mas pronto posible.

El conserje se alejó definitivamente y José fue a sentarse en un banquillo para mejor meditar. Estaba cansado, pero su cansancio no era de los que se calman durmiendo. Tenía la impresión de que llevaba persiguiendo una maleta que no acertaba a alcanzar. A veces cambiaba de forma y José pasaba años, décadas, siglos viviendo a su lado sin reconocerla, hasta que un día, de pronto, sin que nada hiciera esperarlo, el objeto anhelado se hacía perceptible a sus sentidos y se materializaba en un lugar inalcanzable. Toda su vida podía resumirse en esas épocas de persecución, seguidos de períodos de caída, de desánimo, de deseos de desaparecer como el que ahora se iniciaba. Cuanto más grandes eran sus esperanzas de conquistar la felicidad, más intensos eran después sus deseos de abandono.
Kabaleb